XIII. Guerrillas
Fue indescriptible la sensación de terror que causó en Mérida la llegada de la caravana del coronel Rosado. Sus milicias desfilaron macilentas y deshilachadas frente al Municipio. Daba grima ver aquellos hombres descalzos y arrastrando sus miserias. Una parte fue acantonada en el cuartel de Dragones y otra en el Castillo de San Benito. Los funcionarios no salían de su asombro y el pueblo, espantado con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos, se echó a la calle pidiendo prontas y eficaces medidas para la defensa de la ciudad. Todos se consideraban perdidos y en la ruina. Por vía de precaución, se volvieron a prender hogueras en las plazas y a la entrada de los caminos y así la ciudad adquirió un aspecto de feria o de campo incendiado. Se tomaron nuevas medidas de seguridad y se vigiló con más rigor el tránsito de los indios.
Como era de esperarse, el abandono de Peto –plaza que hasta entonces muchos creían inexpugnable– fue censurado por la sociedad y por pocos militares, y hasta llegó a atribuir el hecho a negligencia y cobardía del coronel Rosado. Entre ciertos círculos corrió el rumor de que sería sometido a juicio y fusilado por su desidia o por su falta de espíritu bélico.
Pero después de tantos rumores y aspavientos la cosa no pasó a más y todo quedó en calma. Seguramente, el coronel Rosado justificó su conducta, pues el Gobernador, lejos de someterlo a juicio, lo confirmó en su cargo y le dio nuevos poderes para proseguir la campaña. Pero ahora Rosado cambió de táctica; en vez de lanzar ejércitos y más ejércitos contra los rebeldes, acogió las recomendaciones del general Martín F. Peraza, las cuales consistían en destacar guerrillas, con el objeto de hostigar al enemigo, obligándolo a gastar, lo más pronto posible, sus recursos de armas y bastimentos. El plan parecía hacedero y Rosado lo puso en práctica.
Como siempre, el problema de reclutamiento fue el más engorroso, pues con este o aquel pretexto, los blancos rehuían engrosar las filas del ejército. Los más de los señoritos encontraron motivos para eludir el servicio militar. Muchos habían huido al extranjero; otros se quedaban en casa porque eran hijos de un señorón, porque eran sobrinos del obispo, porque eran ahijados del alcalde, porque eran protegidos de un fulano o bien porque tenían bien cubiertos de oro riñones e hígados. Para subsanar esta dificultad, se recurrió de nuevo a los indios. De grado o por fuerza, los infelices caían en el garlito.
A los que de buena voluntad sentaban plaza les llamó hidalgos y con este título se pretendió halagar su orgullo y predisponerlos a la lucha. Los forzados, como es natural, se mostraban reacios a toda disciplina; desertaban en la primera oportunidad y con sus actos de insubordinación ponían en peligro la fuerza del ejército.
Con todo y todo, las primeras guerrillas –compuestas de cincuenta o de cien hombres– fueron despachadas con el objeto de acosar a los rebeldes que andaban por ahí a salto de mata.
Fue dispareja la suerte que corrieron estas guerrillas, pues unas tuvieron buen éxito, otras sufrieron derrotas lamentables. La que se dirigió a Tixmeuac dispersó los grupos indios que encontró en su tránsito y la destinada a Teabo causó estragos entre los que merodeaban por Cantamayec y Chulul. En cambio, la enviada a Becanchén tuvo un fin desastroso. Sitiada por numerosos indios, se vio en la necesidad de replegarse, abriéndose paso a sangre y fuego. No se salvó ni la mitad de la tropa. Igual descalabro tuvo la que salió de Tekax con el objeto de auxiliar a los retenes de las cercanías. Al principio logró dispersar algunos núcleos rebeldes, pero, de pronto, se vio perseguida y sólo a costa de pérdidas pudo volver a su cuartel. Ante el fracaso de estas guerrillas, Rosado abandonó el plan y se dedicó a reorganizar su ejército para emprender una nueva campaña que cubriera los sectores de Oriente y del Sur, por aquel entonces ya prácticamente en manos de los rebeldes.
Ermilo Abreu Gómez
Continuará la próxima semana…