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La chamarra de dos vistas

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Los Olvidos de Bravonel

Joel Bañuelos Martínez

La cercanía del invierno y el gradual descenso de la temperatura trae recuerdos gratos a muchos; el rocío mañanero sobre la vegetación todavía verde y húmeda por la temporada de lluvias que se aleja; las lagunas temporales que van cambiando su color a intenso verde, pronosticando el nacimiento de nueva fauna silvestre; la llegada de bandadas de patos pipichines y demás especies de aves que van poco a poco transformando el paisaje, poblándolo de mariposas amarillas.

Esa bella metamorfosis quedó grabada para siempre en la mente de Bravonel, que vivió esa mutación de colores caminando por las calles de su barrio con su pantalón verde oliva, su camisa blanca, sus huaraches de correas y su chamarra de dos vistas: azul plomizo, por un lado, y por el otro, blanco marfil. Su hermano tenía otra igual, pero el color blanco marfil lo combinaba con un color café; como solo se llevaban dos años de diferencia, su mamá les hacía sus camisas y compraba sus pantalones del mismo color y los uniformaba.

Eran tiempos de vacas flacas, mucho trabajo, poca remuneración. Pero ni Bravonel ni su hermano sentían la pobreza porque abundó un ingrediente que hoy es escaso y que se llama amor, ese que da la seguridad y es un escudo que protege de todo ante las más duras batallas de la vida. Eran tiempos de trabajo, unión familiar, de sentarse a la mesa y dar gracias a Dios por los alimentos; de despertar y dar gracias por otro día de oportunidad; de dar el saludo al vecino, al amigo, a quien encontraba uno en el camino; del respeto a los mayores, a las mujeres y niños. Así vivieron Bravonel y sus hermanos y muchos de sus amigos y familia.

Allí iban Bravonel y su hermano, vestidos de igual manera, solamente diferenciados por el color de su chamarra de dos vistas, por las calles del barrio rumbo al mercado a vender, los domingos a misa muy temprano.

El que esto escribe no recuerda quien les regaló las chamarras, que les fueron de mucha utilidad por varios años hasta que la manga dejó descubierta la muñeca de Bravonel. Todavía, muchos años más tarde, se emocionaba cuando su mamá descosía la costura de las almohadas para lavarlas y salían de sus entrañas las chamarras, los gorros de estambre, viejas servilletas y camisas –dos de cada color de una tela llamada «cabeza de indio»– con aroma a recuerdo, a infancia, a pasado.

El invierno poco a poco convierte en borregos las nubes; vientos del sur anuncian que está próximo y que habrá noches frías calentadas con café, chocolate, atole y champurrado; que habrá amaneceres fríos con vapor y rocío mañanero cubriendo el follaje del jardín y camas con cobertores.

Algún niño subirá hasta su cogote el cierre de su chamarra de dos vistas con cuello de lana y se encaminará a ensuciar sus zapatos por unas calles extrañas en donde «el rocío mañanero sobre la vegetación todavía verde y húmeda por la temporada de lluvias que se aleja; las lagunas temporales que van cambiando su color a intenso verde, pronosticando el nacimiento de nueva fauna silvestre; la llegada de bandadas de patos pipichines y demás especies de aves que van poco a poco transformando el paisaje, poblándolo de mariposas amarillas«.

Irá abrigado por aquella chamarra, la de dos vistas.

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