Caminando por las Calles
Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
Estoy parado en la clásica esquina de “La Piña”. Algunas personas se detienen y comentan.
Los colegiales dan la nota en los grupos imprevistos que se han formado. Son las diez y minutos de la mañana.
-¿Qué es lo que ha sucedido?
El que pregunta es un señor acomodado del rumbo. Y una señora se apresura a informarle.
-Un automóvil que mató a un perro.
-¡Caramba, tan pequeña causa les preocupa!
Como me conoce, trata de sonreír al verme y quiere compensar las cosas diciéndome:
-¡Estas gentes sencillas…!
Sigue su camino. Va envuelto en las espirales del humo de su tabaco. Yo continúo escuchando. El perro, propiamente, fue asesinado. El señor que venía en el automóvil tenía mucha prisa. A los señores que van en automóvil los apremia siempre el tiempo. Para eso ocupan máquina. De otro modo no se explica. Y, naturalmente, como la vida de un perro no vale nada, el auto lo mató. ¡La calle no es para los perros! ¿No es verdad, señores enfatuados de la tierra?
Pero lo que más me entristece es que, según me dicen, en esos momentos pasó un agente de la autoridad y vio la cosa como quien oye llover, según el clásico refrán.
Estamos en el tiempo en que la burla se hunde, como un colmillo, en la carne luminosa de la piedad. Muchos han tomado monstruosamente el concepto de que el hombre es el rey de la naturaleza. El siglo que vivimos tergiversa el sentido de ser hombre. Ante una conmiseración ante una bestia, abundan los que, equivocando el nervio varonil, dirían con Vargas Vila: “¡Exclamaciones de caracteres débiles!”, pero así estamos ahora. Y no es la primera vez que trato del respeto que se merecen los animales.
En nuestro medio ya repugna el abandono con que miramos la cuestión. Hay bestias que pasan soportando pesos inverosímiles. Nuestra policía debe ser instruida convenientemente para ejercer esa función humana que le exige el sentimiento de la ciudad. Parece un despropósito, en las movedizas horas que vivimos, hablar de seres inferiores y reclamar para ellos esa parte de derecho a que nos obliga nuestra condición de especie. A falta de una sociedad protectora de animales, es a nuestros agentes del orden público a quienes toca actuar. Ese automovilista que, pudiendo evitarlo, con desplante que escupe la civilización de la ciudad, pasó las ruedas de su carro, impunemente, sobre un perro indefenso, debe estar en la cárcel. Si no existen leyes sobre la materia, hay que crearlas. No se trata de franciscanismos, de hipocondrías, de histerismos morales, sino de esenciales dictados de armonía natural.
Bien es cierto que hay muchas cosas que necesitan ser reparadas en el hombre, en el niño, antes que en los animales, porque afectan preferentemente la base y el funcionamiento de la sociedad; pero si yo, en la medida de mis fuerzas y con vehemente sinceridad, cada vez que he podido he roto lanzas y embrazado adargas por los derechos de la humanidad, debo acoger en mis impresionismos este motivo con que tropiezo desagradablemente al llegar a una esquina.
Hay parvadas de muchachos que saliendo del colegio van a los parques a matar pájaros por gusto, mediante los fulminantes y sencillos tirahules. Los padres sencillos, lelos, incipientes tornan estos actos de sus hijos como precocidades honrosas. Yo mismo he sido testigo de un diálogo que no necesita comentario. Cierta vez encontré a dos niños que iban a matar pájaros por competir en puntería. Uno de ellos, de escasos ocho años, al principio de la cruel práctica impresionado por la alegría con que el ave –su futura víctima- cantaba en una rama, dijo con sensible timbre de voz:
-Para qué voy a darle… ¡Pobre!
-¡Qué pobre! ¡No eres hombre!
Y, al responder, el compañero hizo salir la piedra silbante del hule cómplice, que fue a dar en plena cabeza del pájaro que rodó, ensangrentado, con las alas abiertas y los ojos temblorosos por la fuga del resplandor del paisaje.
La impiedad tiene su incubación. El niño que torturó animales y no aprendió a sentir conmiseración por ellos, al llegar a hombre sonríe con desprecio y con pretendido aire de superioridad al oír que alguien se duela de los animales. Por eso este perro asesinado en medio de la calle, por un automovilista sin conciencia, es a la vez que víctima, demostración de que no hay que preocuparse por ciertas cosas, y que, como la calle no es para los perros, bien se les puede descuartizar inhumanamente, porque esas cosas no se castigan.
Mérida, Yucatán.
Diario del Sureste. Mérida, 1 de agosto de 1935, pp. 3, 6.