XXIII
Continuación…
Qué amaneceres, señores… Nuestra pocilga era una verdadera cámara de refrigeración con puñaladas de aire que traspasaban nuestras cobijas, se incrustaban en nuestras carnes y salían sin prisa, para dejar entrar a las siguientes. Tristeza, hambre, frío, polvo y olor a desgracia.
El hermano de René pasaba a veces a dejarnos algunas tortas que dividíamos y guardábamos los restos para la noche, por aquello de que no hubiera nada que comer. En verdad, queríamos trabajar en lo que sea, pero ¡Dios mío! si no teníamos ni fuerzas para movernos en busca de “chamba”. Los pocos pesos que ganaba yo haciendo algún trabajito en un mercado cerca de ahí, los convertía en algo de comida.
Pero todo tiene su fin y al fin llegó el fin. René se fue con su hermano y yo con un amigo que casualmente encontré y me invitó a vivir en un lugar que podría proporcionarme en su casa. Cualquier cosa era mejor que seguir con mi interminable sufrir.
No sé si la Providencia o mi mala suerte puso a este amigo en mi sendero, pues casualmente ese día había decidido empezar a practicar la mendicidad. Creo que a estas fechas ya estaría millonario, pues bien sabido es que los que viven de la caridad pública no carecen de nada. Lo único que se necesita para encausarse en el camino de la limosna es tener una apariencia deprimente, triste, desesperada y abatida, y una vestimenta haraposa y sucia, tal vez como yo estaba, pues durante ese tiempo que vivimos en la covacha que ya les he descrito, nuestro único patrimonio, además de la maleta derruida y un par de cobijas más vetustas que la maleta, era una lata donde calentábamos un poco de café para moderar en algo el intenso frío de nuestros cuerpos, aunque el frío del alma no lo eliminábamos con nada.
Este buen amigo que conocí en el mercado compraba junto con su padre todas las frutas y legumbres que les sobraban a los puesteros. Ellos a su vez la vendían por otros lados. Lo vi tratando de echarse al hombro un inmenso cajón de remolachas. Lo ayudé con su carga y se inició la plática que me habría de llevar hasta su casa. “Hoy no vino mi papá, que es el que mueve los bultos pesados,” me dijo. “Si me ayudas a llenar mi camión te ganas unos pesos.” Bien, le contesté y desvié de mi mente la idea de entrar en el magnífico negocio de la indigencia. Mala suerte.
Mientras llenábamos su camioncito frutero, me conversó que el padre había amanecido con una “cruda” muy rebelde y estaba en su casa curándosela.
Tenía varios hermanitos y hermanas y, en su casa siempre había cupo para los que llamaran a su puerta. AH, ME CUENTA QUE LE GUSTA TOCAR LA GUITARRA, Y QUE TODAS LAS NOCHES SE REÚNEN LOS DEL BARRIO A CANTURREAR… Entonces me paso a vivir con ustedes, le digo; solamente que yo no tengo ni guitarra, ni dinero, ni nada, solo tengo una pobreza que no me suelta. Vamos, vamos, ya verás que formaremos un buen conjunto con los otros guitarristas, además en casa sobra la comida. Pues que me voy a instalar con este nuevo amigo a su hogar. ¿Su casa? Un cuarto donde se come, se duerme, se conversa y se hace de todo. El padre: un tomador de pulque de CAMPEONATO. La madre y los hermanos se pasan todo el día en la parte de al lado, separando las verduras y frutas buenas de las malas para repartirlas en donde ellos las venden.
Al presentarme a su papá este amigo, antes de darme la mano me extendió el viejo una inmensa jarra de pulque. ¡Va pa’ dentro! “Hay más,” me dice, “pasa a la ‘bodega’ y toma y come lo que quieras.”
Con el hambre que venía yo arrastrando meses atrás, y el estímulo del pulque, me “remojé” entre ese mar de vegetales y me harté de verduras y unas muy sabrosas tortillas con frijoles que preparaba la mamá de este amigo. (Omito nombres y apellidos, así como sus costumbres, pero no callaré que les estoy eternamente agradecido). La primera noche tomé pulque hasta quedar “perro” o “burro”; no sé a qué hora me dormí. Al otro día conseguimos unas guitarras y a ensayar con todos los cuates de este amigo. Enseguida me di cuenta que él solamente tenía habilidad para comprar frutas y legumbres, carecía de sensibilidad para la música. Así las cosas, y entre practicar y acompañarlo a los mercados a comprar sus frutas, pasé mañanas, tardes y noches tomando pulque con su padre y cantando serenatas a todas las novias de los amigos del amigo. El barrio era (sigue siendo) tenebroso. Por él deambulaban verdaderos asesinos y mariguanos, matones de verdad, pero que nunca nos “echaban brava” porque eran todos muy unidos y solamente se las “rifaban” con los de otras colonias cuando enamoraban a sus “loves” como ellos les llamaban a sus novias.
Una noche de trova, canto y pulque y puñales al cinto, conocí a José Loera, un muchacho que apareció con una voz de timbre poderosa y brillante. De inmediato coincidimos en formar un trío, aprovechando que él tenía un conocido que hacía buena segunda voz. Vivía por el zócalo. Me quedaba muy lejos su casa, pero como por esas fechas mi padre comenzó a trabajar en el hotel Canadá, me instalé en su cuarto. Ah, qué cambio. Agua fría y caliente a cualquier hora y cama suave. Me despedí de mis amigos de aquel barrio, me despedí de mis “novias” y de mis pendencieros amigos. Casi llegué a sentirme parte de esos mercados y de esas gentes broncas con quienes trabajaba, cantaba y destilaba horas de amistad y canciones.
Una vez posesionado del cuarto de mi padre, y definitivamente desligado de mis verduleros y fruteros, pero humanos y buenos camaradas, me dediqué a formar con todo el calor de mi alma el trío que nos habíamos propuesto a integrar. Nuevamente los braceros… Ay Dios mío, sigo ligado a los braceros, pues gran cantidad de progreseños se reúnen en el Hotel Canadá para formar grupos que han de seguir a los EE. UU., pues ya en mi querido puerto de Progreso se han cerrado muchas fuentes de trabajo. El muelle nuevo, grande y pendejo no sirvió para una… Nada como ya antes dije.
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Para esas fechas, una noche como a las once, cuando regresaba de un ensayo, casi al llegar al hotel, junto a mí se paró un hombre como petrificado, y delante de él un fulano que lo andaba siguiendo (según supe después por la prensa). Sacó su cuarenta y cinco el fulano y lo acribilló con tres onzas de plomo. No sé cuánto tiempo pasé asustado e inmóvil viendo el cadáver; solamente sentí que entre la gente que se reunió al lado del muerto, unos brazos me levantaron y casi a rastras me metieron al hotel. Era mi padre. Esa noche me tomé una botella de tequila y no logré el menor efecto. Susto grande. Líos por dinero. Muerte por $$$. Impresión imborrable y una guitarra perdida. Días después de eso mi padre hubo de salir a trabajar a un hotel de provincia y yo me instalé en una casa de huéspedes. Conseguimos un programa a las 5 de la mañana en la radio XEW y una “lira” en abonos para mí. Ermenegildo Cruz, oaxaqueño, era la segunda voz. Otra vez en la radio, pero de madrugada. Era toda una verdadera calamidad, pues había que esperar que amanezca para pasar un programa de dos canciones. Cantábamos enseguida de “Los 3 Caballeros”. Ya este gran trío comenzaba a “sonar” bonito. Ahí conocí a Roberto Cantoral.
Como yo también tenía mis canciones (ya me sentía compositor), pues cantábamos mis disque inspiraciones. El trío se llamaba “Los Guadalupanos”. Le habíamos puesto este nombre pensado en que la Virgen nos ayudaría, pero francamente la Virgen Santa tiene tanto que atender con los verdaderos pecadores, que apenas y tenía tiempo para ver por nosotros, así que llegamos a la conclusión de que deberíamos ver donde trabajar toda la noche para que pudiéramos contar con la ayuda de la Virgen.
Mis compañeros decidieron que mejor nos viéramos a las cuatro de la mañana en la W, y tras un rato de ensayo entráramos al programa.
Ah, qué caray, yo no me voy a pasar la noche en mi cuarto esperando que amanezca para ir a cantar dos canciones, así es que mejor cargo mi guitarra y, mientras llega la hora del programa, me paseo por las cantinas, garitos, piqueras o como se les quiera llamar, que abundan por ahí, y me gano unos pesos “taloneando” (así les dicen a los trovadores) en las mesas. Trabajando noches enteras, tomando café mientras todos tomaban de todo, menos café.
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El primer día (o sea de noche) no me va tan mal. A las demás noches, ya tengo compañeros que nos unimos para “talonear” y así comienzo a cantarle a borrachos, toreros, fracasados, artistas con ilusiones frustradas, políticos sin hueso, hampones y rateros y toda clase de gente que se “acantina” en las cantinas. También topábamos muchas veces con los románticos a quienes les gusta echar llanto y recordar sus amores. Esos sí que me gustan, no dan tanta lata pidiendo que se le canten corridos para que les sangre el corazón… y darse valor para luego asestarle una puñalada a su traidora “querida”.
Canciones yucatecas para los soñadores, corridos para los “machos”, guarachas para los borrachitos divertidos que quieren bailar, y hasta nuestro amigo “Pepe” el cantinero tiene su canción favorita, “Adiós mi Chaparrita”. Es la más placentera obligación cantársela cuando nos lo indica, pues es un síntoma de que ya está medio “cruzado” (también tiene su corazoncito y se “echa” una que otra con los clientes de la barra) y algo le revolotea en la mente. Este “Pepe” se ha vuelto muy amigo mío y, cuando cierra o termina su turno, muchas veces me invitar a llevarle “gallo” a una “gorda” que lo trae loco. A veces nos abre la puerta esta güera, otras veces (las más) se dicen algunas palabrotas, lo regaña y nos vamos a tomar un café, mientras él se va a su casa y yo a mi programa.
Coki Navarro
Continuará la próxima semana…