XX
Continuación…
Al menos ya mi cuerpo tiene fuerzas para aunque sea quejarse, pues en cada respiración tengo que gritar de dolor. Cada vez que mis pulmones dejan pasar el poco aire que puede penetrar en ellos, se me clavan cien puñales en la parte izquierda de mi humanidad. Me duele el cuerpo, pero ahora siento más fuego en los oídos … más en el derecho.
Noches interminables… días interminables. Ni las horas ni las noches tienen prisa… pasan a mi lado y casi las puedo tocar.
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Dicen que ya estoy comiendo algo y que también acepto líquidos. Dicen porque, lo que es yo, no digo ni oigo ni madre de nada. Siguen las agujas penetrando en mis flácidas carnes. Ya no hay lugar que no haya probado un aguijonazo. Estoy totalmente “picoteado”: Sueño con piscinas llenas de agua y pedazos de hielo. Veo cervezas girando a mi alrededor. Cascadas de agua fresca que caen junto a mí y yo no puedo disfrutar de nada, pues me veo atado a un árbol en donde hay candela danzando a mi alrededor.
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Me dicen que en Progreso corrió la noticia de que me morí. Yo oigo y apenas abro los ojos para darles a entender que vivo todavía, aunque a decir verdad sigo sin saber dónde estoy y qué es de mí.
Gravísima enfermedad que hasta hoy me recuerda que soy un mísero mortal. Me enseñó también a conocer a los amigos. A los verdaderos amigos, pues acudían (los amigos) a brindarme su aportación económica y espiritual que tanto necesitaba. Los otros, los que no saben el significado de AMIGO, no los volví a ver hasta meses después que regresé y, como si vieran a un resucitado, se sorprendían y luego me agobiaban con sus argumentos y disculpas por no haber podido acudir a visitarme cuando mi enfermedad. Ya para esas fechas tenía tanto “callo” que solamente me limitaba a decirles que no se preocuparan, pues no tenía ninguna importancia. ¿Qué más se les puede contestar a estas gentes?
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Al fin, hoy me sentaron y pude ver con claridad el rostro demacrado de mi madre. Una leve sonrisa de agradecimiento a Dios se dibujaba en esa faz maternal. Una duda en los corazones, pues aún no estaba fuera de peligro. Pasaron varios días más y al fin pude comer sentado y medio conversar con mis visitas. Poco a poco la naturaleza joven se defiende, junto con la medicina y los ruegos de mi santísima madre, de esa adversidad llamada Pleuresía.
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Hoy me bañaron y enseguida me subió la calentura. El doctor dice que es natural. Fiebre y delirio nuevamente, pero al otro día otra vez 38½ de temperatura; la normal para un convaleciente de estos males.
Me avisa mi madre que entre dos días me llevarán en avión a Mérida. Acuden otra vez a mi mente miles de endemoniados pensamientos. ¿A Mérida…? Seguro que me llevan a enterrar, porque ya el médico les aconsejó que es mejor que me manden vivo y que ahí se haga cargo de mí la muerte que tantos días y tantas horas tiene rondando mi lecho en espera de que pague mi obligado tributo.
Me cargan, me suben a una camioneta, y al aeropuerto. Viajaré solo, pues mi madre se regresa en barco. DIOS… DIOS… QUÉ JODIDO ESTABA MI MUNDO ECONÓMICO DE ESA FECHA. Mi madre se regresará en barco. Heroísmo puro y santo.
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Llego a Mérida después de volar como tres horas y bajar quién sabe dónde, pero me pareció que dos veces tocamos tierra antes de llegar a mi linda Ciudad Blanca. (Oh, Mérida, ¿qué te han hecho tus habitantes?… Cuánta suciedad hay ahora en tu rostro).
Me despierta una chica linda (la azafata) y mi hermano Alfredo (Pito Loco) me ayuda a descender del Rey de los aviones hasta hoy: el DC-3.
Inmediatamente al consultorio del Doctor Amílcar Novelo Rosado. Enseguida me pasan y me paran para revisarme los pulmones a través de la fluoroscopía. Don Amílcar, hombre serio, en un desplante animoso y paternal me dice que mi salvación será si me gusta tomar cerveza pues acompañada de abundante comida, cuatro o cinco veces al día serán, junto con la medicación, la milagrosa solución a mi mal. ¡Claro que me gusta! A Progreso y enseguida a dormir y delirar nuevamente. Mucha comida, caldo de pescado, carne y todo el alimento que pueda asimilar. Cada vez que como y tomo mi cerveza me siento aliviado. Comienzan a llegar mis amigos que tratan de alegrarme la vida… la poca vida que poseo. No puedo ni siquiera saludarlos a todos, pues mi debilidad es extrema todavía. Van pasando los días y al fin veo nuevamente junto a mí a mi adorada madre que ha llegado de Veracruz. Su presencia me reconforta… Su rostro indica sus desvelos, su abnegación.
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Mi convalecencia fue penosa, muy penosa. Tres meses de pedir al cielo toda la salud que había brindado en mis correrías. Al asistir a Mérida a una de las consultas, me anuncia el Doctor Novelo que he reaccionado satisfactoriamente al tratamiento y si lo deseo puedo caminar un poco para ir (de mañana) al parque o alguna visita no lejos de la casa. De inmediato que lo saben mis amigos me van a buscar en una camioneta y me sacan a dar un paseo por mi amado puerto de Progreso. Todo me parece lindo y extraño. Sus gentes como desconocidos, sus calles, las calles que tantas veces recorrí empujando una carretilla de basura o tocando de puerta en puerta vendiendo un número para la rifa de una hamaca… esas calles que eran parte de mi existencia, ahora me parecían ajenas.
Quiero confesarles que por la extrema delgadez de mi rostro era muy poca la gente que me reconocía. Confieso también que sentía una horrorosa amargura, pues el espejo no miente y en él cuando me acercaba se retrataba un cadáver. Pero los días fueron pasando y entre una tarde con calentura y otra sin ella, me fue reintegrando a la vida normal. GRACIAS, AMIGOS, POR TANTAS BONDADES QUE ME PRODIGARON.
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Me anuncia el doctor de que ya no hay necesidad de volver, pues me encuentra restablecido. Ahora a tratarse de los oídos, pues han sido lesionados más por la Terramicina y otros antibióticos que por la fiebre. Un consejo: durante muchos meses o algunos años no he de hacer trabajos rudos y tendré que cuidarme para toda la vida de los resfriados, habré de alimentarme bien y se acabaron para siempre los baños de mar que duren más de quince minutos. El mal ha sido derrotado. Pero es seguro que está escondido en espera de una imprudencia. Así, casi sin darme cuenta, me veo en la sala de mi casa tocando mi guitarra, o tratando de tocarla, pues habían mis dedos olvidado cómo se camina en el diapasón. A ensayar todo el día para recobrar la agilidad. Un grupo de amigas de mi madre (se me olvidaba anotarlo) estuvieron ayudando en algo para mi curación. Buenas gentes estas mis paisanas. Para ellas va mi eterno agradecimiento. Conste que al principio de mi relato dejé asentado que me perdonaran si omitía algún nombre de quienes me ayudaron en una u otra forma, pues esta omisión es a todas luces INVOLUNTARIA.
Coki Navarro
Continuará la próxima semana…