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La Aventura Musical de Coki Navarro – III

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III

Continuación…

Comenzaré mi niñez, aunque de ella no sabía si era un niño o una frágil avecilla que volaba sin alas. Puedo situarme (después de saltar algunos años que se pasan como cualquier niño pobre) entre los años 1947 al 50. Con 12, 13 o 15 años, repitiendo el quinto de primaria, trabajando de mañana y estudiando de tarde con las más bajas calificaciones del salón. Un estómago a medio llenar pero capaz de triturar cualquier cantidad de frutas verdes. Flacucho y remendado, pero muy limpio, (al menos los primeros quince minutos después del baño). Cuaderno arrollado y un pedazo de lápiz sin punta eran los compañeros para mis tareas escolares. Porteño, nacido en Progreso, Yucateco, México. Amigo de todos los “miles” de compañeros de correrías infantiles. “Chambeador” de lo que saliera. Limpiar un patio me llevaba cuando más una hora. Hacer un mandado: un minuto. Cargar una bolsa y dos maletas juntas de un viajero me costaba, eso sí, un gran esfuerzo, pero ganaba mis “quintos” y en esa época veinte centavos hacían millonario a cualquiera de mi edad y mi condición. Muchas veces hasta me invitaban a comer en las casas donde limpiaba los patios… Pero… EN LA COCINA. Cómo vienen a mi memoria tantas imágenes de varias “gentes” que, después de explotar mi inocente inexperiencia y mi trabajo, veía entrar a misa para sangrarse la frente y el pecho. Gentes con disfraz de buenos. Cómo me duelen mis pensamientos. Dios mío, ¿por qué permites que tus hijos niños sean defraudados? ¿Por qué permites que tus rezadores de encallecidas rodillas se engañen tratando de engañarte? ¡Conste que tú sabes de quiénes se trata!

Soy niño que quiere ir al cine y se queda solo, parado en la puerta, mientras todos los niños del mundo están dentro de la sala. Me voy al carrusel y me dejan dar dos vueltas gratis después de acarrear doscientas cubetas de agua. Dos grandes tambores tengo que llenar de agua para dar dos vueltas. Ah, y el agua está a ciento cincuenta metros de distancia. Perro mundo de gentes de conciencia negra.

Tengo un elegante par de zapatos con dos hermosos agujeros en las plantillas. Ni pensar en usarlos diario, ya casi son más grandes los agujeros que los zapatos.

Tengo grabado fielmente en mi memoria cuando me tocaba dar la lección y yo prefería no pasar a la pizarra porque me sudaban los pies y era motivo de burla de mis compañeros, pues mis huellas quedaban marcadas en el rojizo ladrillo donde me petrificaba de miedo. Sentía vergüenza, pero a esa edad no sabía lo que era tristeza, pues no iba al cine a veces, ni tenía para comprar boletos para el carrusel, ni tenía noviecita, ni viajaba los fines de semana con mis papás a comprar ropa a Mérida pero, eso sí, me divertía de lo lindo pescando en el mar o ejecutando los más escalofriantes clavados en los muelles junto con mis cuates. Nadaba en la ría, remojado hasta la cintura entre los manglares, y me pasaba toda una mañana desde las cinco hasta las doce en el monte pescando pájaros que después convertía en monedas de a diez centavos. ¿Sería pecado lo que hacía para lograr entrar al cine?

Mi amigo Jorge Vargas “El Chocho” (vienen los apodos) repartía coca colas en un camioncito que cargábamos y descargábamos como veinte veces al día, cuando me animaba a acompañarlo. Bajábamos y subíamos más de 300 cajas de refrescos. Ay, mi Dios, ahora apenas puedo levantar mi dignidad. Otros amigos míos eran “El Coconito”, un moreno con alma de santo (me refiero a un verdadero santo) y el “Güero”, también con su cargamento de niñez, el “Tumbaíto” y muchos más.

Anzuelos y cordel y a nadar hasta la boya que estaba distante de la playa, mar adentro, más de doscientos metros y que importara pues a esa edad, mía y de ellos, se puede cruzar un océano. Otra vez te imploro, Señor, pues ahora no puedo salvar nadando la pequeña alberca que tengo en casa. Junto con mis dos amigos dividía los pescados, un helado o una mentada de madre, y todos los golpes que se nos vinieran encima de los demás “chavos”. Me veo algunos domingos en la matiné. A veces no hay para el boleto, pero puedo ver por las rendijas un pedazo de la pantalla. También espero que abran las puertas del cine para ver la palabra “FIN”. Ni modo. Así pasan mis hermosos años. Llega un mes de junio y con él los exámenes. Casi todos van al 6º año pero yo me afianzo en el 5º. Qué me importa, pues al fin que no sé ni lo que pasa en mi vida. No entiendo nada de nada. Voy a la ría a pasear en canoa y a nadar durante largas jornadas mientras mis “tontos” compañeros estudian y pierden el tiempo en sus exámenes… IRONÍA… IRONÍA. ¡Qué poco se sabe de la vida cuando se es niño! Cuánto tiempo perdí y que hasta hoy trato de recuperar ilustrándome, leyendo y escribiendo gracias a mis insomnios. ¡Qué difícil es avanzar contra la corriente, hermanos míos!

Mis amigos que más quiero han pasado a formar lista en el sexto año y comienzo a perderlos. Unos se van a Mérida y ahora solamente los puedo ver los domingos. El “Coconito” me da prestados sus zapatos para que lo acompañe al cine (además me paga la entrada) a ver a unas lindas porteñas que nunca “nos hicieron caso”. Mi otro amigo, el “Güero” con alma blanca, ya está trabajando en el muelle y me obsequia una camisa floreada que a su vez le regaló un marino noruego. Me queda muy grande esta camisa, pero yo le quedo a ella muy a la medida. Aunque trabajo ayudando a mi hermano en el mercado en su mesa donde vende carne, lo que me “agencio” apenas me alcanza para unos minutos, pues tratamos de que toda la poca utilidad de nuestro esfuerzo vaya a la casa en ayuda de mi abnegada madrecita. Siempre tengo las bolsas vacías.

Por favor, amigo lector, quiero dejar sentado que estoy escribiendo, como advertí al principio, exactamente lo que se va revelando en mi mente. Pongo en tu imaginación la secuela de sucedidos que pudieron haber pasado en mi diario vivir, entre calenturas de insolación y fantasías de niño.

Vuelvo al colegio y estudio de tarde pues tengo (como ya lo dije) que trabajar toda la mañana, y de verdad que desempeño un trabajo que agota hasta a Superman, pues ayudo a repartir la carne cuando llega en la carreta (antes se transportaba del rastro al mercado en una carreta), y además he de moler treinta o cincuenta kilos de carne en un molino donde mi necesidad es lo único más fuerte que la manivela que durante horas y horas he de mover. Mis clases de tarde son casi en su totalidad de descanso para mí, pues me toca siempre el último mesabanco donde duermo plácidamente. Mientras mis condiscípulos aprenden, yo sueño con un paraíso inexistente, pero muy mío. Eso sí, cuando no había clase, me pasaba la tarde pescando en cualquiera de los muelles y… NO ME DABA SUEÑO.

Cómo recuerdo esas horas en que sacábamos caracoles a diez metros de la playa. Cientos de ellos. Ahora hay que ir frente a la isla de Cuba para encontrarlos. Qué ricas botanas preparábamos con esos caracoles. Después de una buena comida con abundante cerveza, me salía a caminar por la playa exhibiendo mi esquelético cuerpo. ¿Mi calzonera?… Ah, pues un pedazo de tela destintada. Siguen pasando los días y los meses y ya el “Coconito” “gana bien”, pues junto con su primo es socio de una tienda que han llamado desde tiempo inmemorial EL ZEPPELIN y yo sigo con mi insensible pero palpitante pobreza. Lo invito a La Boya a pescar, pero él prefiere quedarse un rato en un balneario. Me acompaña un amigo de los “millones” que reunimos en el malecón y nos lanzamos a nadar. Llegamos y después de mil trabajos logramos subir a ella. A divertirnos pescando, echándonos un buen trago de ron para que no nos resfriáramos (SEÑORES… YA TOMO MIS COPITAS DE RON). Pescamos jureles, rubias, meros, bagres y un cazón enorme y ya son las 11 de la mañana y debemos regresar, pero AY MAMÁ… debajo de la boya ya está reposando un enorme tiburón. A temblar y a vernos las caras de pendejos… ¿Pueden ustedes imaginarme con esa cara que califico de pendejo porque no encuentro otra?… ¡Qué magnífica situación para descomponerse el estómago! Ya son las 12 o más del día, pues hemos perdido la noción del tiempo. El mar comienza a “picarse” pero el asesino sigue esperando debajo de nosotros. De vez en cuando se pasea, pero no se aleja de la boya. Ya son sepa Dios qué hora, la botella de ron está vacía y los pescados tiesos, como nuestras esperanzas de salir con vida. El sol declina y no se ve ya al infame visitante. Al mar, a nadar rápido, pues no íbamos a quedarnos a vivir en La Boya. Ojalá no se le ocurra estarnos esperando allá abajo la sombra gris con aletas de cuchillo y dientes de puñal. Ya casi llegamos a la orilla, rápido, rápido. Al fin en tierra firme, con un susto tan grande como el escualo que nos lo ocasionó. Juramento de no contar a nadie este episodio, pues íbamos a ser la burla eterna de nuestros amigos. Hoy ya puedo romper el juramento. Fue en un mes de agosto.

Al otro día a “nuestro” balneario (decimos nuestro, aunque es de Pancho “Escobas” porque desde las once de la mañana hasta el anochecer estábamos ahí). En esa época conocimos a Don Pepe Rodríguez, un gran señor con una puntiaguda piocha y una filosa simpatía que nos obsequiaba en sus floridos y bien contados chistes. Qué triunfales medios días nos pasábamos con Don Pepe. Qué alegre carácter. Un gran personaje que nos “disparaba” toda la cerveza que pudiéramos destilar (Y DE VERDAD QUE ERAN CANTIDADES DE INDUSTRIA). Cuántos consejos y sorpresas había en la sabia conversación de Don Pepe. Cómo nos divertíamos con él. ¡CARAJO… qué bien la pasábamos! No sabíamos lo que sucedía fuera de nuestro pequeño mundo. ¡Qué íbamos a pensar en la guerra!… A nuestra edad y en esos trances no teníamos idea de que existieran semejantes chingaderas como esas que ahora tienen asustando al mundo entero… Guerra, producto del “hombre” idiota… bestia.

En las noches de temporada… pues a enamorar a las meridanas. Nunca “ligamos con nadie”. Pasaban en sus coches tan rápido que apenas si podíamos ver sus lindas caras de ángeles pero, eso sí, nuestras porteñas siguen siendo guapas como las mejores del mundo… y ahora sí puedo decir que conozco mujeres lindas.

Flores y canciones en el malecón. Oh progreseños de ese tiempo, cómo quisiéramos que vuelvan esos días, pero qué digo, ¿volver esos días? NUNCA MÁS.

Ya tengo una “chamba” nueva. Me contrató un señor de apellido Aranda para que atienda una mesa de rifas en el parque. Aprendo a entregar lápices como premio en vez del perfume correspondiente….

¿Cómo lo hago?… No tiene caso desenmascarar el inocente truco, sólo sé que lo aprendí.

Vendo también de casa en casa números para sorteos de hamacas. Un peso tres números y cinco centavos de comisión para mí por cada número que vendo. De cada cien puertas que toco, me abren diez y en las noventa restantes me mandan lo más lejos que se puede mandar a quien interrumpe la siesta para ofrecer un número para la rifa de una hamaca. El señor me espera en las esquinas. No me suelta. Tomamos un refresco cada veinte cuadras que caminamos. Cuánta energía había en mi cuerpo.

Otra “chamba” ya conseguí: voy a barrer y limpiar un colegio de niños que provisionalmente está instalado en el Casino de Progreso. ¿Qué me va a durar barrer y sacudir todo el casino? Además son treinta centavos diarios para mí solo. El primer día que debo iniciar mi trabajo sufro una inmensa cortada que casi me desprende un dedo del pie derecho. Un paso, una barrida y un manchón de sangre en los mosaicos del casino. Más vendajes y a duras penas a terminar el trabajo de ese día. Al otro día me ayuda mi amigo el “Güero” y a los cinco días ya podía solo con toda la limpieza y me iba después con todos mis amigos a la ciénaga de Progreso a remojar mi herida entre lodo y basura, latas y vidrios, palos, astillas y piedras filosas como guillotinas. AL DEMONIO CON LOS FAQUIRES… los reto a que caminen un kilómetro entre los basureros y los lodazales como yo lo hacía en mi niñez.

Coki Navarro

Continuará la próxima semana…

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