Letras
XL
El profesor Felipe Durón Robles, caballero a quien seguramente todos en Nuevo Laredo evocamos con profundo respeto, solía aderezar sus conversaciones con algunas frases en latín. Uno de sus tópicos favoritos, atribuido a Tito Livio, era: amicitias inmortales, mortales inimicitias debere esse (las amistades deben ser eternas y las enemistades pasajeras).
Por asociación recordé que en el entrepaño más alto de la biblioteca de mi esposo (porque yo tengo la propia) reposaba un libro titulado Laelius o De Amicita escrito por Marco Tulio Cicerón en el año cuarenta y cuatro antes de Jesucristo, cuando el pensador disfrutaba la lucidez de sus sesenta y dos años: “Entre las amistades hay que elegir a las firmes, estables y constantes. Hay también cierta desventura a veces necesaria en tener que deshacer una amistad, pero nada es más vergonzoso que hacer guerra a aquel con quien se vivió amistosamente y, por tanto, hay que evitar que las amistades se conviertan en enemistades de las cuales nacen querellas, injurias y ultrajes…” son algunas de las máximas vertidas en sus inmortales Diálogos sobre la vejez y la amistad.
Casi junto a aquel tomo se encontraba La Ilíada, que igualmente encumbra en un ara el valor de la amistad. En este clásico, Homero sentencia: “La verdadera amistad va más allá de la muerte.” De nuevo, por relación de imágenes, vino a mi mente la grandeza de sentimientos que me prodigó Raúl Maldonado Coello, injustamente fallecido en plenitud de ideas y de cuya pérdida jamás me repondré. En un sobre manila están guardados los numerosos artículos y editoriales que la prensa meridana dedicó por espacio de varias semanas a su sentida ausencia. Raúl fue editor de importantes colecciones literarias que impulsaron a autores locales en español y en maya, fundador de la Asociación de Libreros de Yucatán, músico de jazz y rock, Premio Nacional de Periodismo 2001, por programa cultural radiofónico; muchacho idealista y el mejor amigo del mundo.
Mi madre, en muestra de cariño, tuvo la atención de recortar todo ese material y, ya reunido, me lo envió en el sobre mencionado hace nueve años. En su momento, no tuve el valor de abrirlo; pasado más tiempo, durante una visita de Maritza Arrigunaga, que lo conoció tan bien, le pedí que juntas leyéramos todo lo que se escribió acerca de nuestro amigo. No olvido la marmórea blancura de las manos de Maritza acariciando el sobre y luego sus ojos cuajados de lágrimas. El instante fue muy doloroso, pero compartimos, como hemos hecho otras veces; depositamos el sobre en la mesita y mejor nos pusimos a recordar cuando Raúl y yo, en nuestros años periodísticos mozos, organizamos una revista llamada Dosis que él editaba y yo dirigía; cuando su esposa Rosalinda Espinosa fue mi compañerita en las girl scouts y, mucho más atrás, en la primera infancia, cuando los niños Morales Barbosa, Raúl y yo, hacíamos fila para montar por turnos la bicicleta de mi hermana Ofelia y dar una vuelta en el parque frente a la casa de mis padres.
(Probablemente el sobre manila resulte un símbolo ahora. He decidido no abrirlo nunca, pero también ha de conservarse en el sitio que elegí, debajo de la sección de artes plásticas en un librero de mi estudio).
Mi padre nos enseñó a aquilatar el peso de la relación amistosa por encima de la relación amorosa. Tal vez debido a esto haya cierta cautela en definir quiénes son amigos y quiénes conocidos cercanos. Las satisfacciones son suficientes y la mayoría añejas. Por eso, en la celebración del catorce de febrero pienso en la amistad sin obstáculos que me regaló Lucrecia Zamarripa Osorio, siendo apenas una niña. Cuando quiero sentirme respaldada en alguna causa sin tener la obligación de dar explicaciones previas, localizo a Lupita Gallareta y asocio mentalmente a nuestras compañeras del colegio, solidarias desde mil novecientos sesenta y uno. Y, cuando los dos Juan Leonardos, Mashenka y yo ejemplificamos al amigo incondicional por excelencia, en automático pronunciamos el nombre de Mucio Rodríguez Rodríguez.
No comparto la costumbre del intercambio de chocolatines y de tarjetas con corazoncitos en San Valentín. Prefiero, un día cualquiera, regalarle un cuento inédito de mi cosecha a Eduardo Drama, más hijo del alma que amigo, por la diferencia de edades; o, mientras hablo por teléfono en larga distancia con el poeta Roger Campos Munguía, si me nace le digo que lo adoro, aunque lo más seguro es que nunca lo registra porque es sumamente distraído, pero a él se le perdona todo; o bien, puedo llegar a marcar a Ana Georgina von Mayer, por tanto cariño que le tengo, fuera de fechas especiales que a ella no le importa se me olviden, pues su ánimo es superior a cualquier eventualidad.
Así concibo la amistad: espontánea y sin ataduras. Por favor, nadie se atreva a intentar hacerme pensar lo contrario.
Febrero de 2009
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…