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Josefina mira la calle desde el hábito de su vocación

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Imagen obtenida de Google

Juan José Caamal Canul

Josefina, joven impertérrita, mira el atardecer. Ve como el manto del viejo rey fenece y desciende, para mutar en mortaja de estrellas en la tumba del horizonte. Los árboles que rodean la casa le permiten atisbar instantáneamente ese dorado celestial, profundamente celestial.

El rostro de Josefina se asoma entre la timidez y la penumbra del cuarto de la abuela. Entre el retraimiento y el pudor que le reserva el postigo de madera entreabierto.

La abuela, sombra entre las sombras de la recámara vedada, habita el “cuarto”, que se “ventila” por las mañanas y otro rato por las tardes, poco antes de que la noche tome de la mano a la penumbra que se asila en la habitación, poco antes que el silencio profundo de la recámara inhale los ruidos de la noche.

-¡¡Josefina, cierra los postigos, no se vaya a meter un murciélago!!

–¡¡Josefina, ya está entrando la noche!!

–¡¡Josefina, baja la veladora al piso, no se vaya a quemar el mantel y la mesa de los santos!!

Josefina escucha y atisba la calle. Levanta la mirada y ve el atardecer en la colina de las nubes. Mira los picos de los árboles de fronda elevada donde aún chispea el incendio del ocaso.

Josefina solo será recordada por su rostro bello y bonachón enmarcado por el marco del postigo. Josefina ha decidido recluirse. No sale a la calle, optó por tomar el hábito y voto de su hogar. Solo será recordada por sus bellos ojos de niña pura y casta.

La madre entra al cuarto y observa a la muchacha. Se dirige al viejo ropero –estante– de madera oscura y negra pintura que se ha momificado en el mueble.

El olor de encierro y naftalina alcanza la nariz de Josefina. Mañana toca abrir el ropero para orear las ropas de la tatarabuela, la bisabuela, la abuela, sombras en las sombras concatenadas y eslabonadas en el tiempo y los recuerdos que huelen a naftalina. Ropajes de siglos en la noche.

Josefina observa detrás del postigo las piedras de la albarrada, gris albarrada quemada por los soles, las lluvias, el “sereno”. Piedras opacas de tanta intemperie, de tanta exposición a los elementos naturales; piedras a las que la cal viva –piedra deshidratada al fin y al cabo, piedras pintadas de piedras con cal diluida en agua– de cada año no ha llegado ni llegará. Piedras sin el tocado del enjalbegado de las fiestas anuales.

Pasan dos testas, una cubierta con sombrero de palma, otra envuelta por el rebozo. En sus espaldas llevan una carga de leña. La mujer un costal, una “pita”, conteniendo elote, macal y camote. Al pasar, sus cabezas y las cargas sobresalen por momentos de las toscas piedras. Envueltos en silencio, dejan atrás el silencio.

Josefina mira el profundo, el cundido, espeso, impenetrable muro de hojas y “gajos” de las matas de ramón que se elevan. Percibe el rumor de la cascada, caída líquida sobre las piedras. No precisa su origen, pero es siempre a esta hora.

Atrás escucha a la madre hablarle a la abuela otra vez de las vestimentas. Un diálogo bordado de coloridos recuerdos. Las indicaciones precisas para sacar la ropa al sol.

Josefina aguza el oído. Sabe que ese rumor comienza leve, se intensifica y apaga. Un rumor real, ficticio o fantástico, no sabe, pero le causa un agradable placer que penetra por sus oídos, avanza y se aloja en su ser.

Cierra los ojos en señal de agradecimiento. Imagina…

Mañana volverá. Es su secreto. Es su placer. Es suyo.

Alguna tarde ha creído ver un rostro entre el tupido follaje. Solo puede ser el viejo Timot. Viejo loco, ermitaño que habita el solar de enfrente.

Josefina cierra lentamente el postigo, toma del brazo y acompaña a su madre a preparar la cena. Ya en el corredor con techo de láminas, la madre le dice: “No me explico por qué vienes todas las tardes a pararte detrás de esa puerta. No me lo explico.”

Timoteo camina por las tardes su terreno, hace su caminata después de la siesta, habla con sus plantas, acaricia lascivamente sus frutos, esparce el agua del estanque, cambia mangueras. Mira el infinito. Se sujeta la camisa sin botones con un nudo y tensa el mecate que sujeta sus pantalones. Camina lentamente y se acerca a la albarrada. A través del follaje, mira el hermoso rostro de Josefina.

Timot, el viejo Timot se detiene a contemplar el juvenil semblante de la vecina. Una casa habitada desde siempre por mujeres bellas. Ha descubierto que Josefina se deleita con los sonidos de la naturaleza, los momentos de la tarde, la brisa de las seis.

Él, sin saberlo, contribuye en ese arpegio, en ese magistral aporte de la vida, con la melodía de su micción.

12 de marzo de 2024

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