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José Estilita y otros cuentos – VII

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VII

EL MAÑANA QUEDA LEJOS

Por Pedro Hernández Herrera

Hacía ya quince días que el quinto de los ocho hijos de Concho seguía con sus vómitos de “bilis”, tan abundantes que, después de que se presentaban, había que secar el suelo con grandes trapos.

Esa noche, como todas las anteriores, Plácida intentaba a toda costa que el niño tomara la infusión de hojas que le había preparado con “agua de sereno” y que curaba, según la anciana comadrona del paraje, cualquier “mal de barriga”, por fuerte que éste fuera.

–Mamá, no tengo ganas de tomar eso –balbuceó el niño con una voz apenas audible por lo débil–, lo que tengo es hambre, da…

No pudo terminar la frase; soltó una nueva bocanada amarillo-verdosa sobre la vieja y deshilachada hamaca en la que yacía. Con una mirada llena de impotencia por no poder remediar la enfermedad del pequeño Julián, la vieja –aunque nada más contaba 22 años, llevaba tres siglos de sufrimientos, privaciones y amarguras– procedió a limpiarle la hundida y demacrada faz. Sentía un nudo en la garganta que le impedía tragar y le ocasionaba un dolor intenso; un nudo que suplía los millones de lágrimas que nunca derramó. Las indias no lloran; sufren.

Mientras le limpiaba la carita al niño de apenas seis años, su limitado pensamiento se preguntaba qué razón podía existir para que tantas calamidades cayeran sobre su ya casi derrumbada choza. A los catorce años, cuando ni senos tenía todavía. Concho se la robó. Mejor dicho, Plácida se “juyó” con él. De todas maneras, no le podría ir peor que en su casa, donde comían si acaso tres o cuatro veces por semana, y el resto engañaban el hambre con infusiones de hoja de naranja. Por si fuera poco, días antes de que Concho se la llevara, la quiso forzar un tío suyo que se encontraba arrimado en la casa. Durante un tiempo, que ella no sabía, y al sentirse mujer creyó que al fin su suerte había cambiado. Además, comía todos los días, bueno, una sola vez al día, pero todos los días.

Al llegar su primer hijo cambió la situación. Cada año, con asombrosa regularidad, nacía un nuevo retoño. Su esposo hacía de comadrón y al día siguiente del parto ya estaba ella en pie, haciendo sus innumerables tareas. Ya eran ocho, escuálidos enfermizos y cansados seres, pero ocho al fin que se peleaban por el escaso alimento que apenas si les llegaba al estómago. La chocita con su única pieza no daba cabida a todos y desde hacía un tiempo ella dormía sola, ya que Concho lo hacía afuera, atravesado a la entrada. Además, así, tal vez se retrasara la llegada de otro niño. ¡Ya eran tantos!

A ojos vistas, Concho iba decayendo cada día más. Se levantaba trabajosamente a las cuatro de la mañana para irse a la milpa con un solo buche de café en el estómago. Al regresar, ya entrada la noche, era sobrehumano el esfuerzo que tenía que hacer para llegar a la choza. Hacía un año que no lo dejaba aquella “tos de perro” como él mismo decía y últimamente, al toser, escupía sangre. Lo atribuía al “viento de agua” que le había “batido” cuando un sábado retornaba de la aguada.

La milpa ya no daba lo de antes. La caza había disminuido hasta casi desaparecer. Además, un día, ocho meses antes, traía a cuestas un venado que acababa de tirar y poco después de atravesar la carretera, fue detenido por unos señores con gorras que se lo quitaron, “quesque” porque estaba en veda. ¡Qué iba a saber él lo que era eso! Y encima, según aquellos señores, le habían hecho un favor porque no lo multaron.

–¡Pero que sea la última vez! –fue la amenaza que retumbó en sus oídos cuando se alejaban.

La comida diaria, a base de tortillas y una sopa hecha con chile, pepitas de calabaza y hojas de cualquier cosa, parecía que no les sentaba a los chamacos, pues se les veía cada día más en los puros huesos, a dos de ellos se les había caído completamente el pelo y, además, no podían caminar ni diez metros sin cansarse.

Un nuevo quejido del niño hizo que Plácida concentrara otra vez la atención en él. Lo tocó. Estaba hirviendo. La mujer salió silenciosa y se sentó en el umbral junto a Cocho que fumaba cigarro de hoja, “ensimismado”, fijos los ojos en el cielo…

–¿“Qui” hacemos ahora? Yo “crioque” se nos muere…

–¿Y qué podemos hacer? ¿No ya le “dites” su infusión? Pues vamos a esperar que le haga efecto. Con suerte y mañana ya se le ahuyentó el mal.

El niño fue enterrado al día siguiente cerca de la milpa. Nadie lloró. No sabían. El pobre tiene que ser fuerte para poder soportar todos los males que trae consigo como una maldición.

A ochenta kilómetros de allí, en la ciudad, esa mañana los voceadores corrían por las calles, húmedas aún, tratando de acabar su mercancía lo más pronto posible. Un encabezado en primera plana informaba: “En solemne ceremonia celebrada en la sala de recepciones del Palacio Presidencial, hoy se clausurará simbólicamente el “Año de la Abundancia”, en el cual se gastaron cien mil millones de pesos, para acabar con la miseria y el hambre que azotaban bla… bla… bla… bla…

Continuará la próxima semana…

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