Letras
Juan José Caamal Canul
Esta es la cima, el pico, el extremo memorable y visible de una imagen y el recuerdo.
La escena: un trabajador del ayuntamiento, la mujer con su pan francés en la mano, un parroquiano que bebe su café de la mañana; el fotógrafo que captó la imagen y quien esto escribe. Ahí hay una historia, imaginada y supuesta, de cada uno de ellos, de ese momento crucial en el que convergen sus figuras.
El trabajador de aseo urbano, el barrendero municipal limpia los adoquines rojos del Pasaje Emilio Seijo. Este sí que es un trabajo: sacar las colillas de cigarros, los palillos de dientes, los cerillos, de las junturas entre adoquines.
Solo el nombre del Pasaje da para otra historia –la comunidad española en la ciudad, la beneficencia, La Ibérica, etc.–. No es el tema, por eso lo saltamos. Entonces ese Pasaje tenía lugares donde los meridanos podían detenerse y comer de pie una torta económica o beberse un refresco. Era la Mérida de otrora. Era un local de venta de desayunos, nada pesado, tortitas de jamón y queso o ensalada rusa ahí, de pie.
Paraban todos, avecindados y extranjeros. También cosa extraña era ver un extranjero caminando y en la mano un envase de cristal y todavía más: un bote de aluminio. No estábamos preparados para esas estampas. Luego Mérida dio un salto. Mediante la articulación del ingenio mexicano o yucateco, te despachaban, vertían, el líquido del refresco dentro de una bolsa de plástico y un popote para llevar.
Ahí está el trabajador municipal de aseo urbano. Al fondo, la cafetería La sin rival con su característico y aún perdurable marco de piedra donde lirios acuáticos esculpidos sobre la piedra local ascienden de la base hasta el dintel, y descienden de nuevo hasta la base de la casa que fue de Darío Galera, también conocida en algún momento de la historia como La esquina del Gallito. Mansión que recibió a Carlota de Bélgica y donde se instaló una línea telegráfica para que, cuando su majestad imperial desembarcara en Sisal, la sociedad meridana se enterara en tiempo real, lo que en aquel tiempo consideraban tiempo real, del hecho.
Imagino la vista desde alguno de estos balcones sobre la Plaza Grande. Una perspectiva sobre la calle sesenta, con sus taxis, carretas y tranvías; las rieles brillando; el Ateneo Peninsular confrontando y dominando, en primer lugar, con la Catedral imponiéndose encima. Al fondo, el Palacio de Gobierno. La frondosidad de los laureles colándose en la imagen que quizá sería la más emblemática y tan buscada de la ciudad, las que atraen al visitante de nuevo.
Las actuales zapaterías que ocupan los espacios, alguna vez fueron parte de la mansión, mantienen el marco limpio, sin pintura; dentro superviven las columnas, bellamente esculpidas, de lo que fue el patio central, a la vista, o recubiertos con espejos.
Desde una mesa cercana a la puerta, taza de café de por medio, se observa al trabajador. Desde la mesa se escucha el entrechocar de platos y tazas que proviene de la cocina. La babel de conversaciones se teje y va en aumento en tanto crece la mañana.
Una dama sale de la panadería La Mayuquita, a escasos tres metros del instante en que es apresada. En sus manos lleva una barra de pan francés de hogaza para el desayuno o el almuerzo; está sorprendida de encontrarse de frente con el fotógrafo.
Si bien miramos, todo está en su lugar, sin que ella se haya percatado. Todo ha marchado como marca los minutos el reloj del Palacio Municipal y, todavía en aquellos años, los hondos latidos de las campanas de Catedral. El parroquiano asiduo con su café, en la mesa de todos los días, el sonido de tazas y platos.
La mujer del aparador que le despachó el pan, la mujer que cobró el pan, si ustedes recuerdan. El barrendero municipal, el fotógrafo en su camino al trabajo para cumplir con su primera comisión del día, excepto esta imagen que se ha guardado para siempre en la memoria impresa de un medio que hoy se guarda en las hemerotecas y, todavía más, a partir del presente en la red.
En su trabajo diario, de pronto el fotógrafo considera una buena imagen el trabajo que desempeña el oficial de servicio, lo enfoca con su cámara, mueve y flexiona rodillas y cintura para obtener el mejor ángulo, oprime el disparador y escucha la caída del obturador de la cámara. El fotógrafo sigue su camino. Quizá cubre la fuente de Palacio de Gobierno.
El trabajador ni se enteró. Oculto por la dama y el trabajador municipal, está un huacal; sobre él, unos periódicos plegados. Pienso que este voceador es el mismo que hoy ocupa el punto de venta de la esquina. También esto es historia: todos los puestos de periódicos se guardan, antes estaban fijos, inamovibles. Mucho antes, improvisados, como el que intuimos parcialmente, oculto por el trabajador.
De esta imagen solo quedan las costuras escritas, indicaciones propias del editor al formador de periódicos: “foto página 2da sección. Facetas citadinas, la dignidad del trabajo, flecha, dos columnas, y una fecha, mzo diagonal 13 diagonal 86, el número uno encerrado en un círculo.
Ya puestos a revisar, quizá encontremos la publicación original en la fecha indicada o en la edición del día posterior a la fecha señalada.