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Idea de la prosa

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Letras

V

Por Ermilo Abreu Gómez

El estilo de una época es ineludible. El estilo victoriano tenía la cara de la reina Victoria. Es más poderoso que todo empeño de independencia o de rebeldía. El más personal escritor se rinde ante este influjo. Así lo demuestra la historia. ¿Cosas del espíritu, del aire, del concepto social? ¿De lo religioso, de lo político o de lo económico? No sabríamos decirlo. Puede venir de todo y también de nada. A veces tiene sentido de Perogrullo. Hay cosas de la vida que son imponderables. Pero el hecho existe. Y esto sobra para entender el alcance de la observación. De este modo, basta leer una página de Larra para sentirlo en plena estación emotiva: entre romántica y clásica. Basta leer una página de Mariano de Cavia para darnos cuenta de que arrastra consigo huellas expresivas del siglo XIX. Pertenecía al siglo XIX. Basta leer una página de Unamuno, de Manuel Azaña o de Francisco A. de Icaza, para descubrir el maduro clima intelectual del siglo XIX. Y no se trata del influjo de una escuela o de una tendencia literaria, sino de eso que dijimos: del aire de una época. Tenía razón Juan Ramón Jiménez.

En la prosa, lo postizo y lo aleatorio deslumbran y engañan. Pero no hay que hacer caso; son valores que perecen pronto… Tienen los días contados. La prosa legítima capta la conciencia del hombre que la sustenta; aunque lleve el sello ineludible del escritor, se ajusta a los valores que determinan su naturaleza oral o escrita. El caminar de estas vías tiene diferente compás y diferente andadura. El caminar de lo oral es más conservador, tiende a lo estático. Así se explican las formas arcaicas que muchos pueblos aislados ejercitan con naturalidad. Entre ellos, aun los niños son abuelos. No ven lo arcaico porque lo viven. Para ellos no es exhumación. El caminar de lo escrito avanza con más rapidez porque obedece a impulsos más racionales, más dentro del torbellino de la diosa de los vientos. Por eso más pronto se pierde la razón que el amor. Lo escrito está más hincado en el intelecto; lo oral en lo sensible. Primero fue la palabra y después la letra. La palabra la hizo el poeta acaso cantando; la letra el hombre en momentos de reposo. Detrás de la palabra está Dios, detrás de la letra está el diablo. Lo oral llega por el camino de la comunidad; lo escrito por el camino de la soledad. Lo oral se renueva en el aire; lo escrito se fija en el pergamino y, en ocasiones, se torna jeroglífico. Lo oral crea la atmósfera; lo escrito el horizonte. Los grandes apóstoles hablaron, no escribieron.

Y todo esto se concluye con el parecer de Pérez de Ayala sobre la poesía popular y la poesía erudita. Dice: “De la contraposición del lenguaje oral y del lenguaje escrito se saca el por qué y el cómo se diferencian la poesía popular y la poesía erudita. El vocabulario de la poesía popular está compuesto de nombres de cosas conocidas, de hechos físicos vistos y de sentimientos, emociones y pasiones elementales: el amor, el odio, los celos, la ambición, la alegría, el dolor; en suma, de palabras que designan un objeto concreto y distinto. El vocabulario de la poesía erudita se compone señaladamente de palabras que designan operaciones abstractas y sutiles del entendimiento y del sentimiento, y nombres de cosas no conocidas o de hechos no vistos, entidades míticas cuya mención aparece en el discurso más por adorno o primor que por el propósito de representar realidades. Y así la poesía popular es sobremanera plástica; la poesía erudita es intelectual e imaginativa.”

 

Diario del Sureste. Mérida, 25 de mayo de 1967, p. 3.

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