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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XXVIII

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IX

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En cuanto terminó la ceremonia nupcial, los nuevos esposos y sus invitados se dirigieron al banquete de bodas. En la enorme choza construida ex profeso para el banquete apenas si se podía respirar: además de los convidados reales, que formaban legión, habían logrado introducirse al palacio, burlando la rígida vigilancia de los guardias, decenas de personas que nada tenían que ver con la aristocracia y a los que sólo importaba emborracharse y, de paso, hacerle los honores a los cientos de platillos preparados por las cocineras del rey.

Con el vocerío imperante, escasamente se entendían los comensales entre sí, principalmente cuando la orquesta hacía sonar las trompetas y los tunkules. Chac Xib Chac, que poseía entre sus muchos defectos, la manía de discursear, no podía desperdiciar tan rumbosa ocasión para soltar una de sus acostumbradas peroratas y, auxiliado de sus capitanes, mandó callar a la multitud:

–Sólo os pido a todos los presentes –gritó, echando el pecho hacia delante, como era su costumbre– que prestéis unos momentos de atención a mis palabras: os prometo brevedad pues entiendo que habéis venido a celebrar mis esponsales y no a aburriros con discursos de ninguna naturaleza. Sin embargo, es preciso que sepáis lo siguiente: nuestras bodas, más lucidas con vuestra digna presencia, harán brillar a Chichén Itzá, La Ciudad de los Brujos del Agua, como el lucero de la mañana donde mora Kukulcán. No en vano conformamos, juntos con las ciudades hermanas de Uxmal y Mayapán, la poderosa Confederación de Mayapán, esta Triple Alianza a la que se han adherido otros pueblos hermanos. Nuestra unión nos hace invencibles ante los extranjeros envidiosos de la paz y prosperidad de estas tierras, Nosotros en Chichén Itzá estamos prestos a combatirlos y a arrancarles el corazón si pretendiesen apoderarse de esta urbe magnífica, para asentarse aquí con ideas perversas…

La multitud estalló en una gran ovación que obligó a Chac Xib Chac a detenerse y a sonreír con la sonrisa de la vanidad de quien todo lo tiene y espera perpetuarse en el poder. Después de unos minutos levantó sus brazos enjoyados de pulseras de oro y detuvo el griterío borracho de sus aduladores. Con afectada parsimonia, tomó un sorbo largo de su colmada copa, la asentó en la mesa y prosiguió:

–En este día bendecido de los dioses deseo enaltecer la presencia de todos los ilustres invitados, y a quienes habéis emprendido largas y fatigosas jornadas para acompañarnos en el banquete; mi gratitud también a mis amados itzáes, hijos y gloria de Chichén Itzá, y a vosotros –se dio un giro hacia atrás y miró a lo lejos–, los winicoob, mis pobres, mis más humildes ciudadanos que, aunque ausentes del banquete y de la ciudad por la prohibición de nuestros rígidos códigos sociales, vivís en mi corazón y también sois mis invitados…–se dio la vuelta de nuevo y se enfrentó a la gran multitud–. Vosotros todos, pobres y ricos, reyes y mendigos, mujeres y hombres, sois hoy testigos muy importantes de mis esponsales con la hermosa doncella Blanca Flor, que aquí veis llena de castidad y de rubor, compartiendo mi feliz destino. Y por supuesto ¡Ay, esta despistada memoria mía!, los padres de la bella, el señor Namay Pot y su digna esposa, mis admirados suegros, esposos ejemplares que supieron encauzar a su hija por la senda de la honestidad y del decoro. ¡Ea, trovadores! –Chac Xib Chac, arrebatado por el frenesí, cortó el hilo de su discurso para dirigirse a una elite de músicos y poetas que departían entre sí y brindaban por la ocasión–. Contemplar a mi joven esposa me ha movido a dedicarle otro canto de amor.

El jefe de los trovadores se aproximó, solícito, ante el rey:

–¿Cuál de nuestros cantos desea escuchar el señor?– le preguntó.

–Lo habéis cantado temprano esta mañana, justo antes del Canto al Recibimiento de la Flor, artistas. Es aquel que habla de la elegancia de la novia. Los trovadores entendieron y, dirigiéndose a la doncella, que lo era todavía, tocaron lo que se les pedía. Un joven cantante se encargó de entonar la canción:

Poneos vuestras bellas ropas;

ha llegado el día de la alegría;

peinad la maraña de vuestra

cabellera;

poneos la más bella

de vuestras ropas; poneos

vuestro bello calzado;

colgad vuestros grandes

pendientes en vuestras orejas;

poneos buena toca; poned los

galardones

de vuestra bella garganta,

poned lo que enroscáis

y reluce en la parte rolliza de

vuestros brazos…

–¿Escuchasteis? –interrumpió el rey el cantar enfocando su atención a los invitados especiales, los ricos y poderosos–. Ahora contemplad a la mujer de mis sueños, bien trajeada, bien calzada… Admirad sus collares de perlas, sus lindos brazaletes, los pendientes de oro, todo lo que adorna a mi bella consorte se debe a mi grandeza de alma, señores. ¡Ay, dioses! ¿Por qué me habéis hecho tan dadivoso? ¿Cómo iba yo a permitir que la reina de Chichén Itzá vistiera como una pordiosera? Eso, nunca… Pero ¡ea!, he dejado en suspenso a mis trovadores. Perdonad, artistas, proseguid con el canto.

Os amo, bella Señora,

Por esto

quiero que seáis vista en verdad

muy bella, porque

habéis de pareceros a la humeante

estrella, porque os desean hasta

la luna y las flores de los

campos…

–¿Pero cómo no van a desear la luna y las flores a esta bella mujer, señores? –irrumpió de nuevo el rey, ante el velado disgusto del público, que sólo quería escuchar el cantar–. Todos la desean, pero me ha preferido a mí, porque la haré feliz para toda la vida… Pero, continuad con vuestra música, trovadores, continuad…

Y aunque la rabia los consumía por dentro, los músicos dieron fin a su actuación, tan llena de interrupciones:

Pura y blanca es

vuestra ropa, doncella.

Id a dar la alegría de vuestra risa;

poned bondad en vuestro

corazón, porque hoy

es el momento de la alegría

de todos los hombres

que ponen su bondad en vos.

Explotaron las ovaciones por todas partes y el rey retomó la palabra:

–Ilustres invitados, amados reyes de los pueblos hermanos…–se detuvo y saltó con una digresión– por cierto, deseo expresar mi más profundo desencanto por la ausencia del hermano rey de Mayapán, el señor Hunac Kel, quien se ha excusado de asistir a nuestros esponsales por razón de una sagrada jornada a las tierras frías… ¡Que le sea de provecho! Lamento, sí, que no tuviera por lo menos la atención de enviar a un emisario en su representación, y así cumplir con el protocolo. Pero, en fin, ya nada se puede hacer al respecto… Bien, decía yo que vosotros, amados reyes, caciques, príncipes y jefes de los pueblos, que es de profundo significado para mí el compartir con vosotros la inefable felicidad que me embarga esta mañana. Por ello he hecho servir los más exquisitos manjares de nuestra cocina, aunque la idea no sea mérito mío sino de mi dulce esposa, quien sugirió a nuestras cocineras asar a las brasas quinientas liebres, ochocientas codornices, doscientos perros, y no sé cuántos patos y venados, eso sin contar los guisados de cazón y mero, el delicioso kutz y el pok–chuc de liza que os recomiendo probar… Bien pero, además de la comida, están los músicos y los bailarines que nos alegran el día con cantos y danzas tradicionales de nuestro pueblo; por alguna parte andan los baltsames, los juglares, recitando las hazañas de los héroes de nuestra raza, y los farsantes ya estarán instalados para representar alguna comedia que os haga reír. Para disfrutar de todos estos divertimentos y alegrar nuestro corazón en plenitud, mis criados justamente han comenzado a distribuir, sin ninguna limitación, todo el balché que vuestros gaznates puedan trasegar. Bebed y comed a la salud de Chichén Itzá y de su rey y de su reina ¡y sed felices!

Pero la verdad es que desde mucho antes de la ceremonia nupcial ya funcionaba la barra libre para todo aquel que quisiera hacer la mañana, y muchos ya empezaban a alegrarse, tal vez un poco demasiado. Al principio, todos bebían y bailaban encantados de la vida. Y quienes no bailaban se regocijaban observando a los jóvenes danzantes retozando a los compases de las danzas de la luna, de las ranas, o un baile inspirado en el juego de las cañas; otro, Chactun yah, lo habían plagiado del repertorio de los brujos, y uno muy bello, Los Xtoles, danza que fue muy festejada por los invitados, viviría durante siglos entre los danzantes de los remotos pueblos mayas.

Aparte estas coreografías tradicionales, gustaban mucho las piezas bufas de los farsantes, que hacían burla de todo el mundo. Otra parte del público, sin renunciar para nada a sus copas de balché, escuchaba absorta los poemas épicos de los juglares, recitados de memoria. Cuando uno de los grupos de ballet ensayó, con gran soltura, la espectacular danza de los zancos, todos los presentes los rodearon y les regalaron una ruidosa ovación. Aquel baile de gigantes, no había duda, era uno de los números favoritos del festejo. Algunos invitados, fijada en sus rostros la imborrable sonrisa idiota del borracho, escuchaban, sentados en rueda, a unos músicos que portaban máscaras de animales y que se esmeraban en complacer a sus oyentes: tocaban lo mismo aires jubilosos a los que los trompetistas y los que soplaban silbatos de hueso de venado les sacaban verdaderos trozos de virtuosismo, que aires en los que imperaban las sonajas; los tristes de espíritu pedían a gritos una canción que les volviese más hondo su dolor; eran los masoquistas de corazón con vocación de suicidas, que sólo querían morirse. Entonces la orquesta tocaba las cadencias sombrías de la primera parte de Los Xtoles, manifiestas en las notas de la flauta y la trompeta tocadas de consuno, sustentadas por las fúnebres percusiones de los tunkules. Hombres y mujeres en un estado de llorona ebriedad, exigían con los ojos nublados del llanto, los deprimentes versos de El Doliente Canto del Pobre Huérfano de Madre, pequeña elegía a la congoja y a la peor pesadumbre, poema de la angustia, del abatimiento y del quebranto:

Ni mis parientes existen.

Muy solo,

sólo así paso

aquí en mi tierra.

Día y noche

sólo llanto y llanto

consumen mis ojos

y eso consume mi animo

bajo mal tan duro.

¡Ay, mi señor! Toma de mi

compasión. Pon fin

a este doloroso sufrimiento.

¡Dame el término de la muerte

o dame rectitud de ánimo,

mi Bello Señor!

Oyendo estos melancólicos aires, algunos se ponían a gritar:–¡Ay, señor! –sollozaban los más contristados–. ¡Me quiero morir!

Y otros caían de rodillas y le rogaban a Ixtab, la diosa de los ahorcados, concederles valor para colgarse de un árbol y volar en espíritu hacia su espacio cosmogónico, donde holgarían por toda la Eternidad. Mas también estaban aquéllos que despreciaban estos acordes sombríos y, con grandes voces, mandaban callar a la orquesta:

–¡Basta de música lacrimosa, cabrones! No hemos venido al banquete del rey para quebrar nuestro ánimo, sino para alborozarnos. ¡Vamos, pues, ilustres artistas, dejen esa puta música para los días de difuntos y vengan de ahí melodías festivas que deleiten a nuestros oídos y a nuestro corazón!

Entonces los músicos dejaban de lado las partes melancólicas de Los Xtoles y escogían otras que contenían notas más enérgicas y marciales y que acaso representaban un espíritu beligerante que sonaba ya como un baile de guerra. A tales ritmos, se contagiaban los danzantes de un inesperado frenesí inspirado en los sonidos violentos de las percusiones y en las voces del coro, que eran como una exhortación:

¡Vamos, vamos, muchachos, porque va a ponerse el sol!

Un viejo poeta, arropado con una larga capa de colores, se aproximó a los músicos y les pidió interpretar un cantar de su autoría en el que ensalzaba a las aves:

–Vosotros lo conocéis de memoria –les dijo–. Para componerlo me he inspirado en los pájaros cantores, en las aves vocingleras como el cenzontle. A ver, no seáis ingratos, cantadlo para mí.

El bullicioso cantar hizo la delicia de los oyentes:

Allí cantas torcacita

en las ramas de la ceiba.

¡Allí también el cuclillo,

el charretero y el

pequeño kukum y el cenzontle!

Pues si hay alegría

entre los animales,

¿por qué no se alegran

nuestros corazones? Si así son

ellos al amanecer:

¡bellísimos!

¡Sólo cantos, sólo juegos

pasan por sus pensamientos!

Todavía no concluía la ovación a los cantores, cuando el rey Chac Xib Chac, dando tumbos de borracho y cogido del brazo de un anciano alto y esmirriado, se dirigió al grupo:

–¡Ea, señores músicos! –anunció con la voz insegura del ebrio–. Os traigo aquí la presencia de un invitado muy especial. ¿Acaso le conocéis? ¿Lo habéis escuchado alguna vez?

¿Y quién, del público, no iba a conocer a Ah Kin Xoc, el mejor cantor de su tiempo? Su voz poseía inflexiones de exquisita terneza cuando actuaba en un funeral, o de patriótica exhortación, para animar el espíritu de los combatientes en la guerra. Su expresión podía ser muy dulce cuando se dirigía a la prometida de un rey o de un príncipe, o alborozada si se trataba de una fiesta de cumpleaños. Era el gran maestro, al que todos los cantores envidiaban. Lástima que era ya viejo y su voz se había apagado con los años y el demasiado balché que había ingerido en su vida. Apenas si podía escuchársele, falto de intensidad vocal, incapaz de lograr la modulación esperada. Pero la verdad es que Chac Xib Chac sólo quería burlarse de Ah Kin Xoc, sin respetar su glorioso historial, y entre risas, lo abandonó a su suerte.

Los cantores lo rodearon enseguida. Entendían que ya no podía cantar, pero lo seguían admirando.

–Maestro –le preguntaron–, ¿qué deseas tomar? ¿Una taza de atole? ¿Un chocolate caliente?

Ah Kin Xoc, con la mirada turbia del ebrio, contestó: –No, nada de atole o chocolate. ¿Pues que os imagináis? Quiero un trago de balché, y en copa grande.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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