IX
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–¡Muchacho! ¡Hijo de la chingada! Trae para acá ese cántaro de balché. Quiero más de ese vino que alegra mi vida y endulza mi corazón –le gritaba el capitán Pluma de Gavilán que, de borracho, apenas podía tenerse en pie, a uno de los criados del palacio–. ¿Es que hay miseria en la casa del rey?
Y es que Pluma de Gavilán, que tenía a su cargo el servicio de los vinos, había comenzado la bebedera desde mucho antes de la recepción de los invitados a la fiesta, y ya era pasado el mediodía.
A esa hora, Chichén Itzá bullía en alegres toques de tambores-tunkules, en zarandeos de maracas, en radiantes voces de trompetas y en el alboroto juguetón de las chirimías. Corps de Ballet compuestos de muchachos y muchachas recorrían con jacarandoso paso todas las salas del palacio, la cancha del Juego de Pelota, el Templo de los Guerreros y el enorme y verde descampado al frente de la Pirámide de Kukulcán. Los encargados de la disposición de los espectáculos explicaban a los invitados foráneos el desarrollo de los números artísticos.
Abundaba la comida, servida caliente en cazuelas de barro sobre pequeñas mesas rodeadas de banquillos y esteras, pero más abundaba el balché, que embriaga en serio y que convierte a hombres y mujeres en muñecos de trapo que se desploman de súbito, o prosiguen su paso vacilante de eses y zetas hasta tropezar con algo, o con alguien, y dar con sus huesos en la tierra.
Observábanse aquí y allá escenas de lascivia entre los jóvenes y aun entre los viejos de genitales muertos, borrachos de balché, de bailes y de sol, que lo había, y en abundancia. La comida casi ni se tocaba: todos optaban por el balché, vino hecho de miel y agua y la corteza de un árbol llamado balché, que nacía silvestre en los patios de los mayas y que era la luz de sus ojos.
En la antesala del palacio tocaba en explosión de júbilo la mejor orquesta de todas; sus tunkules, flautas de hueso de venado, caracoles, carapachos de tortuga y tamboriles sonaban al compás risueño de cadencias antiguas y ritmos tropicales que convidaban al meneo y al bailongo.
Sobre las mesas, intactos, se plagaban de moscas los panes rellenos de carne de pavo montés, o de carne de venado, e igual suerte corrían las canastas con aves asadas o pequeños perros lampiños, cocinados a las brasas; tampoco se aprovechaban las bebidas de maíz y de cacao, y gran variedad de pan de maíz.
Nadie comía, y todos pedían, a gritos, el obligado balché, el santo balché ilumina el intelecto de los sabios pero cuyo efecto en el pueblo es embrutecedor.
Y buena parte del pueblo la integraban los winicoob, que participaban del festín, pero a prudente distancia, ya que no sólo les estaba prohibido el acceso al palacio, sino aun a la ciudad. Unos criados se encargaban de llevarles de beber, que de comer no tenían derecho a degustar los exquisitos platillos de la cocina maya. Les daban en cambio tazones y tazones de frijoles humeantes, chile machacado en molcajetes de barro, y rimeros de tortillas calientes, alimentos que acompañaban con jícaras de atole de maíz. Pero disfrutaban por igual del balché, que les era regalado con largueza por los criados del rey, que les escanciaban en sus blancas jícaras todo el licor que pudieran trasegar, volviéndose aquello una borrachera fenomenal.
El rey Chac Xib Chac no ocultaba su felicidad y se paseaba muy orondo por salas y pasillos del palacio abrazado a su esposa, doncella de ojos rasgados y belleza imponente que acababa de cumplir quince años de edad. Formaban una pareja un tanto chocante a la vista de los invitados: él, vejancón, chaparro y locuaz, con una barriga de tambora; ella, casi una niña, esbelta y de sonrisa esquiva. Los convidados, ignorantes de los antecedentes de la unión, se preguntaban qué vería la doncella en este pomposo papanatas cuyo único chiste en la vida era poseer un gran caudal y ser el rey de la formidable ciudad de Chichén Itzá.
Muy temprano por la mañana el novio había hecho entonar a sus trovadores ante la alcoba de la novia el Canto al Recibimiento de la Flor, versos que tratan del amor y del sexo femenino, cantar propio de esponsales:
Alegría
cantamos
porque vamos
al recibimiento de la flor.
Todas las mujeres
mozas
tienen en pura risa
y risa
sus rostros, en tanto que saltan
sus corazones
en el seno de sus pechos.
¿Por qué causa?
Porque saben
que es porque darán
su virginidad femenil
a quienes ellas aman.
Interpretaron uno o dos cantos nupciales más, cuando todavía no amanecía. La música y el verso se conjugaban de manera armoniosa, todos disfrutaban de la ocasión y se respiraba santa paz en Chichén Itzá.
–La novia ha de estar muy ocupada poniéndose guapa para la ceremonia –dijo de pronto Chac Xib Chac–. Vámonos, y ya cantaréis otras lindas melodías en los esponsales.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…