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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XLVII

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XIV

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Caminaron toda la noche, eufóricos y sedientos de sangre. Hablaban con palabrotas, y cuando aludían a Chac Xib Chac lo maldecían hasta el tuétano de sus huesos.

–No olvides, cabrón –le repetía Hunac Kel a Sinteyut Chan–: el hijo de puta de Chac Xib Chac es mío, y mía nada más es su chingada vida. Yo lo descuartizaré y me haré una pulsera con su quijada.

Sinteyut lo tranquilizaba:

–Hombre, Hunac Kel, no tienes por qué insistir en el tema. Es todo tuyo y yo no tengo ningún derecho sobre él: descuartízalo, desuéllalo, y mándate hacer una pulsera con su quijada y un anillo con su jodido culo, si te place.

–No –rió Hunac Kel–, eso no. No fuere que se me pegase su hedor de zorrillo.

Y así, entre risas y maldiciones, arribaron a Chichén Itzá poco antes del amanecer. Ni siquiera hicieron sonar los zacatanes, los tambores del miedo, para anunciarse, sólo se lanzaron sobre los itzáes. Pero los hombres de Chac Xib Chac no eran los borrachos de la batalla anterior, sino disciplinados estrategas que sabían defender lo suyo y en cuanto los intrusos pisaron los umbrales de la ciudad fueron recibidos con una muchedumbre de flechas y de dardos, y con piedras disparadas por hondas de excelente poder.

Los invasores, que no se esperaban una respuesta tan impetuosa, retrocedieron desconcertados; el sorpresivo ataque les había muerto a varios combatientes, unos atravesados por las flechas y otros demolidos por las piedras puntuales en su cometido. Los itzáes habían empleado también en su defensa un arma ya entonces obsoleta llamada hul–ché, el lanzadardos, tan efectivo como la honda, hecho por manos expertas con la rama de un árbol, cuyos proyectiles podían atravesar un venado, y que ahora atravesaban los cuerpos de algunos de los soldados más valientes de Mayapán.

Pero Hunac Kel no era hombre que se desalentara con facilidad y ordenó el ataque sistemático por todos los flancos. Es claro, el rey de Mayapán sentíase respaldado por sus siete capitanes aztecas, todos ellos probadísimos en las peores lides guerreras en las tierras mexicanas, cuyas cartas de presentación se hacían evidentes en las profundas laceraciones de sus cuerpos, en la ligereza con que se desplazaban en la liza y en la escalofriante impresión que ofrecían a la vista del enemigo sus caras y cuerpos jaspeados con los brochazos del infierno, en especial Sinteyut Chan, con su jeta demoníaca y sus volteretas de tigre rabioso. Además, los capitanes venidos del altiplano contaban, como está dicho, con sus propios batallones, lo que incrementaba en forma bárbara la cuantía del ejército de Mayapán, dándole amplia ventaja numérica sobre el de Chichén Itzá.

No hubo tregua por ninguno de los bandos una vez entablado el combate: volaban las piedras filosas partiendo cabezas; los flecheros de Hunac Kel, orgullo y prez de Mayapán, desgarraban brazos, piernas y corazones con una fuerza y una puntería admirables pero, en un descuido, caían abatidos de los lanzazos de los hombres de Ojos de Culebra, que no paraba de insultar a Hunac Kel; el torvo Sinteyut se jactaba, a gritos, cada vez que rodaba la cabeza de algún itzá por el efecto contundente de su famosa macana; Hunac Kel se sentía intocable y, de hecho, lo demostraba, pues no había sufrido ni siquiera un raspón; el héroe estaba cierto de que los veinte itzáes que había atravesado con su lanza de punta de dientes de tiburón hasta el momento se los debía al amparo del Serpiente Emplumada.

Con todo, la gran revelación de la contienda devenía el humilde lanzadardos de los itzáes, arma que el capitán Pluma de Gavilán había rescatado de algún rincón del olvido y que causó un sinnúmero de víctimas entre los mayapanenses. Pero para Taxcal, el más importante estratega de los capitanes aztecas de Hunac Kel, no pasó desapercibido el efecto devastador que aquel arma, desconocida para él, estaba provocando entre sus huestes; enseguida se encaramó sobre una de las más altas ramas de un zapote y tuvo a la vista una reveladora perspectiva del combate; desde su aéreo escondite, se percató de la presencia de al menos siete lanzadores de dardos. Descendió del árbol y dictó órdenes enérgicas a sus soldados de distribuirse entre los combatientes y concentrarse en los maestros del hul–ché: «Mátenlos al instante –les exigió–y destruyan los lanzadardos». Los milicianos cumplieron con la disposición de su capitán y con lanzas, flechas y hachas eliminaron aquel flagelo. Esta astuta táctica de Taxcal facilitó el camino hacia la galopante victoria de los hombres de Hunac Kel.

El resultado de la conflagración, como podemos suponer, no fue tan rápido como el anterior, pero sí espantoso: si el primero fue parco en víctimas, esta vez, los invasores practicaron una carnicería con los itzáes. Los capitanes Pluma de Gavilán y Ojos de Culebra, de la guardia de élite del rey, fueron los primeros en caer. Al primero lo lesionó Taxcal de un lanzazo en un hombro. Ojos de Culebra se batió por unos instantes con el torvo Kakaltecat, pero finalmente fue reducido con el auxilio de Tzuntecum. Los de Mayapán degollaron a algunas gentes muy importantes de Chichen Itzá y sus aliados, y se hicieron fuertes en los principales edificios de la ciudad.

Hunac Kel, librados los blindajes del rey, corrió hasta la recámara real a la caza de su enemigo: ansiaba atraparlo y estrangularlo con sus propias manos o, ¿por qué no?, alancearlo y, herido de muerte, dejarle caer una gran piedra sobre la cabeza, añeja costumbre maya para ajusticiar a los criminales. Su desesperación era tal que ya no tenía en claro lo que haría con su rival al momento de capturarlo. Por otro lado, lo aturdían las carreras y los gritos de la gente del palacio que se le cruzaba en el camino, huyendo de la masacre. Las cocineras lloraban a moco tendido, y los criados, con los rostros desencajados, buscaban con verdadero pánico la salida más próxima a la calle; albañiles, barrenderos, desyerbadores, carpinteros, pinches de cocina, ¡qué enorme servidumbre la de Chac Xib Chac!, abandonaban el palacio como las ratas abandonan un barco que naufraga. El modisto real, Namo Canché, en su loca carrera chocó con Hunac Kel, rodando por el suelo; el hombre, abrazado a las rodillas del rey, le suplicó por su vida sollozando como una mujer, pero Hunac Kel no estaba para perder el tiempo y, dando un brinco, se zafó de la molesta presencia del modisto estrella del palacio, cuyos gritos histéricos podían escucharse en el Tzompantli, ante el temblor de las calaveras.

Hunac Kel buscó y rebuscó: hizo estragos en la alcoba nupcial, que estaba vacía, irrumpió en las estancias y en el comedor; en la inmensa cocina armó un escándalo de los mil demonios con las ollas y los cántaros, estrellándolos contra las paredes y, en su furia liberada, hizo añicos la suntuosa vajilla de Chac Xib Chac. Interrogó a puñetazo limpio a los criados y a los vigilantes, que nada sabían del destino de su patrón. Al cabo de una hora de inútil búsqueda, divisó a Chac Xib Chac sentado tranquilamente, un poco oculto por una elevada estela en uno de los patios interiores; pero para su sorpresa y decepción ya no le era útil su enemigo mortal: entre las sombras columbró, enfurecido, el cráneo del rey hecho lonjas; parecía haber sido rebanado por la guadaña de un gigante; el abdomen, abierto en canal, revelaba el rimero de tripas en repugnante confusión, y la mandíbula había sido arrancada a cuchilladas. El color oscuro de la sangre, que era excesiva, completaba, a maravilla, aquella monstruosidad.

Hunac Kel no dudó:

«Fue Sinteyut –dijo para sí– el hijo de la chingada me arrebató la oportunidad que por tantos años he aguardado para cobrármelas, e hizo trizas a Chac Xib Chac.»

Pateó el deteriorado cadáver con la rabia de la frustración y, auxiliado de sus soldados, hizo revisión minuciosa de los grandes edificios y los adoratorios de la ciudad, tratando de ubicar a Blanca Flor. Pero no había rastro de ella. Se dijo, después que el rey, sospechando la venganza de Hunac Kel, la había enviado a un sitio desconocido en las montañas circundantes de las tierras frías para luego, cuando se calmaran los ánimos, mandar por ella para hacerle pagar por su infidelidad. Lástima, Chac Xib Chac no contaba con el desmedido odio de Hunac Kel ni con la brutal macana de Sinteyut Chan.

En una de las habitaciones del palacio, Hunac Kel se encontró a Sinteyut armado de su macana:

–Tú fuiste, ¿verdad? –le preguntó.

Sinteyut se hizo el desentendido:

–No entiendo tu lenguaje.

–¡Claro que lo entiendes, hijo de puta! –lo fulminó Hunac Kel con la mirada–: carajo, me arrebataste la vida de Chac Xib Chac sólo por lucirte con tu macana.

–Espera, Hunac Kel –respondió agitado Sinteyut–. ¿Qué querías que hiciera? El tipo escapaba hacia el monte y no se detuvo cuando se lo ordené. Entonces tuve que matarlo.

–¿Me tomas por un idiota? –Hunac Kel estaba furioso–. Te conozco demasiado bien como para saber cuándo estás mintiendo. Lo ajusticiaste para probar la efectividad de tu macana y para alardear por allá que tú lo mataste. Pero tranquilízate, no te voy a castigar por ello. Es demasiado tarde. No resucitará Chac Xib Chac para que yo ejerza mi venganza. Tú la tomaste por mí, qué remedio…

–Escucha, Hunac Kel. ¿Por qué crees que lo maté? No podía dejar vivo al hombre que le robó la mujer de sus sueños a mi hermano. Tú hubieras hecho lo mismo por mí.

–¡Hombre, está bien! –Hunac Kel sabía que la discusión con Sinteyut no iría a ninguna parte—. Pero, por los dioses, mira como lo has dejado: casi le arrancas la cabeza y lo destazaste de lo lindo. Y de la cara no le dejaste ni las quijadas.

–¿Y para qué dejárselas? Pronto las haré convertir en pulseras que te regalaré como recuerdo de tu peor enemigo. Y las lucirás en la guerra, como yo luzco en mis brazos las de Pakal Koh, mi peor enemigo –luego esgrimió una arrogante sonrisa–. Y bien, hermano Hunac Kel ¿qué piensas de mi manejo de la macana?

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

 

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