XIII
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La noticia de que Hunac Kel Cahuich estaba en camino para asaltar La Ciudad de los Brujos del Agua vino a sacar de sus siniestras cavilaciones a Chac Xib Chac. Siniestras porque sus pensamientos, como una fijación endemoniada, solo giraban en torno a la forma de escarmentar la perfidia de su mujer: no le bastaba el haberla vapuleado de lo lindo y tenerla al borde de abortar al hijo que llevaba en las entrañas. Su odio estaba lejos de saciarse. Acudió a su consejero áulico para confiarle sus temores del ataque inminente. Águila Divina intentó tranquilizarlo recordándole la enorme cuantía de su ejército, reforzado con los rudos combatientes de sus aliados confederados, y las extremas medidas de seguridad tomadas por Pluma de Gavilán y Ojos de Culebra quienes, de meses atrás, mantenían decenas de soldados y cazadores furtivos vigilando la selva, impenetrable espesura de misterios, rumbos del puma desfogado y del jaguar heráldico.
La selva es, para el maya, la mágica plenitud del verde y el reino de las ceibas seculares. Sus entrañas son sacras y vigiladas de los dioses. En ella el hombre comparte su soledad con el Zip, rey de los venados entre cuyos cuernos nos amaga un nido de avispas asesinas; con la Huesuda, hembra maldecida de los dioses que por las noches se despoja de sus carnes; con el Hombre de los Bosques, el gigante de pies alrevesados al que el Verdadero Dios se olvidó de darle un esqueleto; con descabezados de ojos en el pecho, con huidizos súcubos, con aves de plumajes de lujo, y con yertos lagartos de ojos de cristal, acaso testigos del Génesis. En la selva yerran los dueños del monte, seres de viento y tempestad, celosos cancerberos de las cuevas. Cuando es día, los árboles se gozan de pajarillos y de monos aulladores. La noche es del gigante Uauapach, de piernas crueles que desnucan a los trasnochadores, de los fantasmas ebrios, del tigre y de la serpiente tragadora a un tiro de piedra de ser dragón. Y en las sombras, los corcovados constructores de las grandes pirámides buscan con desesperación la Soga del Fin del Mundo que un dios ocultó en una caja de piedra enterrada en algún lugar de este laberinto sin final. Dicen que los dioses confunden a los intrusos que pretenden penetrar los secretos de la selva y quien se extravía en ella jamás dará con la salida.
Pluma de Gavilán y Ojos de Culebra presumían de conocerla palmo a palmo; instruidos por el rey para vigilar Chichén Itzá, apostaron vigías en las copas de los árboles, en las cavernas y en el claro frescor de los cenotes. Por el temblor de una hoja o el chillido de un mono–araña los vigilantes intuían la proximidad del invasor, y a través de la inalámbrica vía del caracol se anunciaban unos a otros de la existencia del peligro.
Cuando Chac Xib Chac supo que a la par de Hunac Kel venían los sietes capitanes aztecas, tembló de pies a cabeza:
–No es posible –le dijo a Pluma de Gavilán con voz angustiada–. ¿Cómo es que Hunac Kel ha logrado dar con esos demonios? La situación ahora se complica, capitán. ¿Qué vamos a hacer?
–No hay razón para desesperarse, señor –dijo Pluma de Gavilán–. Nuestro ejército todavía es más grande que el suyo y, además, Chichén Itzá es una fortaleza inexpugnable. Los acabaremos antes de pisar nuestros umbrales.
Pero el atemorizado Chac Xib Chac ignoró las palabras de Pluma de Gavilán y prefirió celebrar un gran simposio con todos sus consejeros y sus aliados.
–Hunac Kel ya está en camino para invadir Chichén Itzá –se dirigió a la audiencia, que era numerosa–. Viene escoltado de extranjeros indeseables que nada tienen que hacer en nuestras tierras, gente de mala sangre, que es la canalla con la que nuestro enemigo comulga. Pero eso nos tiene sin cuidado –mintió con desvergüenza para encubrir su miedo–, porque los estaremos aguardando con nuestras flechas y nuestras lanzas, listas para exterminarlos. No nos cogerán desprevenidos como ocurrió la última vez. Disponeos a luchar a brazo partido, capitanes, que estamos para defender a nuestra ciudad santa, y combatir, hasta destriparlos, a la gente de Hunac Kel y a sus matasietes aztecas. Tú, Ojos de Culebra, el hombre más arrojado de Chichén Itzá, júntate en una de las salas del palacio con los capitanes aliados a nuestra causa y dispón la estrategia conveniente. No lo olvides: he puesto en ti toda mi confianza.
Después se reunió con Águila Divina:
–Tenemos que acabar con Hunac Kel –le dijo–. Hay que ponerle fin a su falsa leyenda de hijo de los dioses.
–Es posible que acabemos con él, pero no con su leyenda –respondió el consejero áulico mientras masticaba sus acostumbradas hojas de tabaco–. El hombre tiene lo suyo, hay que admitirlo.
–¿Pero cómo puedes hacer el elogio de nuestro peor enemigo? –protestó Chac Xib Chac–. Para mí el fulano no tiene ningún valor. Vamos a aplastarlo a él y a sus jodidos capitanes aztecas.
Águila Divina sabía que el rey hablaba por hablar, y que en realidad estaba verdaderamente asustado ante lo que venía, pero no quiso continuar la discusión y prefirió mudar de tema:
–¿Y qué hay de Blanca Flor, querido rey?, ¿qué has decidido hacer con ella? –preguntó de improviso–.
–El problema de la invasión de Hunac Kel apresurará el destino final de esa mujerzuela –dijo el rey–. No nos hagamos los tontos: Hunac Kel pretende raptarla de nuevo, pero no le daré ese gusto. Antes la exiliaré yo enviándola, no sé, tal vez a las tierras altas de Chiapas donde tengo amigos poderosos, o a las de México-Tenochtitlan, donde también me estiman. O quizás a Xibalbá, al Sur, el reino de los Doce Señores del Lugar de los Muertos quienes la estrangularían gustosos.
–Pero los Señores del Lugar de los Muertos no son sino fantasmas de lo que fueron alguna vez.
–No importa: los fantasmas también pueden ocasionar un infarto. No, en serio, cuando destruya a Hunac Kel mandaré por ella para castigarla como se merece. Acaso yo mismo la ajusticiaré.
Esa misma tarde, Chac Xib Chac encomendó a unos brujos de su confianza, transportar en andas a la contundida Blanca Flor hacia un destino desconocido.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…