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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XLV

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XIII

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Hunac Kel, ayudado de dos criados, terminó de embijarse el atlético torso y se mostró, girando en redondo, ante sus capitanes aztecas Taxcal y Tzuntecum, como aguardando su aprobación. Ya antes se había embijado el rostro, los brazos y las piernas. En realidad, todo su cuerpo estaba decorado con franjas de colores entre los que imperaban el rojo y el negro. Después, un criado lo auxilió en el atavío del suntuoso traje de guerra con su faldilla de piel de jaguar. Se colgó las orejeras, la nariguera y otras galanuras. Pero lo más llamativo de todos estos ornamentos era el espectacular yelmo de oro puro que remataba en un penacho de plumas de quetzal, ciertamente digno de un rey. El yelmo protegía absolutamente las orejas, las mejillas y el mentón. Hunac Kel, en estos momentos, lucía como un dios, y nadie podía compararse con él.

–Muy bien, Hunac Kel, muy bien –exclamó Taxcal, dándole una palmada en la espalda–. Estás imponente. No cabe duda, eres un maestro en el arte del embijamiento.

–No, no –protestó el rey–: el verdadero maestro es Sinteyut, yo sólo soy un aprendiz a su lado.

–Y a propósito –se preguntó Taxcal–. ¿Dónde está Sinteyut?

–Poniéndose feo para horripilarnos a todos– rió el rey, e hizo llamar a Sinteyut Chan, por quien profesaba un entrañable afecto. Sinteyut había probado su valor para defender a Mayapán en otros tiempos, cada vez que tribus ajenas a la Triple Alianza intentaron invadirla. A su cuerpo lo condecoraban las más atroces cicatrices. Las flechas enemigas lo habían atravesado dos veces muy cerca del corazón. Ocasiones hubo en que lo dieran por muerto, pero milagrosamente se recuperaba. El enemigo lo evitaba porque su semblante diabólico provocaba el horror. Él mismo elaboraba las pinturas para afear su rostro, y escogía con cuidado sus pinceles; en veces se servía de betunes grasientos de diversos colores para acentuar ciertas franjas, y se hacía tatuar figuras bestiales a lo largo y ancho de su cuerpo bendito del dios de la guerra.

Y es que Sinteyut no era azteca como sus colegas, sino hijo de un borracho y de una prostituta maya. Había nacido en Mayapán pero en la adolescencia, por razones que no nos es dable conocer, emigró con su padre, un hombre duro de pelar, a México-Tenochtitlan, donde se instruyó en el arte de la guerra, llegando a ser capitán. Participó en un sinnúmero de combates y aprendió a manejar todas las armas, especialmente la macana, que dominaba a la perfección. Antes de trasladarse a las tierras frías, fue compañero de juegos infantiles de Hunac Kel, y sólo interrumpió la imperecedera amistad de los chicos la partida de Sinteyut. Con todo, de tarde en tarde aparecía por Mayapán al llamado de Hunac Kel, para escoltarlo en el combate contra los extranjeros. De pequeño, sus padres le habían aplanado a tal grado la frente que, ya hombre, su rostro, de perfil, daba la impresión de una cabeza de serpiente. La costumbre de aplanar la frente de los infantes, antigua práctica maya con la que los padres aspiraban al embellecimiento de sus hijos, servía también para blindarlos en la guerra, debido al efecto sobrecogedor que la frente achatada producía en el enemigo. Además, Sinteyut era estrábico de los dos ojos, lo que acentuaba su terribilidad. El ser bizco, otro signo maya de belleza, se lograba colgándole al niño del cabello una pelotilla que venía a caerle sobre la frente. El incesante vaivén de la pelotilla lo obligaba a fijar en ella su atención, acabando de trastrabarse de los ojos. Ahora, ante un disco plateado que hacía las veces de espejo, Sinteyut iniciaba el cuidadoso procedimiento de embijarse el rostro. Sentado en un banquillo frente al disco de plata, tomó con los dedos pintura terrosa de almagre de un recipiente y, mezclándola con un poco de agua, procedió a embadurnarse la cara, comenzando desde la frente para proseguir con la nariz, las mejillas y el mentón. Trazó con fineza de pendolista unas gruesas líneas rojas debajo de los ojos y otras más alrededor de la comisura de los labios y en la barbilla, observando complacido su faz en el disco plateado. Fajas negras y rojas surcaban furiosamente el perímetro de su rostro, como a la caza de un patrón que realzara la fiereza de unos rasgos ya de por sí demoníacos. Cuando, después de un rato, se presentó Sinteyut ante sus compañeros, todos se admiraron de su feroz apariencia: bien embijado y ya ataviado como para ir a la guerra. Hunac Kel lo saludó ruidosamente:

–Mírate, cabrón Sinteyut –rió–. Si no fuera porque te conozco desde la niñez, te hundiría un puñal ahora mismo en medio del corazón o huiría horrorizado ante tu presencia…

–¿Tan feo luzco para ti, Hunac Kel? –reía Sinteyut con toda su dentadura aserrada como la de un tiburón.

–¡Estás como para paralizar a cualquiera, hombre! –le gritó el rey divertido–. ¿No lo creéis así, capitanes? –dirigiéndose a Taxcal y a Tantecum, que presenciaban la escena. Ambos asintieron.

–No quisiera enfrentarme con él en un combate –dijo Taxcal, refiriéndose a la fiera expresión de su rostro, al plateado bezote engastado en su labio inferior, a su aplanada frente y a sus ojos estrábicos–. Además, no olvidéis que puede partir en dos a un hombre de un macanazo.

Sinteyut había cuidado de su tocado hasta el último detalle: las orejeras de color dorado que agrandaban y afeaban sus torpedeadas orejas, las narigueras de plata labradas con figuras dantescas, el tatuaje de los brazos y las piernas y, a modo de pulsera, el hueso de la mandíbula inferior de Pakum Koh, altivo enemigo suyo al que había muerto en batalla en otros tiempos. En la mano izquierda sostenía una macana de buen grandor, cuyo solo golpe bastaba para decapitar a un gigante.

En unas horas estuvieron listos los preparativos para la nueva invasión a Chichén Itzá. El pequeño ejército de Mayapán había crecido desmesuradamente con la incorporación de las tropas de los siete capitanes aztecas, y su ruidosa presencia hacía intransitables las calles de la ciudad. Aquello era un espectáculo al que no estaba acostumbrada la gente de Mayapán, y las familias cargaron hasta con sus infantes. Parecía un día de fiesta, y lo era en verdad con los coloridos pendones de guerra, los vistosos atuendos de los capitanes y la inmisericorde cosmética de ciertos combatientes de frentes achatadas y bizquera imponente, en primer lugar Sinteyut Chan. El pueblo entero apostaba por la victoria de su soberano y alardeaba de sus virtudes. Las comparaciones eran inevitables: el rey Hunac Kel manifestaba una naturaleza belicosa; el de Chichén Itzá, mucho mayor en edad, no estaba hecho para el combate. A Hunac Kel, aunque vanidoso, se le tenía como una suerte de semidiós en su pueblo; Chac Xib Chac, también amigo de pavonearse, descollaba por su crueldad, pero era motivo de chunga de sus capitanes. Por su afición a la natación y a la caminata, a Hunac Kel se le tenía también como una especie de héroe deportivo, que ya los había entonces; era de grandes manos, de anchas espaldas y talla heroica.

Antes de partir, Tigre de la Luna le recordó al rey la inaplazable visita al altar de Ek Chuah:

–Tienes que comparecer ante el ídolo del dios de la guerra si aspiras a adjudicarte una jornada venturosa. Anda y ofréndale algo valioso, la sangre de tus esclavos o tu propia sangre, por ejemplo.

El ídolo del dios, negro y prognato, en la imaginería ancestral de los mayas mantiene las huesudas manos ocupadas con dos jabalinas y una larga vara, los instrumentos propios de su oficio. Se le atribuía, coludido con la diosa Ixchel, la destrucción del mundo por el diluvio y otras lindezas. Hunac Kel hizo sacrificar dos esclavos y un venado que había cazado recientemente:

–Capitán Ek Chuah –rogó el rey de rodillas al ídolo impasible–; danos la victoria y concédenos ajusticiar al indigno rey de la santa Chichén Itzá.

Partieron en gran parada al filo de la medianoche. Iban bien pertrechados con un excesivo lujo de armas y galanuras. Pintarrajeados hasta lo indecible, cargaban con todo lo que pudiera destrozar, mutilar o lesionar de gravedad: arcos, flechas, lanzas cortas y macanas, jabalinas con puntas de obsidiana, mazas con navajas de pedernal, hondas, hachas, y una colección de lanzas en cuyas puntas lucían barbas cortantes de dientes de tiburón. Para la defensa, yelmos en la cabeza, corazas protectoras y decorados escudos de concha de tortuga. Los escudos de los capitanes eran más largos y flexibles, y estaban hechos de mosaico de turquesa.

Marchaba a la cabeza el rey Hunac Kel, flanqueado por sus capitanes Taxcal y Sinteyut, los de más fea catadura. Sinteyut llevaba consigo la temible macana, largo palo de madera de zapote que remataba en afiladas navajas de pedernal. Sinteyut era el mejor hombre con la macana en toda la comarca y, siendo zurdo, los efectos de esa arma en sus manos resultaban demoledores.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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