XI
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–¡Qué majestuosa es la ciudad que gobierno! –se jactaba Chac Xib Chac, completamente feliz, ante sus capitanes principales Pluma de Gavilán y Ojos de Culebra, mientras observaban desde lo alto de la pirámide de Kukulcán los prominentes edificios de Chichén Itzá.
–Muy cierto, señor –exclamó Pluma de Gavilán, dejándose llevar por las palabras del rey–: majestuosa y noble. Los dioses nos heredaron la ciudad más grandiosa de todas.
–Lástima que no valoramos todos los detalles de su insigne arquitectura –se quejó el rey, dándoselas de conocedor– y de la fina labor de los escultores y pintores que plasmaron en ella lo mejor de su arte. Ni siquiera conocemos el lenguaje de los jeroglíficos, cuyos secretos sólo son entendidos por los grandes sabios. La verdad es que estamos rodeados de imbéciles: miren a los winicoob, gentuza haragana y borracha que no sabe nada de nada; sólo sirven para cuidar de las milpas y engendrar hijos. Son más brutos que las bestias.
Pluma de Gavilán pareció sorprenderse de las palabras del rey:
–Pero yo pensaba que los amabas de verdad, señor –exclamó.
–¿Por qué dices eso, capitán?
–Porque en tus prédicas manifiestas que viven en tu corazón y que pides por ellos a los dioses….
Chac Xib Chac lo fulminó con la mirada:
–¿Pero qué quieres qué diga ante mis convidados, todos príncipes y reyes? –replicó, visiblemente enojado–. Me asombra tu estupidez, capitán. No, no los amo más que a mis perros que, a lo menos, saben ricos asados a la leña.
Pluma de Gavilán deseó que se lo tragara la tierra: había metido la pata y tendría que excusarse ante el rey:
–Perdón, señor –se disculpó bajando la cabeza–. No he querido decir lo que salió de mi boca. Conozco a los winicoob: son la hez de nuestro pueblo y de nuestra raza.
–Y yo los conozco mejor que tú, Pluma de Gavilán –terció Ojos de Culebra en la conversación–, porque he tenido que lidiar con sus borracheras y sus atrevimientos, y casi siempre tengo que golpearlos para enderezarlos. El rey no puede amar a estos miserables.
–Muy cierto –habló Chac Xib Chac respaldando lo dicho por Ojos de Culebra, a quien se dirigió–. Los conoces tan a fondo que te he encomendado custodiarlos y disciplinarlos cada vez que sea necesario.
–Sí –rió Ojos de Culebra con su boca de dientes afilados–, los conozco tan bien que puede decirse que los he parido.
–Y los pariste a maravilla –se burló el rey– al grado de que te embriagas con ellos y te acuestas con sus esposas.
–Es que tengo que saber lo que piensan, señor –se excusó el otro–; a veces tenemos que comer un poco de mierda para conocer a qué sabe…
–Bonito símil, capitán –se burló de nuevo Chac Xib Chac–; lo malo es que a veces te engolosinas con la mierda.
Ojos de Culebra, que era de cierto tan borracho y tan haragán como los winicoob, se distinguía por su crueldad y, aprovechando esta coyuntura, el rey lo había nombrado de tiempo atrás una suerte de pretor de aquellos infelices hambrientos, a los que trataba con extrema fiereza. En sus excursiones de reconocimiento por su humilde caserío, se hacía acompañar de un número de hombres tan desalmados como él.
–Pero decías, mi señor –retomó la palabra el untuoso Pluma de Gavilán–, que te place sobremanera gobernar nuestra gran ciudad…
–En eso estaba –respondió el rey, todavía mosqueado– cuando tuviste la ocurrencia de ponderar a los winicoob como si éstos fueran importantes.
–Te pido perdón de nuevo, señor –dijo el otro y ensayó una genuflexión–. Reconozco que te he faltado el respeto.
Chac Xib Chac se encogió de hombros: le tenían sin cuidado las disculpas y reverencias de su capitán.
–Pero lo que me hace más feliz –prosiguió el soberano– es que he recuperado a mi Blanca Flor de las garras de ese hijo de la chingada, que seguramente la mantenía encerrada en algún oscuro calabozo de su maldito palacio. ¡Cómo habrá sufrido la pobre! Ahora es libre y hace lo que se le pega la gana: ¡para eso es mi esposa, carajo! En estos momentos duerme plácidamente en nuestra recámara, sin ningún temor por su seguridad.
–Qué bueno que ya estáis juntos de nuevo –sonrió Ojos de Culebra ante su patrón–, Y, verdaderamente, nuestro esfuerzo en el rescate fue mínimo. Hunac Kel nunca sospechó que, de algún tiempo a esta parte, andábamos vigilando sus movimientos y, confiado, nos ofreció en bandeja de plata a la señora Blanca Flor, tu amada esposa. No fue necesaria la intervención del ejército, señor: sólo veinte hombres bastaron para emboscar a los soldados del capitán Pitz y despacharlos al último de los infiernos.
–Lástima que también cargaste con Pitz –comentó el rey socarronamente–, pagándole de mala manera su colaboración para con nosotros. No le perdonaste la vida ni por haber sido nuestro informante secreto por tantos días…
–Pitz tenía que morir, señor –se excusó Ojos de Culebra–. El hombre sabía demasiado sobre nuestros movimientos. No podíamos arriesgarnos a que le fuera a contar a todo el mundo los detalles de lo ocurrido. Yo mismo lo ejecuté.
–Creo que hiciste lo correcto, capitán –rió el rey–, pero no era necesario que practicaras tu puntería en él. Dicen que le dejaste el pecho como un erizo de mar, hombre.
–Bueno, no fui sólo yo: en realidad todos mis hombres lo usaron de blanco para probar su puntería.
–Ya nada de eso tiene algún valor–señaló Chac Xib Chac–. Lo único importante es que es que recuperamos a mi linda esposa.
–Pero está vivo Hunac Kel, señor –intervino de nuevo en la conversación Pluma de Gavilán–, y no nos dejará vivir en paz. Yo creo que a la larga tendremos que arrasar Mayapán y capturarlo.
–Lástima grande es que no participara el hijo de puta en la caminata aquella tarde –se lamentaba el rey–. Hubiese sido la gran oportunidad de atraparlo como se atrapa a un pájaro en la trampa y, después, traído a mi presencia, lo habría atravesado de un flechazo.
–Y le habrías arrancado el corazón –explotó el mentiroso halago de Ojos de Culebra–, para ofrendárselo a Ek Chuah.
–Eso no –lo atajó el rey– porque el corazón de Hunac Kel no tiene ningún valor, y menos su sangre, aunque presuma de descender de un águila. Vale más la sangre de una zarigüeya que la de este granuja.
–Pues es cierto –se apresuró a desdecirse el otro–; no ensalzaríamos a nuestro dios de la guerra regalándole tal mala sangre, y sí, en cambio, lo afrentaríamos.
–Ya no hablemos más de la sangre de un gañán –el rey buscó finiquitar el tema–; lo que nos concierne ahora es asaltar Mayapán y ajusticiarlo allá, a la vista de su propia gente y de los winicoob, a los que dice amar tanto. Después lo descuartizaremos y arrojaremos sus despojos a los depredadores de la selva, que con gran contento darán cuenta de ellos.
Ojos de Culebra intentó impresionar a su patrón:
–Será un escarmiento formidable –dijo–. Señor: dame la orden y con mis hombres arrasaré Mayapán y yo mismo ejecutaré a Hunac Kel.
–¿Tú? ―rió con ruidoso sarcasmo Chac Xib Chac–. ¿Tú, Ojos de Culebra? No quiero sobrevalorar a Hunac Kel, pero te haría pedazos. En caso de enfrentarlo, yo sería el indicado puesto que soy el rey y me avalan muchas batallas y muchas hazañas. Conmigo no hay juegos, capitán: Hunac Kel sería hombre muerto al instante.
–Esa es una gran verdad –intervino Pluma de Gavilán–. Esto es cosa de reyes y no de siervos como nosotros. Ojos de Culebra nada tiene que hacer en un asunto que sólo a ti concierne, mi señor.
Chac Xib Chac sonrió halagado antes los ditirambos del capitán y, sin decir palabra, descendió por la gran escalinata de la pirámide y luego se encaminó al palacio. Los dos capitanes principales lo escoltaron como perros fieles hasta el umbral de la residencia de paredes blancas y se despidieron del jefe con enfadoso protocolo.
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–¿Escuchaste, Ojos de Culebra? –dijo por lo bajo Pluma de Gavilán cuando se alejaban del palacio, por el camino blanco–. El viejo barrigón se piensa muy listo y cree que acabará fácilmente con Hunac Kel.
–El hijo de puta ya chochea –rió Ojos de Culebra–: Hunac Kel lo desnucaría de un manotazo–. No sabe lo que dice.
–¡Claro que sabe lo que dice el muy imbécil! – dijo el otro–. Lo que le gusta es darse aires de grandeza haciéndose pasar por valiente, pero la verdad es que se cagaría de miedo si lo retara Hunac Kel al combate.
Y riendo y mofándose de su rey, continuaron su camino a casa.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…