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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XI

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IV

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El día de la entronización, la gente desbordó las calles de Mayapán. Todos querían ser testigos de la solemne ceremonia. Personajes hubo que caminaron salvando riscos y bogando ríos desde sitios tan lejanos como Guatemala y México–Tenochtitlan. Llegó gente de la vieja metrópoli de Tikal, de Bonampak y aun de pueblos de Honduras y de las islas caribeñas, todos cargados de presentes de oro y piedras preciosas. Unos vistosos capitanes, cubiertos de largas capas bordadas con figuras de águilas y jaguares, habían viajado desde la remota ciudad de Tula para estar en el ceremonial y en el gran banquete. Eran invitados especiales de Hunac Kel, como lo eran los reyes y los príncipes de los otros reinos. Ahí estaba, hierático e infundiendo respeto, el rey de Izamal, Ah Ulil, considerado un hombre honesto, firme y leal a sus convicciones; era uno de los confederados de la Liga de Mayapán; había cumplido cincuenta años y vestía sin mayor pretensión con ropas blancas y limpias; en cambio, Ah Tutul Xiu, el rey de Uxmal, la ciudad más fina de los mayas, no exhibía en plenitud su ostentosa vestidura que le quedaba ancha en todas sus partes debido a su esquelética anatomía. Por allá andaban los príncipes cupules y cochuajes, jóvenes de recia musculatura, vestidos con elegancia; los acompañaban unas chicas bonitas y tan elegantes como ellos. Chac Xib Chac, el rey de Chichen Itzá, se presentó con mucho retraso al evento, cual era su costumbre. Pedante y engreído, apenas si se disculpó por su impuntualidad ante Tigre de la Luna, el encargado de recepcionar a la realeza:

–“Tú sabes lo complicado que es vestir a un rey de mi jerarquía… Creo que no necesito darte explicaciones de ninguna naturaleza. Lo que cuenta es que he llegado.”

Tigre de la Luna hirvió en cólera ante la respuesta insolente de Chac Xib Chac y de golpe explotó en su cerebro el recuerdo de aquella infamia de exponer a Hunac Kel a la siniestra efigie del dios de los muertos, cuando era sólo un niño. Enseguida pensó en responder con firmeza a aquella falta de respeto a su investidura de consejero áulico del rey de Mayapán, pero crispando los puños se contuvo: no iba a ocasionar un escándalo precisamente en el día de la coronación de su señor. Prefirió hacer uso de su proverbial ironía:

–Perdona, Chac Xib Chac –le dijo– pero sólo tú faltabas y todos estábamos sumamente preocupados por tu ausencia… Pensamos que habías sufrido algún percance.

–¿Percance? –dijo Chac Xib Chac un tanto incómodo–. No, Tigre de la Luna, soy un hombre afortunado al que sólo le ocurren cosas buenas. Ahora haz que los trompetistas y los cantores me proclamen ante el público:

–Enseguida –Tigre de la Luna lanzó la última indirecta; todo el mundo pregunta por ti. Los invitados están impacientes por saludar al rey de Chichen Itzá… y ahora comprendo su impaciencia…

Hunac Kel se había hecho a la idea de celebrar en grande su entronización, pero su tutor lo disuadió de tal ostentación:

–¿Para qué tanto vino? –le había dicho–. Todos comenzarán a beber temprano y cuando llegue el momento de sentarte en el trono la mitad de tus invitados estarán durmiendo la borrachera, Tampoco veo el motivo de sacrificar cincuenta esclavos si con diez bastaría. Y ese crecido número de bailarines y cantantes actuando al mismo tiempo… Es demasiado boato. Que canten y bailen está bien, pero tomando turnos los danzantes y los cantantes. No hay que ser tan despilfarradores. Recuerda lo que nos ha costado tu trono con incrustaciones de perlas. También las plumas de quetzal traídas de Guatemala han tenido un alto costo, todo esto sin incluir el hospedaje de tus invitados que han venido desde tan lejos.

Hunac Kel, a regañadientes, obedeció los dictados de su consejero, pero sabiendo que ser juramentado rey de Mayapán era asunto de una vez en la vida, y que la celebración del fasto debería ser memorable, llamó a guardadas al capitán 7-Tecolote y le ordenó distribuir a manos llenas el licor y la comida, y mantener entretenidos a sus convidados con cantos y danzas, sin solución de continuidad. Sólo en un punto obedeció Hunac Kel las indicaciones de Tigre de la Luna: hizo reducir el número de sacrificados de cincuenta a solamente diez.

En cuanto hubo recepcionado a Chac Xib Chac, el último de los dignatarios invitados de Hunac–Kel, Tigre de la Luna se dirigió a uno de los templos redondos construidos por Kukulcán donde se hallaban los otros sacerdotes participantes en el ritual. Eran todos viejos, vestidos con impolutos mantos blancos con tocados de plumas de guacamaya y asidos a largos báculos, apoyo de su provecta edad.

Sentados en círculo en el suelo, conversaron, a puerta cerrada, de los últimos detalles del ritual. Tigre de la Luna llevaría la voz cantante en la ceremonia e investiría y juramentaría al futuro rey de Mayapán, de acuerdo con los antiguos cánones. A un tiempo dado, se levantaron y se dirigieron en fila india al templo redondo mayor donde los aguardaba, rodeado de sus capitanes, el hijo adoptivo de Ah Me’ex Cuc, el vástago de un águila misteriosa que nadie había visto, el discípulo ilustre de Tigre de la Luna, en quien se depositaría el reinado de la ciudad sagrada. Pero antes, Tigre de la Luna, a quien se veía muy feliz de coronar a su discípulo predilecto, largó un fatigoso discurso consagrado a las glorias del pueblo maya, a los milagros del Rocío del Cielo y del Serpiente Emplumada, y a la santidad del Barbas de Ardilla y de la propia ciudad de Mayapán. Hubo otras intervenciones de los sacerdotes concelebrantes antes de que, finalmente, el consejero áulico, en medio del aroma y la humareda del incienso, asentara el hermoso tocado de plumas de quetzal sobre la cabeza de Hunac Kel, y le colocara en la mano derecha el bastón de mando, acaso el símbolo de poder más importante de su reinado. Entonces sonaron los toques de los tambores-tunkules y el acento solemne y ceremonial de las trompetas de hueso. Todos los asistentes, desde los reyes y príncipes hasta las cocineras y los humildes winicoob, sintieron vibrar en su corazón esa inevitable sensación de bienestar que da ser parte de un gran pueblo, de una comunidad artística y científica de altísima prosapia en pleno disfrute de su época de oro.

Pero algo ocurría, pues en medio de los himnos y de la solemnidad de la liturgia, Tigre de la Luna intercambió algunos cuchicheos y gesticulaciones con sus colegas. De pronto, levantó ambos brazos y los músicos callaron de golpe y porrazo. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué ocurría que el Gran Consejero interrumpía de esa manera tan sagrado ritual? La gente comenzó a protestar, primero como un murmullo y después levantando la voz. Entonces Tigre de la Luna pidió silencio y explicó por qué había suspendido la ceremonia:

–Una de las trompetas ha incurrido en una falsa nota, rompiendo el equilibrio de nuestra liturgia–dijo, golpeando el piso con su bastón–. No sé qué pudo ocurrir a nuestros trompetistas, pero han desentonado lamentablemente. La falsa nota ha sonado como el graznido de un pajarraco y se ha lastimado la armonía del conjunto ¿No lo habéis escuchado? Tal falta no la puedo consentir en una ceremonia tan sagrada como ésta–. Dirigiéndose a uno de los trompetistas, le hizo un reclamo–: Tú has sido, Nayal Uc, tú erraste ese toque y arruinaste el ritual. ¿Qué te ha ocurrido, Nayal Uc, tú siempre tan afinado y seguro en tus toques?

El trompetista bajó la cabeza y asentó su trompeta en el suelo; estaba avergonzado de su error, acaso cometido por descuido, y eso era imperdonable y no tenía ninguna explicación que ofrecer; sabía que nada escapaba al agudo oído de Tigre de la Luna, sentido cuya fidelidad no era discutible. Hunac Kel, que aguardaba impaciente, miró furtivamente a su maestro y con un discreto movimiento de cabeza le pidió que continuara la ceremonia.

–El rey Hunac Kel me pide que prosigamos con el ritual –se dirigió el sacerdote a la expectante multitud– y así será. Pero os digo que si por mí fuera lo habría cancelado del todo pues estas cosas, al parecer pequeñas, enfadan a los dioses. Ese solo toque fuera de tiempo basta para ofenderlos y ofendernos a nosotros mismos. Muy bien, prosigamos adelante, pero te advierto, Nayal Uc, que, si yerras de nuevo, te expulsaré del templo y cancelaré la ceremonia, así proteste mi señor Hunac Kel, pues el agradar a los dioses que nos ven y nos escuchan es lo primero.

Pero no hubo necesidad de llegar a tanto: Nayal Uc, que no era sólo un maestro en el arte de sonar la trompeta, sino que fabricaba y templaba sus propios instrumentos, se creció al castigo y concluyó a tambor batiente. Los sonidos marciales dignos de la ceremonia surgieron como una explosión de júbilo de la trompeta mágica de Nayal Uc, ante la sonrisa aprobatoria de Tigre de la Luna, el alivio de Hunac Kel y la satisfacción de los convidados que presenciaron el desenlace de aquel entronizamiento de un rey que daría mucho de qué hablar en los anales del pueblo maya

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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