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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – VIII

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III

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Habitaba una vieja casa de cal y canto en las afueras de Mayapán. Y aunque el severo código maya no prohibía a los sacerdotes el matrimonio, nunca se casó para no contaminar la pureza de su cometido en la tarea que le había sido encomendada por los dioses. Ahora, con una edad próxima a los cien años, este Kaat Naat, este Preguntador, pequeño como un pigmeo y de pronunciada corcova, que apoyaba su longevidad en un nudoso báculo de madera y que vestía túnicas blancas y sandalias de soga de henequén, sólo se dejaba ver de tarde en tarde, como haciéndose el importante, que lo era, en cierta forma. A pesar de ser soltero, tenía que compartir su celibato con un séquito de criados que le hacían la comida, le preparaban el baño, le lavaban la ropa, le limpiaban la casa y lo ayudaban en la complicada tarea de vestirse de luces cada vez que le tocaba presidir la gran ceremonia del Lenguaje de Zuyua. Durante su larga vida había sido soldado, diácono, sacerdote y finalmente Preguntador, puesto que ocupó a la muerte del último Kaat Naat. Para el cargo, los sacerdotes escogían al más viejo del clan, que era, en su opinión, el más sabio, no en entendederas de ciencias o de letras, sino en el estudio de la genealogía ilustre del lugar; quiénes eran o no, príncipes o hijos de príncipes, quiénes pertenecían o no, a la aristocracia. Y con esto no se podía jugar, pues del vetusto, y sólo de él, dependía que aquél que aspirase a gobernar una ciudad, una comarca, o siquiera un poblacho, fuese de comprobada realeza, esto es, que le fluyera suficiente sangre azul por las venas.

Ahora bien, lograr ser recibido por el Kaat Naat era otro cuento; resultaba más fácil entrevistarse con el demonio Kizín que con este viejo saturado de manías y de risibles supersticiones que se la pasaba durmiendo todo el día y que había prohibido ser despertado, aun si se tratara de la visita del mismísimo rey de Mayapán o del más eminente soberano extranjero.

–El sueño de mi señor es sagrado –solía comunicarle un criado al visitante–, y no me atrevería a despertarlo, so pena de sufrir una buena azotaína.

Tigre de la Luna estuvo inútilmente a entrevistarlo cuatro veces: no lo recibía el Kaat Naat por alguna razón. Al quinto intento le concedió audiencia: el viejecillo lo recepcionó con su acostumbrada túnica blanca y sus humildes sandalias: Tigre de la Luna, al verlo, lo saludó con respeto; el anciano caminaba con dificultad, auxiliado de su bastón, mientras farfullaba algo que no pudo entender su huésped. El hombre era detestable: sin hacer mucho caso de los saludos de su visitante, tomó asiento en una suerte de trono de piedra sembrado en medio de la sala. Un criado le sirvió enseguida una jícara de pozole que el amo empezó a beber, a sorbos, sin siquiera preguntar al ilustre huésped si deseaba algo para tomar. Después de ingerir, con la parsimonia de un elegido, dos o tres tragos de pozole, se limpió la boca con el dorso de la mano y se dignó iniciar la conversación.

–Ya sé a qué has venido, Tigre de la Luna –dijo, asentando la jícara en uno de los brazos del trono–: llegó el tiempo de entronizar al joven Hunac Kel y necesitas saber la fecha para su comparecencia en la ceremonia del Lenguaje de Zuyua.

–Es cierto, señor –repuso el sacerdote, que permanecía de pie, sin atreverse a tomar asiento. – En Mayapán consideramos que el tiempo está maduro para que Hunac Kel tome posesión de nuestro reino.

El viejo, cuyo rostro cuajado de arrugas acusaba el drama de sus largos inviernos, bebió sin ninguna prisa dos o tres tragos más de su jícara de pozole, antes de responder:

–Muy bien, Tigre de la Luna –dijo al fin, mientras se limpiaba de nuevo la boca con el dorso de la mano– pues tú sabes lo que tienes que hacer: trabajen bien al muchacho para quien no tendré complacencias como tampoco las tendré con ninguno de los otros… porque sabrás que son varios los jóvenes que se han apuntado para participar en la prueba. Hunac Kel es sólo uno de ellos.

–Ya lo hemos preparado, sabio Kaat Naat –le aseguró el sacerdote–, para el gran día. Y lo hicimos a conciencia pues sabemos de tu rectitud intachable. Creo que hasta pecas de un poquito de intransigencia con los jóvenes, señor.

El Preguntador no sintió ofensivas las últimas palabras del maestro de Hunac Kel; al contrario, le sonaron como un halago a su vanidad y a su escrupuloso sentido de la responsabilidad:

–Tengo que ser duro, Tigre de la Luna –respondió después de beber un largo trago de pozole–: mi misión es divina y no puedo permitir que algún villano hijo de mala madre se pase de listo y se haga de algún trono por allá una vez que concluya la prueba. ¡Imagínate a un plebeyo gobernando Mayapán! Sin embargo, algo así ocurrió en tiempos de mi predecesor, que padecía de sordera peor que la mía, y no entendió del todo las respuestas del aspirante, que eran equivocadas. El joven pasó la prueba y fue juramentado rey o príncipe de una pequeña ciudad del Poniente donde, en lugar de gobernar, se dedicó a enamorar mujeres y a emborracharse en público. El pueblo, enfurecido, quería lapidarlo, pero fueron los dioses los que hicieron justicia y una tarde de mucha lluvia que andaba de caza, se desplomó fulminado por un rayo.

–Tuvo su merecido –apostilló Tigre de la Luna–, en realidad, el tipo no pertenecía, ni por pienso, a la realeza, ni tenía ninguna voluntad de gobernar con cordura.

–Ciertamente –lo secundó el Preguntador–: este impostor era un chico sin una gota de sangre real en las venas que, persuadido de sus amigos sobre las ventajas que le reportaría el gobierno de la ciudad, se fabricó una falsa identidad de aristócrata.

–Y engañó al viejo Preguntador, el cual, por lo que dices, era sordo como una tapia.

–Por ello exijo de los postulantes las respuestas rotundas. No tolero los trastabilleos y las vacilaciones. Si me asalta la más leve sospecha de que se me está tendiendo una trampa, cancelo la sesión y los mando para su casa. Cuando los he pillado haciéndose pasar por aristócratas, he obrado con mayor severidad, y ahí mismo, en la plaza del pueblo, los he hecho castigar con cien azotes a raíz de las carnes. ¡Esos farsantes no se saldrán con la suya!

Tigre de la Luna advirtió que el anciano se había encendido de cólera y que temblaba de pies a cabeza. Los infinitos surcos de su cara, ya apergaminada por la mucha edad, se profundizaron, en sus ojillos oscuros como los de un tordo negro se observaba un brillo estremecedor.

El sacerdote prefirió cambiar el curso de la conversación:

–¿Cuántos años has fungido de Preguntador, señor?

–No he llevado la cuenta: cuarenta, cincuenta… no lo sé –respondió el anciano, encogiéndose de hombros mientras retomaba su jícara de pozole para darle otro sorbo.

–Y no te sientes fatigado? –dijo Tigre de la Luna– Porque hay que admitir que eres ya viejo…

–¿Y que con eso…? –rezongó el Kaat Naat–. Siempre he sido viejo; desde mi mocedad era ya viejo, aunque mi apariencia entonces desmintiera mi vejez. Para ser sabio hay que ser viejo. No me vengan a decir que los jóvenes de nuestro tiempo son sabios. Vuestro mismo Hunac Kel, que ha sido tutelado de vosotros, y del que presumís grandes conocimientos, todavía no sabe nada.

Tigre de la Luna pretendió protestar, decir algo en defensa de su discípulo, pero el Kaat Naat lo atajó con su voz antigua y cascada gritando–: ¡Espera! Todavía no termino. Sé que me vas a decir que el joven es hijo de un águila y prohijado de un semidiós, pero blasonar de una genealogía divina no lo hace más sabio ni más bruto. Yo conocí al Barbas de Ardilla y merece mi veneración, pero del águila que hubo a Hunac Kel en la montaña nada puedo decir, porque tanto las águilas como las montañas no abundan por aquí. Pero tampoco pretendo poner en duda el milagro revelado por Ah Me’ex Cuc, que hoy se anda del brazo en uno de los trece cielos con los dioses y los semidioses.

El Kaat Naat había hablado demasiado y estaba fatigado: así lo entendió Tigre de la Luna cuando el viejo comenzó a cabecear y a decir tonterías. A poco llegaron dos criados y lo transportaron a su habitación. Era tan frágil que hasta un niño podría cargarlo como una marioneta.

–Está cansado y necesita reposo mi señor –le dijo a Tigre de la Luna, a manera de inútil explicación, un anciano que parecía ser el segundo de a bordo en aquella casa vieja poblada de fantasmas, y añadió–: Apenas tengas listo al joven Hunac Kel, comunícate con nosotros y dispondremos la fecha de la ceremonia. Yo estoy a cargo de escoger la hora y el día apropiados del ritual del Lenguaje de Zuyua, claro, de acuerdo con el estado de salud del honorable Preguntador. Aguardaremos seis meses. Entonces regresa.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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