Novela
XXII
1
Las precauciones tomadas por el sacerdote Ah Okom Olal para impedir que el enemigo se informase de la muerte de Hunac Kel no sirvieron para nada. En cuanto se supo el hecho fatídico, la selva se llenó de tambores y caracoles; en las plazas de los poblachos los cantores entonaron himnos fúnebres y los juglares recitaron elegías en honor del ilustre difunto.
La noticia fluía imparable por milpas y caseríos, filtrándose en los adoratorios y las cuevas, ámbitos de oración matutina de los sacerdotes sagrados, agachados sobre la serenidad de sus esteras. De patio a patio, junto a las albarradas, la dramatizaban los viejos y las comadres; los brujos, borrachos para conmemorar la ocasión, se embadurnaban de negro de pies a cabeza y armados de sus tunkules, que hacían sonar a batacazo limpio, proclamaban en las plazas que la muerte de Hunac Kel no la habían perpetrado los capitanes aztecas sino el mismo Ah Puch por tomar venganza de las injurias del rey: «¡El dios de los muertos se ha cobrado con creces las humillaciones que recibió de Hunac Kel! Ahora su alma vaga por el Noveno Infierno y pronto arderá al fuego de los viejos demonios –vociferaban, horripilando al pueblo que honestamente pensaba que el héroe se había convertido en dios–. No aguardéis por milagros, gente pecadora, que con la muerte de Hunac Kel llega también la muerte de Chichén Itzá.»
Los santuarios se colmaron de parroquianos llorosos y mujeres histéricas cuyos gritos herían el aire tranquilo de las noches mayas a las que la luna, acaso también enamorada del bello campeador de los ojos verdes, regateaba su luz para ocultarse y llorar a solas.
Felices por la novedad, los enemigos de Hunac Kel comentaban en una de las terrazas del Palacio del Gobernador en Uxmal los impensados acontecimientos:
––Ha muerto ese demonio –señalaba con una sonrisa que devenía una mueca sarcástica el rey Ah Tutul Xiu ante su huésped el rey de Izamal, Ah Ulil–. Esa es la mejor noticia que he recibido en toda mi larga vida.
–Y ha muerto por mano de sus siete capitanes aztecas, en los que depositó su entera confianza al grado de encomendarles su propia vida –indicaba Ah Ulil, el de Izamal–. ¡Y qué manera de morir! Lo cosieron a puñaladas esos extranjeros malnacidos… ejecutaron el trabajo sucio por nosotros –sonrió– pues tú sabes que ya nos disponíamos a hacerlo trizas.
–Bueno, Ah Ulil, no quisiera ser un aguafiestas, pero a ti te salvó la vida.
–Y lo admito –se sinceró Ah Ulil–, se lo agradecí de siempre… hasta que cometió el grave pecado de traicionarnos, de traicionar a la sagrada Triple Alianza, que vale más que mi vida. Fue por nuestros pueblos, Ah Tutul Xiu, por la gloria de nuestra raza y la defensa de sus ciudades, que fundaron nuestros abuelos la Confederación de Mayapán. Ya no se trataba sólo de algunos reinos sino de toda la raza maya, y él asaltó Chichén Itzá y propició el resquebrajamiento de la Confederación. ¿Cómo perdonar tan horrible desacato? Yo hubiera sido devorado por aquel jaguar en Mayapán si no fuera por la milagrosa intervención de Hunac Kel pero, después de reflexionarlo minuciosamente, pienso que habría yo preferido ser muerto por la bestia a cambio de conservar la pureza de la Triple Alianza y la unidad de nuestros pueblos.
Ah Tutul Xiu no ocultó su asombro ante lo dicho por Ah Ulil:
–Te admiro de verdad –expresó–. Yo también amo y respeto a la Confederación, pero mi vida es primero.
Ah Ulil entendió que Tutul Xiu nunca sería un patriota y que le tenía sin cuidado el destino de su pueblo. En cambio, él había sido educado por los viejos maestros de Izamal, descendientes de los apóstoles del Rocío del Cielo, padre y profeta de los pueblos mayas.
–Bien –dijo–, cada quien practica su propia filosofía de la vida y eso no lo vamos a discutir. Pero te decía que ha fallecido nuestro más aborrecido enemigo, en buena hora. Y también ajusticiaron a los siete capitanes aztecas, hombres infames que tanto daño hicieron a nuestros pueblos.
–Dicen que a Sinteyut Chan no lo ajusticiaron, murió por su propia mano, ahorcándose.
–Bueno, su suicidio fue una forma de ser ajusticiado, pues se sintió perdido y sólo le quedaba esa alternativa. Espero, con todo mi corazón, que ahora los demonios de los nueve infiernos comandados por Ah Puch se den su tiempo y achicharren su alma a fuego lento para que su tormento dure una eternidad.
–Es fama que desde niño fue enseñado a odiar. Nunca tuvo piedad para el vencido y se gozaba torturando a sus enemigos o a quienes no pensaban como él.
–Bueno, qué se podía esperar del hijo de un borracho y de una prostituta…
–Porque hizo sacrificar a mucha gente, el pueblo ansiaba echarle mano y desollarlo vivo, pero ante su imprevisto destino, Puma Rojo les regaló como premio de consolación las vidas de Tzuntecum y Taxcal: a éstos los mutilaron y les arrancaron las cabezas, que fueron arrojadas a la plaza para ser objeto del escarnio de la plebe.
Ah Ulil se ostentaba satisfecho:
–La muerte de Hunac Kel y de los capitanes aztecas nos quita un gran peso de encima –indicó–. Ya no tendremos que preocuparnos por ellos.
–Pero eso no es todo –replicó Ah Tutul Xiu–. Ahora hay que arrasar con Chichén Itzá, Ah Ulil, tenemos que borrarla de la faz de la tierra.
–No, eso no, Tutul Xiu –la protesta de Ah Ulil fue manifiesta–. Chichén Itzá es una ciudad sagrada, uno de los grandes santuarios que nos heredó Kukulcán. ¿Cómo vamos a arrasar a una ciudad con tanta historia, tan llena de símbolos y memorias del Serpiente Emplumada? Escucha: si pretendes consumar esa herejía, no cuentes conmigo.
Ah Tutul Xiu no disimuló su aprecio por la sabiduría del rey de Izamal:
–Tú siempre hablas con la verdad; por eso te admiro y te respeto. Creo que empleé los términos equivocados. Yo sería el primero en salvaguardar los sacros edificios de Chichén Itzá: su Gran Pirámide, su Juego de Pelota, sus adoratorios, todos emblemáticos del Serpiente Emplumada. No, Ah Ulil, cuando dije arrasar quise significar acabar con la escoria que asuela la ciudad, con todos esos vagos y criminales que se han apoderado de sus edificios para hacer de las suyas; y, desde luego, echar fuera a los winicoob, la gentuza de Hunac Kel, a los que agasajaba con comilonas y borracheras para tenerlos de su lado.
–Pero los winicoob no viven en la ciudad, Ah Tu tul Xiu –le aclaró Ah Ulil–, sino fuera de ella y no entrañan ningún peligro. Son pobres, Ah Tutul Xiu, esto es: no valen nada.
–Aun así, les desconfío: son ladinos y sucios. Mas no importa: lo que haremos es expulsar a los llamados ciudadanos, empezando por el caciquillo Ah Okol Cheen y el sacerdote Ah Okom Olal, que mangonean la ciudad.
–¿Y qué haremos con Puma Rojo y 7-Tecolote? Esos sí son peligrosos por ser militares. ¿Los expulsaremos también?
–No, Ah Ulil, a esos los ejecutaremos ante la chusma y les cortaremos las cabezas. A sus soldados los haremos nuestros esclavos. Nadie debe permanecer en Chichén Itzá.
–Echaremos fuera hasta las cocineras, con Ix Nahau Cupul a la cabeza…
–A esa me la quedo yo, ilustre sabio –se apresuró a señalar Ah Tutul Xiu–; la necesito para mi palacio en Uxmal, lugar donde escasean las buenas cocineras. Ah, y también se irán conmigo algunos músicos, que los hay muy buenos, y los nuevos sacrificadores que aunque jóvenes son muy certeros… Todos me son necesarios.
–¡Medio Chichén Itzá se irá contigo, Tutul Xiu! –rió de buena gana el por lo general adusto señor de Izamal–. ¿No te llevarás también al modisto de Chac Xib Chac?
–No es mala idea, Ah Ulil –exclamó Ah Tutul Xiu–: no cuento en Uxmal con alguien de la talla de Namo Canché para vestirme con propiedad. El sí que sabe de penachos suntuosos, de joyas, de finas plumas y de vestidos bordados de oro y plata hechos con arte y derroche de fantasía. Y te digo que no me importa que sea maricón pues los maricones son los más exquisitos para vestir a un rey de mi jerarquía.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…