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Novela
XXI
1
El capitán Puma Rojo no daba crédito a las palabras de Pavo Plateado, que eran como dardos que le traspasaban el corazón:
–Hemos hecho todo lo posible, capitán –habló en nombre de sus contristados colegas–. Nuestra medicina ha fracasado y Hunac Kel acaba de morir.
–Pero cómo es posible, Pavo Plateado –protestaba el capitán–. Era un hombre muy fuerte y sabía defenderse.
–Sus heridas eran profundas. Le aplicamos emplastos de nuestras hojas medicinales y rezamos rogativas de sanación al Rocío del Cielo y a Ixchel. Creo que estaba escrito que Hunac Kel falleciera esta madrugada.
El sacerdote Ah Okom Olal y el cacique Ah Okol Cheen entraron en ese momento a la choza y, al escuchar las últimas palabras del médico, rompieron a llorar.
Pavo Plateado, sentado en un rincón, todavía con las manos rojas de la sangre del héroe, reflexionaba sobre lo que había leído en el Códice de Mayapán unas horas antes y volvía a asombrarse de la certidumbre de las premoniciones de Tigre de la Luna.
–¿Será ahora nuestro Hunac Kel el dios que soñó ser? –decía, mientras se enjugaba las lágrimas el pequeño cacique–. Tiene que estar en lo alto del cielo ¿no es cierto? ¿Qué estrella le tocará?
–No lo sabemos todavía –respondía, cabizbajo el Señor Triste.
–Ahora, lo más urgente es disponer los ritos funerarios –sugirió Puma Rojo–. ¿Qué haremos, Ah Okom Olal? Creo que es nuestro deber sepultarlo con todos los honores de su jerarquía real.
–Nada de eso –dijo el sacerdote–. Celebraremos una ceremonia modesta, sin mucha alharaca.
Puma Rojo manifestó su desacuerdo al Señor Triste
–¿Cómo puedes decir tal cosa, Ah Okom Olal? Hunac Kel es el rey de Chichén Itzá y sus exequias no pueden ser sino solemnes y memorables, como él hubiera deseado. Una ceremonia deslucida como tú pretendes lo habría enfurecido. Además, no va con su condición de héroe y ya probablemente dios o semidiós; sólo desestimarías su memoria.
–Escucha, Capitán: no ha sido mi intención menospreciar la memoria de un héroe de los tamaños de Hunac Kel, pero por ahora no es conveniente celebrar en grande sus exequias. De hacerlo, correríamos el riesgo de que sus enemigos se informaran de su muerte y asaltaran Chichén Itzá. Y nos acabarían, Capitán –concluyó con un hondo suspiro–. Nos acabarían porque los asesinos de Hunac Kel, los siete capitanes aztecas liderados por Sinteyut Chan, eran quienes, y me avergüenza admitirlo, defendían a Chichén Itzá.
Puma Rojo reconoció esa verdad y terminó por aceptar, desconsolado, la propuesta del gran sacerdote:
–Que se haga como tú dices –le expresó al religioso–. Chichén Itzá todavía no cuenta con un ejército lo suficientemente grande para enfrentar a todos sus enemigos. Sin embargo, estoy seguro de que pasados unos años estaremos en condiciones de defendernos de los intrusos. Será entonces el tiempo de rescatar y glorificar la memoria de Hunac Kel.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…