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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – LXXIII

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Novela

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Llegaron a prisas a la cancha el caciquillo y el Señor Triste acompañados de Puma Rojo y 7–Tecolote con sus soldados; venían también brujos, doctores y gran muchedumbre de gente, alumbrados de antorchas. Colocaron a Hunac Kel en unas andas, cruzaron el gran descampado de la Pirámide de Kukulcán y se dirigieron a la vecina choza del Señor Triste.

Cuando Pavo Plateado vio aproximarse a aquella multitud se dijo: «He aquí la catástrofe que imaginé: las trágicas premoniciones de Tigre de la Luna se han cumplido.»

Metieron a Hunac Kel dentro de la casa y lo acostaron en un camastro. El Señor Triste dio órdenes de desalojar el sitio para que Pavo Plateado y el grupo de brujos-yerbateros pudieran hacer su trabajo:

–Encontramos al rey entre la hierba, hecho un desastre –le informó al augur–. Todavía respira. Le enjugamos la sangre de la cara y lo hemos traído ante tu ciencia, que acaso lo salve.

–Yo lo veo muy mal –comentó el caciquillo–. Ha perdido mucha sangre y dice cosas incoherentes. Esos bárbaros que se decían sus hermanos no tuvieron ninguna piedad para con él. Haz lo imposible por salvarlo, Pavo Plateado.

–Sí, está bien –dijo el augur–. Haré hasta lo imposible.

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El grito de Grajito fue como un aullido sin final. Los robustos muros de la cancha engulleron su largo lamento, regurgitándolo en un alud de reverberaciones connaturales a la mágica acústica del inmueble.

Los sicarios se alarmaron, abandonaron el lugar y se perdieron entre la selva. Los laceraban los espinos y les golpeaban los rostros las ramas de los árboles del camino. Había que desaparecer de la escena lo antes posible y avanzar, sin preocuparse de los grandes felinos que acechaban desde las frondas de los árboles o de las serpientes camufladas entre la hierba; avanzar sin descanso así caminaran toda la noche, dejando atrás, muy atrás, la pesadilla de Chichén Itzá, hasta dar con un pueblo, un caserío, una cueva por lo menos, donde pudieran sentirse a salvo y reordenar sus confusos pensamientos.

Pasaron cerca de algunos villorrios donde vieron la luz de las antorchas, pero no quisieron detenerse a pesar del cansancio y de los pies sangrantes por temor a los winicoob, vecinos usuales de esos sitios. Sabían que enseguida le impondrían al Señor Triste de su presencia en el lugar.

Ya hacia la madrugada, muertos de fatiga y de hambre, descubrieron una caverna. Sin pensarlo dos veces, se introdujeron en ella y se dejaron caer en el piso, agotados por la caminata. Itzcuat y Pantemit fueron por algo de comer, regresaron con algunos aguacates ya picados por los pájaros que recogieron del suelo. Esa fue su cena; de postre, zapotes agusanados y los amarillos frutos del nance. Luego intentaron dormir, pero no les cogía el sueño:

–Los gritos de ese puto muchacho nos jodieron –dijo de pronto Taxcal, quien durante la larga jornada no había cesado de lanzar maldiciones–. Yo buscaba una piedra para rematar a Hunac Kel pero me aturdí al oírlos y pensé que atraerían a la gente y nos harían pedazos.

–Se chingó nuestro plan –dijo Ixcuat– pues no sabemos si en verdad matamos a Hunac Kel…

–¡Coño, Ixcuat! –irrumpió Pantemit–. Le dimos como mil puñaladas ¿y todavía dudas de que esté muerto?

–Bueno, cabrón –se defendió el otro–, el hijo de puta es todo músculos y vaya que resistió… Me sentiría yo más tranquilo si le hubiéramos aplastado la cabeza con una roca.

–Pero no se pudo y ya –dijo Pantemit–. Lo que sí te puedo apostar es que a estas horas ya le arrancó el alma el tal Ah Puch, ese diablo del Noveno Infierno.

Sinteyut, que estaba acostado en el suelo y que trataba con desesperación de detener con su capa la hemorragia de su nariz, tuvo que hacer valer sus fueros de capitán de capitanes:

–¡Ya, carajo! –gritó furioso–. ¿Por qué perdéis el tiempo en pendejadas? El maldito Hunac Kel ya está muerto y ni su fama de diocesillo lo salvó. ¿Por qué no habéis dicho una palabra sobre mi fallida coronación como rey de Chichén Itzá? Eso es lo que verdaderamente importa.

–Pero, Sinteyut –dijo Ixcuat–, ¿de qué carajos hablas? Tu coronación se ha ido a la chingada… ¿o acaso deseas regresar ahora mismo para que te juramente el Señor Triste y te señale el lugar de tu trono? Piensa con la cabeza, capitán: ya todo acabó y sólo nos resta regresar a México-Tenochtitlan.

Sinteyut, sin levantarse del suelo, habló:

–De eso quería hablaros y no de las idioteces con que perdéis el tiempo. Claro que regresaremos a México-Tenochtitlan, pero a integrar un nuevo ejército, con muchas armas y muchos huevos. Entonces retornaremos a Chichén Itzá y practicaremos una carnicería, comenzando por el Señor Triste. Al caciquillo, una vez que me corone, lo mataré también. Vosotros ya no tendréis que padecer los desplantes de Hunac Kel: reinaréis conmigo y ricos seréis.

Los sicarios se miraron entre sí, asombrados. Nunca se imaginaron que Sinteyut abrigara planes de regresar a Chichén Itzá para tomar el poder. Se escucharon algunos cuchicheos antes de que Taxcal asumiera la palabra:

–Capitanes –los exhortó– ya escuchasteis al gran jefe. ¿Os esperabais algo semejante? Yo creo que no, pues vuestros rostros azorados os delatan. Yo, en lo personal, doy por estupendo el plan de Sinteyut…. y espero que vosotros también. Ser ricos y poderosos no es una dádiva de los dioses: hay que joderse de a de veras y arriesgar el pellejo para aspirar a ese estilo de vida. Nosotros no nos vamos a culear ante los pendejos que ahora gobiernan Chichén Itzá y no estamos dispuestos a cederles la plaza. Yo quiero ser rico y poderoso y voy a luchar por ello, así tenga que despacharme al Señor Triste, al puto capitán Puma Rojo o a cualquier insensato que se oponga a mis deseos. Tengo las manos manchadas de la sangre del ingrato Hunac Kel quien, dicho sea de paso, era chingón de a de veras. Entonces, si ya he comenzado la tarea ¿por qué no voy a echarme a cuanto pendejete se cruce por mi camino? Yo sé que vosotros, capitanes, pensáis lo mismo que yo, y ambicionáis ser ricos y poderosos. Nuestro destino está marcado: sigamos a Sinteyut, viajemos a México-Tenochtitlan para integrar un gran ejército, y regresarnos a La Ciudad de los Brujos del Agua como sus nuevos dueños.

Todos aprobaron con una cerrada ovación la proposición de Taxcal, el segundo de a bordo. En ese momento, Sinteyut, poniéndose de pie, dio órdenes de proseguir la marcha. El hombre se veía mejor: la hemorragia había cesado.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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