Novela
XX
6
–¡Ay, válgame mi dios, el Serpiente Emplumada! ¡Han asesinado al rey! ¡Lo han apuñalado los malvados extranjeros!
La voz era la de un adolescente, un tal Grajito que, conmocionado, corría sin parar por la inmensa explanada de la Pirámide de Kukulcán con las bragas desatadas y mojadas de orines. Venía de la cancha del Juego de Pelota y no podía dejar de gritar.
Dos borrachines que caminaban por el descampado lo atajaron en su loca carrera y lo insultaron a viva voz:
–¡Hijo de tu chingada madre! –le gritó el más ebrio–. Ya deja de decir pendejadas, cabrón… No nos jodas con tantas estupideces. Y mira nomás como andas: todo meado y con las bragas desamarradas…
El chico estaba inconsolable y no paraba de gritar. Se intimidó cuando el borracho lo jaloneó de lo lindo:
–Pero yo no digo pendejadas, señor –protestó–. Juro por el Rocío del Cielo que han matado a nuestro rey Hunac Kel… ¡Lo he visto con mis propios ojos!
–Ya no chingues más con esa basura, muchacho! –lo conminaba el otro borrachín al tiempo que le soltaba una bofetada–. Lo que dices es pura mentira, cabrón, y si se entera el cacique Ah Okol Cheen mandará que te arranquen el corazón en uno de los altares azules…
–O a lo mejor los chaques te arrojarían al Cenote Sagrado para que te agarren los demonios de Ah Puch –le gritó el primero, mientras bebía con avidez de una jarra un trago de balché que se le chorreaba por la barbilla.
–De perdido –completó el otro la amenaza, aunque ya tomando al muchacho como sujeto de chunga–, te colgarán de los huevos de una mata de aguacate.
Luego se puso serio
–Pero ¿cómo puedes tú, hijo de la chingada, venirnos con el cuento de que mataron a Hunac Kel?
–Porque es verdad –arguyó el chico–. Acaba de suceder dentro del herbazal de la cancha. Yo vi cómo se le abalanzaron esos capitanes extranjeros y lo acuchillaban por todas partes. Él se defendió con los puños, pero los otros eran más y lo tumbaron al suelo. Ahí mismo lo remataron…
Los borrachines se vieron las caras: ¿estaría el muchacho diciendo la verdad? Lo que contaba, aunque inaudito, parecía tener sentido, pero de todas maneras, habría que comprobarlo:
–¿Y cómo sabes que está muerto, muchacho? –le lanzó a bocajarro uno de los borrachos–. Quizás sólo esté herido o un poco maltrecho; y tú nos vienes a decir que está muerto.
–Porque lo está, señores –insistía el chico–. Fueron muchas las puñaladas que le dieron esos malvados. Entonces grité con todas mis fuerzas y los asesinos huyeron.
–¿Y qué carajos hacías en la cancha? –le preguntaron al chico–. Porque ahí nadie se para ni para mear.
–Pues yo acudí a la cancha precisamente para mear porque ya no me aguantaba las ganas, y en eso andaba cuando escuché voces dentro del herbazal y, al mirar, descubrí que esos matones apuñalaban al rey. Fue tal el susto que estuve a punto de desmayarme. Entonces grité y los asesinos escaparon.
Impactados por la noticia, los borrachos recobraron de un golpe la sobriedad, y armándose de valor se introdujeron en la cancha para comprobar lo que tan dramáticamente les revelaba Grajito.
Abriéndose paso a manotazos entre el herbazal, a poco tropezaron con Hunac Kel, bañado en sangre, quejándose débilmente.
–Pues hablabas con la verdad, muchacho –admitieron los hombres mientras se disponían a auxiliar al moribundo–. Te juzgamos mal, cabrón, y pensamos que nos jugabas una broma. Anda, nosotros cuidaremos de Hunac Kel mientras tú vas de volada y le dices al cacique Ah Okol Cheen y al Señor Triste lo que ha ocurrido. Tráetelos enseguida con todo y médicos y brujos que, a lo que vemos, el rey se nos muere.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…