Novela
XX
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El Códice de Mayapán descansaba en el regazo de Pavo Plateado. Lo tomó y lo hojeó de nuevo, ahora con mayor detenimiento. Reconoció, admirado, que Tigre de la Luna había realizado un trabajo encomiable, aunque incompleto: sus textos, acompañados de bellos dibujos de línea o en colores, eran paradigma de la sabiduría del autor, del conocimiento de la vida y personalidad de Hunac Kel, redactados con un estilo de una pulcritud asombrosa. Claro, su lectura no estaba hecha para la muchedumbre, sino para los iniciados y ciertos sacerdotes de élite capaces de descifrar el sentido de los extraños jeroglíficos ahí representados, para luego divulgarlos en las plazas públicas, a su manera, entre las masas ignaras subyugadas por la palabra mágica y atemorizante de sus guías espirituales.
En su repaso del Códice, el augur reparó, por un número de páginas en blanco, en que varias de las proezas de Hunac Kel no habían sido registradas, así como diversos hechos, seguramente de importancia, atingentes tanto a Mayapán como a Chichén Itzá. Se mostró preocupado por estas omisiones, pero pronto desechó sus temores pensando que el propio Hunac Kel lo pondría al corriente de esos sucesos pretéritos, y que también contaría con el auxilio del Señor Triste y aún del caciquillo: gente que amaba al rey, que estaría al tanto de sus actividades como señor de Chichén Itzá. Y es que, a partir de ahora, sólo a él correspondía la delicada misión de actualizar el Códice. Prosiguió analizando su contenido y en una de las últimas páginas, observó, con el inconfundible estilo de Tigre de la Luna, una revelación que le llamó poderosamente la atención:
Noches hay en que no logro conciliar el sueño; me asaltan la mayor confusión y una tristeza que de honda me oprime el corazón y me dificulta la respiración. No creo poder resistir más esta pesadumbre que me sofoca y me abruma con visiones de pájaros negros y rostros demoníacos. Sin embargo, en previsión de mi próxima muerte y consciente de mi responsabilidad histórica, me es preciso escribir estas postreras y lamentables líneas. Debo confesar, ante todo, que me duelo profundamente de no haber completado el Códice en lo que me corresponde, tal cual era mi obligación ante el rey. Diversos motivos, que no viene al caso mencionar, me lo impidieron.
Mas no es mi propósito esencial hablar aquí del Códice de Mayapán. La verdadera finalidad de estas confesiones es desvelar el inminente y desastroso destino que aguarda al rey Hunac Kel y a la ciudad de Chichén Itzá en un próximo futuro. Mis reiteradas advertencias a mi indiferente soberano han resultado estériles, ante su obstinación por rodearse de gente perversa e indeseable como son los siete capitanes aztecas comandados por un hombre aterrador que lo va desviando de la senda de honor por la que lo encaminamos sus mayores. He seguido muy de cerca la admirable trayectoria de Hunac Kel y soy testigo de su arrojo en el combate y de su limpieza de alma y de cuerpo; su generosidad y su alto sentido de la justicia no son discutibles, pero, por otra parte, peca de vanidoso y de obstinado, gusta sobremanera de la ostentación y el halago, y sus irreprimibles apetitos carnales me avergüenzan y me repugnan: le fascinan las mujeres bellas, que seduce sin mayor esfuerzo gracias a su apostura, su fogosidad y el hechizo de sus ojos del color del jade. Lo he increpado muchas veces por ser un hombre impúdico que se ha acostado con esposas de reyes y de príncipes, que ha fornicado en un santuario ante el ídolo de uno de nuestros dioses más temibles, y que ha engendrado una multitud de hijos espurios, gravísimas faltas que le tienen sin cuidado. ¡Ay, la soberbia y el libertinaje no son del agrado de los dioses! Le he reñido sin descanso por esta conducta indecorosa y le he pedido que se despose y que engendre al heredero que lo reemplazará en el trono cuando él se marche. Y admito que lo intentó, pero el rey Chac Xib Chac, con las malas artes propias de villanos y rastreros, le arrebató a la novia. Este rapto ocasionó, como todos sabemos, una guerra brutal que acabó por desmembrar a la Confederación de Mayapán y desangrar a Chichén Itzá. Muerto Chac Xib Chac, Hunac Kel se ha hecho del gobierno de la ciudad sagrada, donde su vanidad y su delirio de grandeza han resurgido con una fuerza incontenible.
También me atormenta la sospecha de que el demonio Ah Puch, que abomina de Hunac Kel, acabe por destruirlo. Pero Hunac Kel es un hombre de brava estirpe que hace mofa de él y que, además, cosa inaudita, se ha atrevido a retarlo al combate. Tampoco le ha ofrendado siquiera un pajarillo, de lo cual se jacta, por lo que el dios del Noveno Infierno, ofendido y furioso, se ha desquitado jugándole malas pasadas.
Finalmente, quiero dejar sentado en este Códice una advertencia alarmante, una revelación estremecedora y, al propio tiempo, una confesión de mi parte: están contados los días de Hunac Kel sobre la faz de la tierra; transcurrido un breve lapso de mi muerte, acaecerá la suya. A la luz de las visiones que me han sido reveladas en agitados sueños dentro de la inmensidad de mis insomnios, puedo afirmar que será muerto de manera violenta por sus amados capitanes aztecas. Sinteyut Chan, actuando con hipocresía, siempre ocultó muy bien sus ambiciones de reinar en Chichén Itzá, pero ahora está dispuesto a conseguir su propósito sacrificando a aquel que llama mentirosamente su hermano. Yo, el Señor Triste y el cacique Ah Ohol Cheen hemos advertido al rey del peligro que le amenaza, aconsejándole desembarazarse cuanto antes de los siniestros sicarios, pero él se ha reído de nuestros temores y nos ha contestado que ya basta de dejarnos llevar de chismes, porque su amistad con Sinteyut es indestructible.
Me angustia constatar que Hunac Kel morirá antes de cumplir treinta años y que nada podemos hacer en su favor. El poderoso Ah Puch desespera por cobrarse el enfado y el resentimiento que ha padecido ante las burlas de Hunac Kel, y cuando éste expire estará al pie de su lecho, dispuesto a apoderarse de su alma con el aterrador propósito de quemarla en las llamas del Último Infierno, pero no toda a la vez, sino gradualmente, sin prisas, hasta desaparecerla enteramente. ¡Ay, Serpiente Emplumadal ¡Ay, Rocío del Cielo! Salvad a Hunac Kel, no permitáis que sufra tan espantoso tormento. Porque es hijo de un águila, por haber sido prohijado por un semidiós, por ser un hombre de tamaños heroicos colmado de proezas e inspirado de la pasión por su raza. Acaso vosotros, nuestros más altos profetas, podáis interceder ante Hunab Ku, el Verdadero Dios, que todo lo puede y todo lo pondera, para que impida que Ah Puch se salga con la suya.
En realidad, no hay signos en el viento que nos indiquen que Hunac Kel será exaltado a la divinidad a su muerte, pero quién sabe, pudiera ser que al final el Verdadero Dios le destine una estrella en el cielo desde la cual regirá como un dios, o un semidios, por toda la Eternidad.
Pavo Plateado concluyó su lectura con una sensación de infinita tristeza; casi mecánicamente prosiguió contemplando las pinturas que acompañaban el texto, figuras hechas por el mismo Tigre de la Luna. Luego, al volver la hoja, se halló con una especie de adenda que rezaba:
Dentro de su megalomanía, Hunac Kel ha declarado que bajo su reinado Chichén Itzá recobrará su lustre y magnificencia de otros tiempos. Yo le he alegado que no habrá lustre ni magnificencia posibles, pero su obstinación es tal que se rebela ante mis palabras. Y esa misma obstinación le impide ver con claridad que nuestra Ciudad de los Brujos del Agua ha comenzado a apagarse; los itzáes, sus fundadores, la han desamparado, y no sólo porque Hunac Kel los expulsara sino que, aconsejados por sus augures, entendieron que su tiempo, el tiempo de vida que los dioses disponen para las santas urbes, se agotaba, como se agotaban sus tierras de cultivo, cansadas de tantos siglos de generar el maíz que dio vida al hombre y que alimentó el hambre de nuestros pueblos. Los augures lo pregonaron en las plazas durante años. Águila Divina le aconsejó al rey Chac Xib Chac que había llegado la hora de abandonar Chichén Itzá, emigrar a jóvenes y fértiles tierras y fundar una nueva ciudad. Pero el rey siempre se rió de su consejero áulico, tachándolo de crédulo y catastrofista. Y tuvo que ser Hunac Kel quien le demostrara a Chac Xib Chac que todo había terminado, aunque para ello tuvieron que salir a relucir la macana asesina de Sinteyut y el horror de la carnicería perpetrada por las tropas de Mayapan. Hunac Kel no aprendió la lección y ahora incurre en el mismo error; enamorado de la ciudad, habla de un nuevo despertar y hace cantar a los juglares himnos y ditirambos a la nueva aurora de Chichén Itzá, cuando lo indicado sería hacerlos cantar la gran elegía de una ciudad que ha visto pasar su época dorada. Pero Hunac Kel está como enloquecido y ya dispone descomunales proyectos para restaurarle sus glorias pasadas.
Pobre iluso, Hunac Kel: ¿es que no entiende que apenas unas lunas nos distancian de la infinita soledad que aguarda a la ciudad sagrada? Pronto se marcharán las últimas familias itzáes para reunirse con los suyos en las nuevas tierras del Petén, y con ellas irán los sacerdotes que perciben que la selva terminará devorando a la ciudad, donde sólo vagarán las fieras, los señores del monte y la muchedumbre de fantasmas que pernoctan en las cuevas, en las aguas del Cenote Sagrado y en el grito ahogado de las piedras azules, monumento de los sacrificados.
Pavo Plateado plegó suavemente el Códice de Mayapán. Lo asentó en una pequeña mesa y, presa de la más extraña inquietud, se quedó mirando hacia la puerta de la choza con el rostro turbado, tal como si estuviera a punto de recibir la noticia de una catástrofe.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…