Novela
XIX
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La Casa Colorada quedó formalmente establecida como el búnker de Sinteyut y sus capitanes aztecas. Sentados en banquillos, o recostados en esteras de algodón, bebiendo balché las más de las veces, discutían, tomaban acuerdos, y hablaban pestes de Hunac Kel. Para ellos, el rey era un impostor que se había apoderado del trono de Chac Xib Chac tras su destripamiento por la macana-guadaña de Sinteyut.
–Tú deberías estar sentado en ese trono –le decía Tzutencum, uno de los más fieros y decididos capitanes aztecas–. Tú diste muerte a Chac Xib Chac con tu macana, y si no fuera por nuestras tropas Hunac Kel habría sucumbido ante el poder de los confederados, que eran legión. ¿Por qué le permitiste quedarse con el trono?
–No lo sé todavía –Sinteyut parecía confundido–, pero has hablado con la verdad: ese trono me correspondía, aunque para arrebatárselo hubiera tenido que matarlo. Debí decapitarlo con mi macana en cuanto concluí el ajusticiamiento de Chac Xib Chac, pero me aturdí cuando de pronto lo vi asomar, reprochándome a gritos por aquella ejecución que él se había reservado para sí –Sinteyut apuró hasta el fondo su trago de balché–. La verdad es que por esos días estábamos en buenos términos. Pesaba mucho nuestra entrañable amistad. Además, no olvidéis que nos había ofrecido retribuciones espléndidas, esclavos, buenas tierras para cultivar y otras prebendas….
–Nada de lo cual ha cumplido el muy hijo de puta –dijo Tzuntecum–. Se ha burlado de nosotros a placer.
–Es verdad –admitió Sinteyut–; nos dejamos llevar por sus bellas promesas, todas las cuales han resultado falsas, pues seguimos tan jodidos como antes.
–Mucha de la culpa es tuya, Sinteyut –terció Taxcal en la discusión–. Cuando murió el viejo Tigre de la Luna, y Hunac Kel se enfermó y se encerró en la pirámide de Kukulcán durante meses, tuviste una oportunidad de oro para asesinarlo y quedarte con el trono, pero nunca te decidiste a arrancarle la vida.
Sinteyut se escanció otro trago:
–No era el momento, Taxcal –dijo–. ¿Te imaginas el escándalo que su asesinato hubiera provocado? El pueblo nos habría comido vivos y de nada hubiese servido nuestro esfuerzo. Y tampoco nuestros dioses Huitzilopochtli e Ixpuxtequi me dieron el signo esperado, y dejé las cosas por la paz.
–¿Y ahora? –preguntó, ansioso, Taxcal.
–Ahora es el momento –dijo Sinteyut con una leve sonrisa–. Los signos son positivos, y nuestros dioses mexicanos, y aun Ah Puch, que nunca ha visto con buenos ojos a Hunac Kel, me han hecho saber que el tiempo está maduro para nuestra conjura.
–Entonces debemos tomar acuerdos en serio –el odio de Taxcal se traslucía en sus palabras–. Hay que madurar el plan que acabe para siempre con Hunac Kel, que sólo nos ha utilizado en su beneficio, para que tú mandes en Chichén Itzá.
Instintivamente, Sinteyut volteó hacia el imponente ídolo de Ixpuxtequi, el llamado «Carirroto» (porque lo era), uno de los cuatro dioses mexicanos de la muerte, con sus patas de águila que, agachado sobre un pedestal de piedra, daba la impresión de estar vivo:
–Pero lo primero es lo primero –dijo, mientras se prosternaba ante la cadavérica efigie manchada de sangre seca–. Ixpuxtequi es nuestro patrón, capitanes, y a él debemos encomendarnos para la buena fortuna de nuestra misión.
Recitó Sinteyut una breve oración en náhuatl y, de pronto, se sacó un cuchillo de entre las bragas y se hizo un pequeño corte en la oreja; con la sangre que fluyó, embarró el rostro del ídolo. Luego se dirigió a sus compañeros:
–Vosotros queréis acabar con Hunac kel y mandar en Chichén Itzá –les dijo–, pero nada dais en cambio a nuestro protector, a nuestro dios de la muerte. ¿Cómo queréis que os auxilie en la tremenda tarea que nos espera, capitanes? A ver, sajáos las orejas o los párpados, o lo que carajos prefiráis, y untad la sangre en el rostro de nuestro ídolo. Después haremos que los demás compañeros cumplan con la ofrenda.
Taxcal y Tzutencum emularon a Sinteyut sin chistar y, con la sangre de ambos, el ídolo de piedra del «Carirroto» adquirió un nuevo brillo, la horrible sonrisa que lo significaba se hizo más siniestra y aun podía decirse que disfrutaba en plenitud aquel embadurnamiento de sangre.
–Muy bien, capitanes –Sinteyut se mostraba satisfecho–: nuestro dios «Carirroto» aprecia vuestro sacrificio y os premiará con esplendidez, muy al contrario del embustero de Hunac Kel, que hizo burla de nosotros.
Pero Taxcal estaba impaciente, y al escuchar el nombre de Hunac Kel, le dijo a Sinteyut:
–Bien, hemos cumplido con ofrendar nuestra sangre al ídolo de Ixpuxtequi. Ahora dinos cuándo segaremos la despreciable vida de ese demonio.
–Todo a su tiempo, Taxcal, que nada ganaríamos apresurándonos. Tú mismo has dicho que debemos tomar acuerdos y disponer el plan con el que acabaremos con Hunac Kel. Eso lleva tiempo. Además, hemos de estar pendientes del «Carirroto»: hacerle oraciones todos los días y mantenerlo contento con el regalo de nuestra sangre. Por de pronto, proseguiremos nuestra rutina hasta dar con la mejor forma de acabar con Hunac Kel y con sus principales capitanes.
A poco llegaron los demás capitanes aztecas. Sinteyut los instó a ofrendar un poco de su sangre al ídolo de Ixpuxtequi, disposición que cumplieron de inmediato. Luego todos se sentaron en un círculo y, bebiendo balché, entre palabrotas y risotadas, dieron inicio al cónclave.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…