Novela
XVIII
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Ah Yokol Cheen se despertó temprano por la mañana. No asomaba aún el rojo esplendor de Kin en los azules cielos mayas cuando, protegido con una gruesa capa de algodón del húmedo frío mañanero, se dirigió a un lejano cenote de la ciudad donde acostumbraba a orar el Señor Triste, ante una intimidante efigie de piedra de Kukulcán, grávida de atributos serpentinos.
–Buen día, santo sacerdote –lo saludó el cacique con respeto–. Que los dioses te sean pródigos. Sabía que te encontraría en este lugar donde se respira la paz de los silencios. Perdona que irrumpa en tus oraciones matinales…
–Buen día, Ah Yokol Cheen –contestó el Señor Triste con una sonrisa levantándose de su estera asentada en el suelo–. No, no has interrumpido mis oraciones porque ya he concluido. ¿A qué debo el honor de tu visita?
El cacique, mientras observaba la mansedumbre azul del agua del cenote, dijo lo que tenía que decir:
–Ayer he conversado largamente con el rey Hunac Kel y le he advertido del peligro que corre ante la perversidad y las irracionales ambiciones de Sinteyut.
–¿Pero tú le has contado todo eso a Hunac Kel? –exclamó el Señor Triste abriendo tamaños ojos–. ¿Y te ha creído?
–Al principio dudó de mis palabras y montó en cólera, pero finalmente pareció convencerse de que yo le hablaba con la verdad. Dijo que encararía a Sinteyut de inmediato. Creo que anoche mismo conversaron
–Son buenas nuevas, Ah Yokol Cheen –suspiró el sacerdote mientras recogía su estera y la enrollaba delicadamente–, pero habrá que cuidarse de lo que diga Sinteyut. Recuerda su antigua amistad con el rey: han guerreado juntos y se quieren como hermanos. Sinteyut podría negar los hechos y salirse con la suya: es mendaz y ladino y convencerá al rey de que todo es invención tuya.
–Por si acaso –dijo el cacique–, me he tomado la libertad de ponerte como testigo.
–Hiciste lo correcto: si el rey me preguntase del asunto, corroboraré punto por punto todo lo que tú has dicho. No le temo a Sinteyut así me amenazara con su maldita macana.
–Yo sí tengo temor, señor –dijo el cacique con preocupación–, no por mí, que estoy viejo y listo para descansar bajo la sombra de la Madre Ceiba, mas temo por Hunac Kel, que es joven y confía ciegamente en Sinteyut, quien no tendría ningún escrúpulo para asesinarlo y apoderarse del trono. ¿Te imaginas? Chichén Itzá en poder de siete desalmados. Sería el fin de La Ciudad de los Brujos del Agua.
Lo dicho por Ah Yokol Cheen indignó al Señor Triste:
–No permitiremos esa desgracia –exclamó–. El pueblo está harto de los abusos de poder de esos malhechores quienes, en ausencia de Hunac Kel, que, enfermo del alma, vive enclaustrado en sus habitaciones en lo alto de la pirámide, han abusado de nuestros ciudadanos. Sinteyut incrementó los tributos de una manera brutal y no hay perdón para quien no tribute. Tú sabes cómo se las gastan los capitanes aztecas a la hora de castigar a los que no cumplen con estas injustas exacciones.
–Yo he sido testigo de los azotes y los tormentos que reciben los infractores, y son los winicoob, que apenas tienen para malvivir, los que llevan la peor parte. Es mi más ferviente deseo que Sinteyut y sus secuaces se regresen a sus tierras frías…
–Si se da el caso, convocaremos a nuestros ciudadanos y a nuestros capitanes, Puma Rojo y 7–Tecolote y a los milicianos que vinieron de Mayapán, que no son pocos, para enfrentar a los extranjeros indeseables. Los expulsaremos de Chichén Itzá y, si se resisten, los mataremos a flechazos y les cortaremos la cabeza. Las tropas que se trajeron de Tabasco ya no son tantas; muchos de sus soldados no soportaron el calor de nuestras tierras y se regresaron a México–Tenochtitlan, lo que nos reporta una ventaja, Ah Yokol Cheen.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…