Novela
XVIII
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–Amado rey Hunac Kel –le dijo una tarde el pequeño cacique Ah Yokol Cheen, que lucía sumamente agitado después de haber ascendido los noventiún peldaños de la Pirámide de Kukulcán–. Perdona que irrumpa tu santa paz, señor, pero es mi deber revelarte algo muy delicado…
El rey, que dormitaba en un camastro, se sorprendió de ver al viejo prácticamente sin resuello.
–Ah Yokol Cheen –le reclamó mientras se ponía de pie y lo ayudaba a tomar asiento–. No has debido subir la pirámide para hablar conmigo. Eres viejo y tu corazón no es el mismo de tus años mozos. ¿Por qué no has enviado a un criado? Recuerda que tú y el Señor Triste son mis hombres de confianza allá abajo, ahora que se ha marchado Tigre de la Luna.
–Es cierto, gran jefe –dijo el anciano mientras, sentado en una estera, trataba de recuperar el aliento– y te agradecemos tu confianza en nosotros; pero, por su delicadeza, he preferido tratarte el asunto yo mismo.
–¿Tan grave es la cuestión, Ah Yokol Cheen?
–Gravísima, gran rey –dijo el viejo, evidenciando una mirada de profunda preocupación–. Tan grave que podría significar la declinación definitiva de Chichén Itzá.
–Bueno… bueno –dijo Hunac Kel bastante intrigado–. No me mantengas en suspenso, hombre ¡habla de una vez!
–Se trata de Sinteyut, señor.
–¿Qué hay con Sinteyut? –preguntó, sorprendido, el rey–. Lo conozco desde que éramos niños y ha sido mi amigo más fiel, digamos: mi hermano.
–Ya no lo es más, señor –respondió el anciano no sin temer el enojo del rey–. Ya no es más tu amigo sino tu enemigo, pues atenta contra ti y está dispuesto a arrebatarte el trono de Chichén Itzá.
Al escuchar esto el rostro de Hunac Kel se descompuso, tembló de ira y, aproximándose al anciano en actitud amenazadora, le gritó:
–¿Pero es cierto lo que sale de tu boca, Ah Yokol Cheen? Porque si descubro que has mentido, te haré ejecutar en el altar azul.
El pequeño cacique estaba aterrado:
–No… no, ilustre rey –suplicó–. No es necesario que me sacrifiques en el altar azul, ya que te hablo con la verdad y pongo por testigo al Señor Triste. Sinteyut porfía que a él le corresponde ser el rey de Chichén Itzá y no a ti, que te pasas los días rumiando tu melancolía por la muerte de Tigre de la Luna, mientras él y sus capitanes arriesgan el pellejo por el honor de la ciudad.
Hunac Kel caminó por la habitación, con la mirada perdida; lo que le había revelado el pequeño cacique del hombre al que más estimaba en la vida lo había cogido de sorpresa provocándole pensamientos encontrados:
–A ver, Ah Yokol Cheen –se detuvo y se dirigió al anciano–. ¿Tú y el Señor Triste escucharon de viva voz lo que con tal crudeza me revelas? Porque también pudiera tratarse de un jodido chisme que tú te has creído de buena fe….
–No, no, gran jefe, lo escuchamos de los propios labios de Sinteyut cuando, a las puertas de la Casa Colorada…
–¡Aguarda, anciano! –lo interrumpió intrigado el rey–. ¿Has dicho la Casa Colorada? Querrás decir el Templo de los Guerreros, que es el lugar que les destiné de cuartel…
–No, Hunac Kel. Ellos nunca se instalaron en el Templo de los Guerreros. Desde el principio, desobedeciendo tus órdenes, se hospedaron con sus armas, sus hierbas malas y su balché en la Casa Colorada, hoy repleta de imágenes de dioses mexicanos.
–Vaya… Eso es algo que yo ignoraba del todo, pero que acaso no tenga mayor importancia; total, cualquiera de esos sitios da lo mismo para el desempeño de sus actividades. En cuanto a los ídolos mexicanos que mencionas, no hay que olvidar que se trata de capitanes aztecas.
–Pero ¿y Sinteyut? Tú sabes que es maya, nacido en Mayapán.
–Es verdad, pero se formó en México–Tenochtitlan, donde le fue inculcada la veneración de los dioses mexicanos… Pero te he interrumpido, prosigue….
–Bien, te decía que a las puertas de la Casa Colorada se emborrachaba Sinteyut con Tzuntecum y Kakaltecat. Nosotros nos habíamos ocultado detrás de una albarrada.
–Tú lo has dicho, Ah Yokol Cheen: Sinteyut estaba de tragos. Los borrachos dicen muchas estupideces. No hay que tomar tan en serio las palabras de un borracho.
–Pero te tildaban de holgazán y de irresponsable, a ti, el rey, y eso no está bien.
– Sinteyut está loco de remate, y ha dicho de mí cosas peores. Y yo digo lo mismo de él, pero el afecto que nos profesamos el uno por el otro va más allá de nuestros dimes y diretes. El hombre, que ha sufrido lo indecible en la vida, no es malo, Ah Yokol Cheen, pero a veces obra con insensatez.
–Pero eso de llamar holgazán al rey de Chichén Itzá…
–Bueno –dijo Hunac Kel–; tú sabes que he estado enfermo. La desaparición de Tigre de la Luna me ha devastado y he perdido todo deseo de cumplir con mis obligaciones. Pero te prometo que ya no más, Ah Yokol Cheen: basta de holgazanear y pensar en la muerte. Me reincorporaré a mis actividades hoy mismo y lo primero que haré es hablar con Sinteyut de lo que me has revelado, para que estés tranquilo.
–Me temo que es algo tarde, señor –contestó el otro–. Sinteyut ya se toma atribuciones como si fuera el rey: ha elevado el tributo y tortura a quien no cumpla con sus injustas ordenanzas. Lo peor es que ha jurado matar al que interfiera en su marcha hacia el trono.
–Cada vez me asombran más tus palabras, anciano –dijo Hunac Kel–, pero de todas maneras te agradezco tu fidelidad para conmigo.
–Has pasado muchos días aquí arriba, señor, e ignoras las cosas terribles que ocurren en la ciudad.
–Imagino que sí –Hunac Kel lo escoltó hasta la puerta–. No te angusties, hombre. Todo se resolverá favorablemente, ya verás. Ahora baja con cuidado, no fuere que te resbales y te rompas la crisma. Vamos, ve a casa y tómate una siesta: estás muy nervioso y necesitas descansar.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…