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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno

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A mi esposa,

a mis hijas

 

 ¿Qué fue de Hunac Kel, el que

resplandecía entre los ejércitos, vestido

con los rayos del cielo y coronado con

las estrellas de la noche?

ANTONIO MEDIZ BOLIO, La Tierra del Faisán y del Venado

 

I

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El hombre barbado de los ojos claros ascendió, escoltado de sus augures aztecas, la empinada escalera de la Gran Pirámide de Chichén Itzá. El grupo había llegado con prisas a La Ciudad de los Brujos del Agua, y en sus rostros se dibujaban los signos de la angustia y la desesperación. Caminaron los noventiún peldaños sin detenerse y, cuando alcanzaron el edificio situado en la última de las nueve plataformas superpuestas del templo, se sentaron en el piso con las piernas cruzadas, formando una rueda, y el barbado pronunció una larga, fervorosa oración. Kukulkán, el Serpiente Emplumada, el hombre de los ojos claros, se despedía con esta plegaria de las tierras mayas a las que había arribado, años atrás, procedente de México-Tenochtitlan, donde era venerado como Señor del Tiempo y Dios del Aire bajo el nombre de Quetzalcóatl; en aquel remoto lugar de los volcanes fue mago, fue árbol y padre del murciélago. Su misión en los reinos mayas, inestables y enemistados entre sí, estribó en restablecer la paz y sembrar, con incansable constancia, la semilla de la concordia; predicó la divina palabra y fundó la ciudad de Mayapán, El Pendón de los Mayas, que era bella con sus edificios de piedra blanca, sus templos redondos y sus esculturas policromas. Hizo decorar la urbe con figuras de serpientes, el símbolo de su realeza. Esculpidas en columnas y dinteles, labradas en enormes estelas y en su propio trono, y pintadas con los más vivos colores en los muros de los grandes edificios, en vajillas de barro blanco y aun en ordinarios molcajetes donde se macera el chile. En el templo mayor recibía a multitudes de peregrinos de todos los pueblos que llegaban cargados de ofrendas, y de esclavos para sacrificar ante los ídolos de las divinidades, rituales sanguinarios que tanto complacían a Kukulkán. Aquí es preciso señalar que, si bien restauró la paz y la hermandad entre los mayas, también instituyó, sin que le temblara la mano, la práctica de los sacrificios humanos y el derramamiento de sangre usados en México-Tenochtitlan.

–¿Pero cómo queréis que los dioses os regalen salud y lluvias abundantes si tan solo les ofrendáis la sangre impura de zarigüeyas y torcazas? –solía reconvenir a la multitud en la plaza del pueblo–. Sacrificadles hombres y mujeres jóvenes en los altares azules, o arrojadlos vivos al Cenote Sagrado de Chichén Itzá donde acaso alcancen el honor de conversar con los dioses. Dadles también la vida de los niños, seres inmaculados. Regaladles los corazones de los capitanes enemigos cogidos en combate: su valor en la guerra hará óptima la ofrenda. Y vosotros mismos, ¿qué esperáis, hijos míos? Sangraos ya de arriba abajo: las orejas, los párpados, la lengua, vuestro mismo miembro genital… Que la sangre fluya en abundancia para el mayor agrado de los dioses.

En un principio, los mayas escuchaban pasmados las exigencias de la Serpiente Emplumada; no estaban usados a los sacrificios humanos ni a mortificarse ellos mismos las carnes para satisfacer a los dioses. El antiguo patriarca Itzamná, el Rocío del Cielo, sólo pedía en los viejos tiempos ofrendar flores y frutos y, de tarde en tarde, el sacrificio de un pajarillo o de un venado. Esto marcaba una gran diferencia. Pero también existía una gran diferencia entre Itzamná, un dulce anciano desdentado de carrillos hundidos que se ayudaba de un báculo para sus caminatas, y este Kukulkán, joven e intransigente, que se andaba por todas partes diciendo a cada quien lo que debería hacer. El Rocío del Cielo emanaba infinita benevolencia; el Serpiente Emplumada se mostraba inflexible y su voz grave e imperiosa infundía, más que amor, respeto, y aun miedo. Los mayas, temerosos de los castigos que les podrían sobrevenir de no cumplir con sus mandamientos, comenzaron a sacrificar a sus prójimos con toda la parafernalia que exigía el nuevo profeta, donde no faltaban las trompetas y las percusiones belicosas, el copal y mucho vino; los sencillos bailables de antes se llenaron de giros guerreros en los que tomaban parte ochocientos bailarines. Kukulkán hizo levantar por todas las tierras mayas los Tzompantli mexicanos, suerte de escaparates fatídicos donde se apiñaban las calaveras de los sacrificados ilustres y de los capitanes enemigos muertos en combate. Ríos de gente acudían desde los pueblos más remotos para atestiguar los sangrientos rituales y emborracharse sin ninguna limitación.

Pero hoy, esta mañana, la misión del hombre barbado de los ojos claros había llegado a su fin y, contrito, casi al borde de las lágrimas, se mantenía sentado, rodeado de sus augures aztecas, recitando una larga oración de despedida de las tierras mayas. En los días previos se había marchado de su amada ciudad, la santa Mayapán, donde se hicieron fiestas en su honor, se declamaron elegías por su partida y fueron sacrificadas en los altares azules más de cincuenta víctimas jóvenes, algunas orgullosas de dar la vida por el Serpiente Emplumada; otras, las más, renuentes a morir en olor de juventud, así fuese por el divino patriarca. Los muchachos patalearon y pegaron de alaridos en su camino al altar de los sacrificios, pero fueron reducidos por la brutalidad de los chaques, los alguaciles del verdugo, cuatro hombres viejos de fuerza descomunal que los tumbaron boca arriba en la gran piedra de azul, listos para recibir, como en efecto recibieron, el navajazo puntual de la mano del dios, que así llamaban al navajón de pedernal, esgrimido por el sacrificador venido de las tierras frías. Pero en Chichén Itzá no hubo tiempo para despedir al patriarca con la acostumbrada borrachera y los sacrificios humanos como se hizo en Mayapán, pues el hombre barbado de los ojos claros y sus augures todavía tenían un largo camino por delante para llegar a México-Tenochtitlan. Había que apurarse, pues; Kukulkán tenía noticia de que las cosas iban mal en sus dominios, donde sus enemigos se habían hecho fuertes y lo aguardaban para mofarse de él antes de asesinarlo.

Concluidas sus invocaciones, el Serpiente Emplumada descendió, seguido de sus augures, la Gran Pirámide; abajo lo aguardaban los nobles, los milicianos, y los winicoob, los últimos en la escala social, los humildes y desharrapados, la plebe despreciada de todos. La gente lo miraba con admiración y lamentaban su partida:

–¿Volverás a nuestra tierra, señor? –preguntaban ansiosos.

–Volveré –respondió con aplomo–. Asuntos de grave importancia me fuerzan a abandonaros y regresarme a México-Tenochtitlan.

Luego abrazó a la gente, que había aprendido a amarlo, y lloró, y sonrió, y volvió a llorar:

–Vosotros, itzáes, hijos de Chichén Itzá –habló entre sollozos–, conformáis un gran pueblo y vuestra historia se escribe y continuará escribiéndose en los libros sagrados.

Os dejo en buena disposición y santa paz; os dejo, benditos de Hunab Kú, el Verdadero Dios que nadie conoce ni conocerá jamás, y favorecidos de las otras deidades bajo su potestad y que vemos representadas en la piedra. Pero para que permanezcáis benditos y favorecidos tenéis que derramar un poco de vuestra sangre. No seáis ingratos: ofrendad corazones de hombres jóvenes y mujeres a los dioses, y sacrificad algunos jóvenes y niños en el Cenote Sagrado de vuestra ciudad. Derramad también un poco de vuestra propia sangre para mí, vuestro patriarca y untadla en las imágenes de serpientes emplumadas que me habéis consagrado en vuestro pueblo.

Antes de partir, se sentó sobre la tierra y con palabras declamatorias pidió abundantes soles para las tierras que estaba por dejar. Lo subieron a las andas sus ayudantes y se formó una pequeña comitiva lista para partir. Avanzó un poco pero antes de internarse en la selva, el cortejo se detuvo y Kukulkán levantó los brazos al cielo; el llanto había aflorado de nuevo a sus ojos claros: “Volveré –dijo con voz quebrada– ¿Por qué no he de volver?”. Acarició la desgreñada cabeza de un niño que lo miraba extasiado. Enseguida, la comitiva prosiguió su marcha, que ya se hacía de noche.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

 

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