XXXIV
LA MENDICIDAD
Nos los hallamos por toda la ciudad, pero primordialmente en el centro y en los barrios de la urbe. Los hay ancianos tullidos, mujeres de aspecto inmundo y miserable, niños desmirriados de voces desmayadas, hombres que adolecen de un brazo o una pierna (alguna vez observé a un viejo del altiplano que exhibía en la Plaza Principal una pierna llagada y roñosa), individuos que tocan como Dios les da a entender una armónica o un violín… Otros que cantan en las calles o en los camiones, para conseguir para la “frita”. Son los mendigos de la ciudad, cuya proliferación ha superado el desdoblamiento de nuestra Mérida gris que alguna vez fue blanca (por lo menos en los tiempos de Olegario Molina). Los encuentra usted a las puertas de las iglesias, de los comercios, entran y salen de los cafés, bares, restaurantes (en los sitios turísticos no son admitidos para no darle mala impresión al turismo) pululan en los mercados, sucios, malolientes, pobres de solemnidad, con las manos extendidas para la limosna.
Son ciudadanos hambrientos de quienes hay que respetar su miseria. Los turistas los ignoran, nosotros, cuando nos los topamos, les regalamos una cobriza moneda de cien pesos (¿Qué se puede comprar con cien pesos hoy en día?). La mendicidad a estos extremos no es exclusiva de Yucatán, por supuesto: en mi larga estancia en los Estados Unidos observé en los slums norteamericanos a decenas de negros que pedían diez centavos para una taza de café. En los comedores públicos del Salvation Army no faltaban las columnas de hambrientos, esperando su turno para la sopa. En Europa los hay. En París (en las cloacas inmundas), en los zocos orientales, en la India (Julio Cortázar fue testigo de míseras escenas que narra y que casi provocan el vómito). La crisis es mundial, cada día se incrementa el número de pordioseros en el orbe. Aquí, en “nuestra blanca Mérida”, se introducen en las cantinas y se nos aproximan para pedirnos los restos de un plato de botanas, unas tostadas, unos frijoles a medio comer que devoran ayudados por unas manos sucias y unas tripas hambrientas. Mendigos por allá, mendigos por acá, espectros todos de una sociedad injusta. En algunas esquinas he comenzado a notar la presencia de las miserables “marías”, originarias del altiplano, siempre rodeadas de sus hijos. Existen algunas casas de beneficencia en la ciudad, pero muchos de estos pordioseros las rechazan y prefieren cordialmente los riesgos de la calle, la caridad pública, una libertad condicionada al humor de algún celoso guardián del orden, o a la inconstante largueza de los miles de transeúntes que pasan a su lado.
(Mayo 5 de 1991)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…