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Historia de un lunes – XXX

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RELATOS

DON PANTALEON

Se sentaba todas las mañanas en su mecedora de asiento de petatillo, muy serio, a leerse los periódicos del día. Mientras leía, carraspeaba sin cesar, produciendo una suerte de gruñido perruno que atemorizaba a los chiquillos del vecindario. Estaba en pijamas y, cubriéndole la cabeza, un gorro catalán deshilachado. Era grande, gordo y colorado. Lo conocí cuando apenas sus cabellos comenzaban a platearse, y lo vi envejecer sin achaques y sin perder la celeridad de sus pasos enamorados del asfalto de la Plaza Mayor. Después de leer los periódicos se rasuraba, se ponía un traje blanco de seda china y salía a visitar los cafés y alguna cantina del centro de la ciudad: si acaso un par de cervezas o algunos tragos sueltos. Siempre estaba en casa a tiempo para almorzar.

Don Pantaleón había nacido cuando todavía el cinematógrafo comenzaba a arraigarse en Yucatán. Así que lo vio llegar con su parafernalia hollywoodense, con sus reflectores, sus marquesinas y el escándalo mayúsculo que armó con su introducción. Enamorado del espectáculo, quiso hacerse actor pero estuvo muy lejos de emular a su ídolo Barrymore, y acabó como simple taquillero, cargo en el que duró cincuenta años hasta que el propietario del cinema donde trabajó toda su vida lo pensionó con cincuenta pesos semanales que don Pantaleón cobró religiosamente hasta el día de su muerte. Pero no sólo vivía de su raquítico salario como vendedor de boletos en el cinematógrafo. Dicen por ahí que su pequeña fortuna –porque, sin demostrarlo, el viejo vivía bien– se debía a su antigua práctica del agio. Como sus labores en la taquilla no comenzaban sino hasta las cuatro de la tarde, se gastaba las mañanas recorriendo la Plaza Mayor, los parques céntricos y otros sitios de reunión donde recolectaba el valor de sus intereses.

Vivió un largo tiempo en una casa de paredes viejas y techos con goteras hasta que un día decidió disponer de una parte del dinero que venía acumulando bajo su almohada para reparar las dañadas paredes, apuntalar los techos agujereados y darle una linda mano de pintura de aceite a su vieja casa que quedó de muy buen ver. Viudo de tiempo atrás, vivía sólo con sus perros –que nunca conocieron otra vida que la del patio de la casa– llamados Kid Chocolate y Schmeling, en honor, obviamente, de los dos boxeadores famosos. Yo no recuerdo a Kid Chocolate pero alcancé a conocer a Schmeling en su vejez perruna en la que sólo le quedaba un bufido ronco que espantaba a los niños y la extraña presencia pendular de un largo testículo, aparte de los otros dos, que le había nacido del pescuezo. El doctor Lara, amigo y médico de la casa, me confiaría posteriormente que se trataba de un tumor. Cuando regresé de una temporada por los Estados Unidos en 1958, supe que Schmeling había muerto de vejez el propio día que cumplió los veinte años.

Por las navidades, a Don Pantaleón se le avivaba –a diferencia de Scrooge– el espíritu de la estación y realizaba algo que no hacía durante el resto del año: abría las puertas de su casa de par en par, encendía su destartalado fonógrafo de 1930 y escuchaba, a todo volumen, en discos de pasta, música de zarzuelas y operetas; ponía sobre una mesita en el centro de su sala un par de botellas de brandy y media docena de vasos e invitaba a sus vecinos a brindar por la ocasión. Escuchaba la música hasta bien entrada la noche y quedaba, por el abuso del alcohol al que no estaba acostumbrado, más colorado que de costumbre.

Cuando recibió su jubilación, después de cincuenta años de taquillero, don Pantaleón se encontró de pronto el dueño del gran fardo del tiempo libre que amenazaba con despeñarlo por el insondable abismo de la ociosidad. Diligente y degustador de los pesos duros, le dio entonces por recorrer la Plaza Mayor no sólo por las mañanas, como lo había venido haciendo desde sus tiempos de taquillero, sino también por las tardes, que las tenía libres. Duplicó así el número de sus deudores y también se duplicaron sus ganancias. No era malo el señor, pero desde pequeño sus padres le habían metido muy dentro de la cabeza que el dinero lo es todo, y que quien no tiene dinero acaba de mala manera. Don Pantaleón, por otra parte, era de comunión diaria y escuchaba misa los domingos y días de guardar. Era caballero de Colón, hermano de la Cofradía de la Sagrada Ostia y miembro de los Devotos de la Orden de la Santísima Trinidad.

Dejaba caer gordas limosnas en los cepillos parroquiales, y a los señores curas daba buenas propinas para salvar su alma y nunca estar mal con Dios.

Alguna vez me lo topé en el bar “La Oficina”. Con ese su rostro de sol sonriente propio de las portadas de almanaque de Espinosa, me saludó y prosiguió saboreando la exquisitez de su cerveza yucateca. Como siempre, antes de la hora del almuerzo ya había abandonado el lugar y se hallaba en su casa, sentado a la mesa, clamando por el plato del día.

Lo vi muy poco desde entonces. Corrió la voz de que estaba grave, de que tenía los pulmones congestionados y que los sabios doctores lo habían desahuciado. Confesado de prisa porque el alma se le escapaba sin remedio, murió una madrugada de agosto de un año que no logro fijar en mi memoria. Los que todo lo saben contaron que había dejado una fortuna. No era tanto, pero las malas lenguas se refocilan confundiendo a la gente.

A unos diez o doce años de su muerte, todavía quedan las huellas de sus pasos ligeros sobre el asfalto de la Plaza Mayor.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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