XXVII
NOSTALGIAS DE LA CIUDAD
Casi todas las calles de la ciudad de Mérida han sido transfiguradas. Virtuosos edificios coloniales (ilustres fantasmas de la ciudad) se desplomaron ante la embestida del progreso devastador. La fisonomía citadina es en la actualidad muy otra: ha sido trocada en una deplorable caricatura de los peores estilos yanquis y europeos y de nuestra propia ciudad de México: los innobles cajones a modo de rascacielos (?), los ingratos edificios de departamentos (que nos van asfixiando), los inmensos hoteles al estilo del Fiesta Americana o del Hilton, los odiosos apóstrofos irrumpiendo en las claridades del idioma español (en rubros de restaurantes, de tiendas, de peluquerías) han asaltado Mérida.
He padecido (en mis frecuentes recorridos de los últimos años) la deplorable visión de las deformadas calles de la ciudad. Y he tenido que apechugar con un urbanismo que comienza a sernos ajeno, a conformarme con sólo la nostalgia de los tiempos pasados. La semana anterior caminé por la céntrica calle 66 (con la 61). Reconocí, enseguida, uno de los contados edificios viejos que se conservan por esos rumbos, aquél que alguna vez albergó al Centro Español y que hoy no sé que alberga (1). Entonces pensé en Noi (o Noy) Bellavista. Y recordé que ciertas veces, a eso de las tres de la tarde (cuando los soles de Yucatán se multiplican), nos deteníamos un grupo alegre, jefaturados por el tío Manuel Pasos Peniche, con objeto de bebernos algunas cervezas en ese bar, y acabábamos pidiendo el mondongo a la andaluza que aderezaba Noi. Yo alcancé a Noi muy viejo. Me aseguraban los buenos gastrónomos que llegó a ser un cocinero notable, especialmente en lo que respecta a los recetarios españoles. Para proseguir mi recorrido, veo la casa que alguna vez ocupó el bufete de mi maestro el abogado Diego Barbosa Sosa. Su placa, empotrada en la pared, todavía sigue ahí, un tanto llagada por los años, ostentando sus inmensas letras. Avanzando un trecho hacia el mismo cruzamiento de las calles 66 y 61, en el extremo sud-oriente de aquella esquina, se halla (remozado y casi perfectamente emulado del original) el antes lóbrego edificio de la Inquisición. Lo ha adquirido Milo Lamk (cofrade de aquel bizarro Arco Iris de Poetas), como adquirió (y restableció) la celebrada Casa del Lagarto, a sólo unos pasos de la Inquisición. Al edificio lo colman miríadas de antics (provectos, muebles, bustos, lámparas, desportilladas sillas y mesas, libros que alguna vez fatigaron los frailes franciscanos, óleos y decenas de objetos inservibles, etc.) sujetas a los precios de la oferta y la demanda, a la hebraica puja, al infinito regateo que desciende de los fenicios.
Sobre la 61 (entre la 66 y la 64) saludo añejos edificios: el anticuado bufete de los licenciados Vallado Peniche y Vargas Ayuso, y el veterano bar Maracas (hoy bar Pavón), cantina restaurante burdel y hotel de paso en otro tiempo. Ahí conocimos al negro Chaquiras cocinando caracol para su clientela y aderezando caldos inolvidables. Chaquiras compaginaba sus aficiones culinarias con sus deberes de padrote; era hombre alto, abetunado y memorable platicador: gastaba una gorra de Popeye y unos lentes oscuros para disimular una visión deficiente propia de los marineros de agua dulce. El propietario del establecimiento era un tal Benigno, de quien hablaban mal. En el Maracas, una tarde de muchos tragos, ejecutaron a una prostituta sin ninguna razón, creo que mediante el satánico juego de la ruleta rusa. Recuerdo algunos parroquianos de ese sitio: Gaspar Serrano, el “terrible Mantecas”, el maestro Masita, el compadre León, Lela Itzincaba, (del puerto de Yucalpetén), etc. Exactamente enfrente del Maracas existe un edificio de tres pisos (creo que uno de los primeros de esa altura construidos en la ciudad).
El bar Campeche, que casi confronta al Maracas, ubica en la chaflanada esquina de las 61 y 64. Su envidiable ubicación lo ha hecho cenáculo de todos los bebedores. Lo han frecuentado abogados, médicos y escritores. Antonio (el garzón) es amigo de George García y sabe servir.
Mi caminata se prorroga por la 61 (entre 62 y 64), observo de reojo la remozada residencia de los Sres. Laviada, la llamada Casa del Lagarto (un impasible saurio vegetó durante lustros en el jardín). Enseguida lo que queda del hotel Colonial: un estacionamiento. El hotel Colonial era, para citar una frase del poeta Humberto Lara y Lara, “un ajonjolí de todos los moles”. En sus interiores existía un bufete, la peluquería del maestro Zapata, una sastrería, etc. En la planta superior se alquilaban cuartos inmundos y extenuadas prostitutas para ocupar esos cuartos. Un viejo militar retirado, el coronel Traconis, se encargaba de la administración del hotel.
Frente a la Casa del lagarto y del Colonial, estaba (la casa se conserva con increíble entereza) el consultorio del Dr. Lara Negrón, sitio que albergaba a varios estudiantes pobres entre los que se contaba el poeta Humberto Lara y Lara, sobrino del médico, y el hoy Dr. José Cetina Ortega (2) (“Cuando ya estudiaba yo en Mérida –confiesa Lara y Lara–, me alojaba en la calle 61 N°. 509, a unos cuantos metros del antiguo café Louvre, de don Felipe Gómez…”) Después hay un billar y unas zapaterías (de italianos, al principio). Y continuando hacia la esquina, el viejísimo edificio del café “El Louvre”.
Desde ahí, cruzando la calle, hay otro salón de billares (posiblemente el que vieron Tabor Frost y Arnold en 1906), cuyas entradas se hallan obturadas por despreocupados que observan a los billaristas. Humo de cigarrillos y mentadas de madre perfeccionan ese cuadro eminentemente provinciano. Enseguida se halla el bar Los Calamares al que alguna vez he aludido (todavía lo frecuentan cordiales amistades como los Profres. Víctor Lara, Rusell Vallejo y Carlos Mora).
La plaza grande nos reserva sorpresas: al cruzar la calle desde los billares mencionados nos hallamos con los arcos de la dulcería El Colón y enseguida una pizzería al estilo de Cancún, propia para turistas y playboys regionales. Otras cosas no han cambiado: los mismos puestos de revistas de los últimos cincuenta años, los inmundos vestigios del ex-cine Novedades (3). El café Nicte-Ha, donde alguna vez funcionó el legendario Ambos Mundos, sitio perfecto de aquel insano lacayo de la familia Regil llamado Estanislao (a quien don Chano Burgos ha descrito con maestría). Por último, el Palacio del Ejecutivo.
(1) He incurrido en un error: creo que el Centro Español estaba situado en la calle 64 y no en la 66 como he asentado.
(2) El Doctor Cetina ha fallecido hará dos años.
(3) En ese amplio espacio del ex-cine Novedades, se construye, me han dicho, “algo grande”.
(Junio de 1988)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…