XXV
DE LAS NOCHEBUENAS
En el escarnio de levantar la copa de champaña y decir salud en la Nochebuena (mientras se desangran hidrópicos los niños de Bangladesh), descubro una práctica execrable que inunda con su hedor las atmósferas desinfestadas del Primer Mundo. Ese encarnado escarnio anida en lo hondo de la copa de licor y sobre los pavos estofados, sobre los pavos fríos, sobre los pavos en galantina, en lo pastoso y apetitoso del bacalao a la vizcaína…
Convengo afirmar (a partir de esos razonamientos embarazosos) que la Nochebuena ha perdido el encanto de su comisión original. La acción de destripar pavos y botellas sin descanso es un mero cumplimiento de la fórmula burguesa de saberse harto en todos los órdenes sociales. Por los años cincuenta, envidié un tanto aquella mesa navideña, grávida de platones y copas champañeras, alumbrada por reposadas candilejas en la residencia del viejo don Emilión. En la Nochebuena me detenía ante su ventana y miraba la escena consentida de los empaquetados cenadores: don Emilión, embutido en un frac negro cuyos tintes discrepan de los armiñados tonos de sus cabellos. Era como estar mirando una película navideña de Lauritz Melchior, aquel tenorazo nórdico que abandonó a Wagner por Beverly Hills. Pero por supuesto no miraba yo a Melchior, sino a don Emilión, a quien preciso describir: los cabellos, como he apuntado, plateados; el rostro colorado y mofletudo; el hombre, redondo con la redondez pomposa de los gourmets del Norte; esgrafiada en el rostro una sonrisa idiota, sórdida, imborrable; nariz roma, incapaz de excederse; la doble papada insolente de los burgueses crónicos. Un aire irlandés venido a menos.
A través de la ventana, una escena de Vermeer en nuestro tiempo y en nuestro trópico. La mise en scene ostentaba los cubiertos y los candelabros de plata. El fonógrafo de don Emilión emitiendo, a marchas forzadas, el Adeste Fidelis, el Pater Noster de Tchaikovsky y una infortunada versión por Kostelanetz del Aleluya de Haendel. La familia, encendida por los coñacs, solía olvidarse de la Misa de gallo, que pobremente suplía con una plegaria murmurada entre el cúmulo de libaciones, antes de hincar el cuchillo en la espléndida pechuga del pavo desquiciado.
Pretendo rememorar varias navidades. Sin olvidar las familiares que también abundaban en coñacs y bacardís, no desdeño aquellas nochebuenas que disfruté en algún bar-restaurante de honorable reputación, o en ciertas tabernas desdeñadas por las buenas conciencias meridanas. De estos establecimientos réprobos me acuerdo del Bar Siboney, en los portales del desaparecido edificio Olimpo (del que no acabo de deplorar su imperdonable demolición). El Bar Siboney expendía cerveza y aguardiente diariamente. Sus botanas eran invariables: orejas de puerco asadas, totopos y caldo de camarón afamados por su picor irracional. En la puerta se despachaban tacos (que, por supuesto, no se servían como botana) de renombrada sabrosura. En esa concurrida puerta cantinera señoreó durante muchos años el taquero Tax, alias El Popular Tax, alias Vitaferro, celebrado por los estómagos agradecidos de sus clientes. Pero la mayor fama del Siboney se cumplió en la brutal ejecución de su propietario, un tabernero jovial y esforzado a quien unos estudiantes rompieron el cráneo con una barra de hierro porque no les quiso regalar una botella de licor.
En esa taberna estigmatizada por aquel hecho de sangre festejé algunas nochebuenas de los años setenta. Entonces la Navidad se transmutaba en una suerte de fiesta popular con los parroquianos de la Plaza de Armas, un poco alegres y un poco deslenguados. Todavía no llegaba el tiempo de las devaluaciones sucesivas y los pesos dejaban gruesas huellas de plata en los bolsillos de los meridanos. El peso daba con largueza para la botella de Pizá 1902 y para las aguas asociadas a la causa del ron. O para los habaneros, los tequilas, el mezcal, etc. Y estando todos borrachos ¿quién se preocupaba de comer?
Se cumplía con la tarea etílica y se intercambiaban buenos deseos navideños. El abrazo tradicional y, más tarde, los buenos días, que ya era madrugada. Por la calle (rumbo a casa), se desvelaban pequeñas muchedumbres de celebrantes en torno a faroles soñolientos. Aquellos ebrios inocuos se regodeaban en el juego de naipes, mientras consumían su cuota de aguardiente. Ahí los compadritos fumaban sin cesar y largaban eufóricas imprecaciones que daban calor al ambiente ligeramente refrescado de la Nochebuena.
Quedan las nochebuenas de night-club. Las que frecuentaban (las que frecuentan) los juniors, los playboys, y en general todos los que encuentran aburridas las celebraciones familiares. Rememoro particularmente las navidades del Club 57, con su estrella al piano Rubén Estrada, sus globos de colores, su atmósfera saturada de carcajadas, el humo de jubilosos cigarrillos y el imprescindible don Chucho Herrera (de feliz memoria entre la brava gente de la trova). Don Chucho dejaba transcurrir la noche detrás dela caja registradora. Era el cashier, pero era también la esencia del lugar. Estudiantes sin dinero hipotecamos muchas veces, por el placer de bebernos unas cervezas en ese club de moda, la intrascendencia taquicardiaca de un reloj que afanosamente desempeñábamos algunos días más tarde.
Las navidades del Club 57 se traducían ocasionalmente en affairs yanquis por la insistente y notoria presencia de un norteamericano de Chicago que poseía negocios en su país, pero que se gastaba alborozadamente el invierno en Yucatán. Su feudo era precisamente el Club 57 al que asistía con enfadosa puntualidad. Por la Nochebuena, el hombre cantaba (pretendía cantar) la deplorable White Christmas de su tierra, y el Auld Lang Syne en la víspera del Año Nuevo. Además de este caballero, otros dos o tres personajes compartían el micrófono y entonaban fatales melodías en inglés. Fernando Rosado (finado), uno de los propietarios del Club, cantaba también en español.
Las nochebuenas del club 57 solían diluirse con las luces del primer sol. Ya para entonces don Chucho había desnudado su guitarra y se acariciaba –en gloriosas elevaciones– el delicado vientre. Entre el dedo anular y el meñique alardeaba su irreverente erección un cigarrillo Delicados.
Es cierto, después de colectar libaciones y cordiales bocados de pavos ahumados por algunos años, subsiste (debería subsistir) un impreciso sentimiento de culpabilidad que suele desvanecerse en un eructo. Vacía la botella de coñac, desgastado el pavo por culpa de apetitos oprobiosos, sólo resta (después de la despiadada cruda) prepararse a recibir la siguiente Nochebuena.
Y es que la Navidad (tal como nos la enseñó la dorada publicidad) está hecha para divertirse. ¿O no es verdad…?
(1982)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…