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Historia de un lunes – XXIV

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EL TERRIBLE “MANTECAS”

Bonifacio Ay, (a) El “mantecas”, era un verdadero cerdo. Era un indio maya de unos sesenta años, de inmenso cuerpo, pasado de carnes, gelatinoso, despiadado y masacrador cuando borracho. Lo malo era que andaba siempre borracho. Cuando no ejercía su oficio de fotógrafo –en el que descollaba, sin duda alguna– aquel gigante prieto, verdadero terror de las cantinas y sitios de reunión, andaba de farra, andaba de juerga.

Le conocí hacia 1951, por los tiempos en que me pasaba los días acres de la secundaria, cuando le hacía yo signos obscenos a las matemáticas y me importaba más sumergirme en las tempranas reflexiones de la filosofía, de la religión, y de la existencia o no existencia de Dios, que en estudiar los abominables y cruelmente refinados textos de álgebra, de química y de trigonometría. Y entre las briznas de la filosofía incipiente, las lecturas plácidas de Mark Twain y de Salgari, así como las de Kipling y de Daniel Defoe –que abandonaremos provisionalmente para recogerlas de nuevo al avance del tiempo– y las idas y venidas a la cantina para beber rubios litros de cerveza y cubalibres, transitaron aquellos años nuevos sobre el asfalto del desorden propio de los adolescentes.

Mi juvenil afición por la ortografía, y mis primitivas experiencias en el pasatiempo, me llevaron a Bonifacio. Enterado de mi inclinación fotográfica, él –fotógrafo que ya gastaba su mesada en la parafernalia del invento de Daguerre– se ofreció a hacerme el revelado de mis rollos, lo que me pareció una amabilísima oferta de su parte, principalmente por lo que me ahorraría en pagos a los laboratorios de revelado en aquellos tiempos de bolsillos desmirriados. El “mantecas” –y otro amigo– revelaban los rollos y me llevaban las fotos, entre las que había varias ampliaciones que me hicieron sentir preponderante y casi un fotógrafo profesional. Eran todas fotografías de familia, discretas y sencillas, sin el toque malicioso de los profesionales, tomadas con una cámara Kodak de $21.00 de 1948, pero al contemplarlas no pude menos que hincharme de orgullo.

Al tiempo de concluir la adolescencia, me trasladé a Los Ángeles, ciudad en la que viví cinco años. Ahí enterré para siempre –soterrado yo mismo bajo la brutal rutina de un sistema de vida enajenante– mis pequeñas aficiones por la fotografía. Cuando pude, me desencadené un tanto de mi cepo laboral y de mi momentánea efusión por los dólares, para regresar a Mérida cada dos años, en unas vacaciones largas y placenteras en las que veía a mis amigos, todos ellos deseosos de emigrar a Los Ángeles y llenarse los bolsillos de dólares como los que atisbaban en mi billetera. Andaba yo por los cafés y por los bares esos meses de vacaciones, y acababa pagando las cuentas de cantina de los amigos y de las borracheras.

En una de mis excursiones por las tabernas, una tarde de mucho calor entré a “Los timbales”, cantina vieja con la fama triste de haber sido el escenario del asesinato de una prostituta por un capitán. La cantina, antigua casa colonial que remataba en un lóbrego patio colmado de naranjas y matas de chile, era una suerte de steak house, bar grill y whorehouse en la que no faltaban una cocinera india, un alcahuete negro y cocinero también llamado “Cachimba”, dos o tres barmen, otros tantos meseros y media docena de prostitutas a la caza de clientes. El negocio era próspero y lo manejaba un tal Venancio, del que comentaban por lo bajo que era maricón. Un día Venancio apaleó a su padre, cometió un desfalco cuantioso y se largó de la ciudad. Quienes todo lo saben –o todo lo intuyen, porque de algún modo el cuento acaba siendo verdad– sacaron la historia de que aquel hijo de mala madre y desfalcador andaba por el Norte de la República. Pero volvamos a los hechos. Al entrar aquella tarde estival a “Los timbales”, me doy de cara bruscamente con Bonifacio Ay, a quien había dejado de ver por muchos años.

Estaba terriblemente ebrio: tenía los ojos enrojecidos y adormilados, la boca entreabierta, el rostro sudoroso, la voz pastosa. Creo que sinceramente se alegró de verme, más bien por haberse hallado en aquel momento un tonto que le acompañara en su borrachera, que por volverme a ver después de mi prolongada ausencia. Como fuera, me invitó a una mesa y juró por los demonios a los que él adoraba que yo no pagaría un centavo en toda la tarde. “¿Sabes? –me dijo con su voz a semitonos–, todo corre de mi cuenta. Pide lo que te dé la gana.” Y enseguida largó una sarta de palabrotas para apresurar al mesero a servirnos las copas.

Fue inútil mi intención de zafarme de aquella compañía estúpida que insistía en ordenar nuevos tragos, aunque no hubiéramos concluido los anteriores. Sonaron las ocho de la noche y los cantineros nos anunciaron que era ya hora de cerrar. Al mismo tiempo, nos hicieron saber que se debían más de quinientos pesos por concepto del licor consumido en toda la tarde. Protestó a viva voz Bonifacio. Dijo que no había tomado tanto y que solo iba a pagar doscientos pesos, mismos que lanzó sobre la mesa de mala manera, al mismo tiempo que les mentaba la madre a los meseros, a los barmen, a las pellejas y a todo hijo de Dios que le anduviera cerca. Poco faltó para que todos le pegaran a aquel cerdo borracho que atentaba contra el honor de las progenitoras de servidores y parroquianos de “Los timbales”, pero entendieron su borrachera y lo dejaron en paz. Yo tuve que dar el faltante y, aparte de eso, pagué también el taxi para llevar a su casa al bastardo.

Una mañana me lo encontré arrastrando una papalina de tres días. Me pidió diez pesos porque le habían robado la cartera y necesitaba comer algo. Cuando se los hube dado me espetó: “Bien, ahora te invito a un trago.” Me alejé de él sin responderle, y lo dejé rumiando sus palabrotas en la esquina del bar “Revolución”. Los diez pesos jamás me los regresó.

Lo recuerdo, pasado el tiempo, atrapado en una malísima borrachera, con los puños en alto y el rostro descompuesto por tantos años de rencores acumulados. Su inmenso cuerpo se proyecta en mi cerebro: obeso, enorme, indestructible, lanzando puñetazos contra sillas y mesas, y contra meseros y cantineros, mientras un hilillo de baba le cuelga de los labios bezudos. Y siempre la palabrota, la mentada de madre en la boca espumosa hedionda a alcohol. Terror de los parroquianos, taberneros, azote de la gente de paz que sólo desea echarse un alipús y correr a casa a almorzar. Zafio, bruto, mañosamente agresivo en su natural feroz, y más zafio, más bruto y cuatrocientas veces más salvaje entronizado en su borrachera de ron de caña, de guarapo y de pitarrilla. Un Bonifacio asesino y sádico, condenado a una aprehensión maliciosa y obstinada que le nació de su nudo de complejos indios que lo persiguieron desde los tiempos nebulosos de su niñez hambrienta.

Una vez andaba borracho, asquerosamente borracho, en el bufete de Tristán Romero. Tristán, el abogado, es el tipo de egg-head sajón: rubicundo, semicalvo y brillante. Lástima que no le dé por escribir. Con todo, su conversación es ática y convoca al ejercicio mental y al estímulo de una larga-larga plática de sobremesa alrededor del plus-café y del habano que un día se atrevió a fumar el “Mantecas”, y acabó vomitando la sopa, los pollos rostizados, los zapotes y el postre que con un apetito voraz había engullido. Definido Tristán el bueno como un hombre inteligente, y además generoso y sensato, pero con una tolerancia irracional a los imbéciles, y amigo él mismo del vino, del brandy y de la cerveza y de los que mueren en gracia del viejo Baco, no me ha sorprendido encontrar una tarde estival al tremebundo “Mantecas”, perfectamente ebrio for a change, amenazando con una rota botella de cerveza la inocente calvicie del bueno de Tristán. Pero Tristán, el divino Tristán, ebrio hasta las heces él mismo, no alcanza a comprender el grave peligro a que se enfrenta y termina inclinando la cerviz, que es buen blanco para receptar el botellazo.

Sin embargo, la presencia de otras personas en el lugar impide a Bonifacio verificar el trazo mortal del botellazo, y acaba, furioso, lanzando la botella contra las paredes del bufete. Y girando como un trompo, sin ir ni venir, pero yendo y viniendo, se enfrenta de pronto a Vinicio Helguera quien, por lo bajo, casi en secreto, habla por teléfono, agazapado en un rincón del living room. Distraído en la intimidad de su plática –seguramente con alguna de sus amantes–, Vinicio no prefigura la acción demoledora del “Mantecas”, y ni por pienso que se le ocurre que en menos de un parpadeo el bruto disparará con la mano abierta un enorme bofetón hacia su rostro… Es una bofetada escandalosa y cruel, dolorosísima, que hace que Vinicio H. deje caer el auricular, aullando del dolor inaguantable. Bonifacio el salvaje se le queda mirando estúpidamente, y casi enseguida comienza a reírse, primero sigilosamente, y después con insolencia y con vehemencia del dolor viniciano. Y luego de la burla, la retirada. Hastiado, aburrido de tanto tomar y de tanto reventar a los demás, comienza a dirigirse hacia la puerta, asiéndose de las paredes. Y hete aquí, el ofendido Vinicio H. se pone de pie, corre hacia la puerta, y con todas sus fuerzas la cierra sobre la mano derecha del “Mantecas”, aplastándole los dedos o rompiéndoselos. Otro aullido –este de bestia entrampada– y enseguida, empujada por la mano libre del malvado Bonifacio se abre de nuevo la puerta, que libera la mano ensangrentada. El portazo le ha rebanado por lo menos dos dedos a Bonifacio Ay, que parecen colgarle como dos tiras de longaniza de la palma de la mano. El “Mantecas” se queda mirando con aire de idiota aquella pulpa ensangrentada y, en lugar de llamar a la Cruz Roja o internarse en una clínica, le da por sacudir aquella mano informe, y pringar con su sangre caliente las paredes recién pintadas del bufete del bueno de Tristán Romero. Y por todos lados se dibujan las manchas rojísimas. Y, por supuesto, no cesan los aullidos y terribles insultos para Vinicio Helguera quien, antes de exponerse a la terrible venganza del “Mantecas”, escapa y se pierde en la oscuridad de la noche.

Hace diez años que dejé de ver al “Mantecas”. Lo último que supe de él es que andaba de bracero en California. (1)

(1982)

 

(1) Hará unos tres años he leído en la prensa la noticia de la muerte del “Mantecas”.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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