XV
DIVERSIONES DE LOS YUCATECOS EN LOS SIGLOS PASADOS
Descreo que, en los desvanecidos años de la Conquista de Yucatán, los protagonistas de aquella épica hayan tenido tiempo para diversiones. En el fragor de aquellas batallas homéricas, de multiplicados odios y rencores, sólo había tiempo para matar o ser muerto, para defender sus dominios (los mayas) o para apropiarse con rudeza de la propiedad ajena (los españoles), en nombre de los reyes de España. Instituida la Colonia, después de infinitos horrores, empieza a reinar la paz, una paz sometida a los arcabuces de los cruentos soldados y a la buena voluntad de los franciscanos, en su mayoría defensores de la raza de bronce.
Con el sosiego, adviene la confianza entreverada con el miedo a torturas injuriosas. Se labora hasta la extenuación, pero ya quedan momentos para el esparcimiento en un pueblo sin teatros, sin libros y otras evidencias de la cultura europea, la dominante. Por ejemplo, surge un gobernador de la temprana Colonia llamado don Luis de Céspedes, que es harto alegre y quien “acude de noche y a tiempos sospechosos a casas deshonestas, y favorece a los perdidos”, de acuerdo con una misiva que el obispo Toral ha enviado al rey de España. Además, lo acusa de faltar a misa (excepto los domingos) y de solo pensar en saraos y usar máscaras. Céspedes es, para mí, uno de los pioneros de la Península en buscar la gratificación, el solaz de la “dolce vita”.
Pronto, el carácter del castellano y del criollo, desencantados por no haber hallado oro en Yucatán, se suaviza y se muda en una manera de ser bromista: empieza a disfrutar de momentos de distracción. Las primitivas diversiones de la incipiente Colonia son el juego de naipes, los saraos y las visitas a las tabernas. En lo tocante a los naipes, se habla con admiración de un tal Antonio Solís “que tenía el brazo derecho entero hasta la muñeca, pero en lugar de mano le salía del remate del brazo sólo el codo, sin tener desde allí cosa alguna”. Este hombre contrahecho (que tenía una pierna más corta que la otra), “barajeaba los naipes para jugar, y con mucha libertad los repartía a sus compañeros” (Cogolludo).
La gente disfrutaba también de los trucos de magia, salvo que la Inquisición acabó prohibiéndoselos. En 1626 estuvo de paso un mago en la ciudad de Mérida, cuyas sorprendentes habilidades atraían a muchedumbres. Alguien que era fanático y estúpido lo consignó a la justicia real, la cual, sin disponer el debido juicio, lo capturó y lo envió a la horca.
Además de los juegos de azar y de los trucos de magia ya citados, nuestros ancestros evidenciaban debilidad por las pláticas de taberna (costumbre que perdura en nuestra época y que perdurará siempre.) En ella se reunían tozudos bebedores. Hasta los religiosos compartían esa predilección. El Fénix, periódico que publicaba don Justo Sierra O’Reilly en la Ciudad de Campeche, ha recogido la noticia del fallecimiento de un obispo (Fr. Mateo de Zamora y de Penagos) “a causa del inmoderado uso que hacía de aquella composición de aguardiente, agua y limón que llaman draque o drac.”
Pasatiempos favoritos de los yucatecos coloniales eran también los toros y las máscaras. “Para la celebración de las funciones tauromáquicas –asienta Eligio Ancona en su historia–, se obligaba a los indios a levantar un tablado en el lugar que se les designaba, y que en Mérida era ordinariamente la plaza mayor…” (En estos tiempos, todavía se acostumbra en los pueblos del interior del Estado levantar estos tablados para celebrar corridas que no son otra cosa que “charlotadas”). Añade Ancona que los lidiadores pertenecían generalmente a las clases altas de la Sociedad “y los más ricos encomenderos se presentaban a caballo en la plaza, vestidos con sus trajes más ricos y elegantes y, para probar su amor y fidelidad al rey, sacaban a la feria un lance en honor de su majestad.” Extraña a Ancona (como me extraña a mí) que las mujeres presenciaran esos sangrientos espectáculos desde sus palcos favoritos.
Las máscaras eran harto populares y la gente se disfrazaba, como lo hace hoy en los carnavales meridanos, pero los encomenderos y los otros ricos no se mezclaban con el pueblo. Este, como siempre, era simplemente un espectador. Aparte de los disfrazados y demás integrantes de las llamadas “máscaras”, también se hacía maniquíes –prosigue diciendo Ancona– de formas ridículas y extravagantes que se exponían al público en las procesiones.” Según él, en el Corpus de 1744 fueron estrenados cuatro gigantes de madera y de cartón que tuvieron un costo de setenta y siete pesos, y que también se estrenó un tarasco o espantajo, auspiciado por el gremio de comerciantes, que consistía en una enorme figura de serpiente.
El pueblo gozaba de estos espectáculos y (como ocurre hoy) no le faltaban en las manos gruesos tarros llenos de cerveza o botellas de pitarrilla, nauseabundo licor que tanto gustaba a los indios.
Carecemos de suficientes noticias acerca del teatro y de la música en Yucatán en los siglos coloniales. La música se interpretaría en clavicordios o pequeños conjuntos de cámara especializados en danzas y contra-danzas que tocaban en la intimidad de los hogares meridanos, donde seguramente lucían su voz algunos tenores y sopranos olvidados para siempre en el anonimato. Los libros que se leían, arribados de España, de la Habana o, algunas veces, de la Nueva España, eran libros predominantemente religiosos. La Inquisición velaba por que no penetrasen en la provincia tomos de literatura de los grandes escritores europeos. El aborrecido Index había enlistado en sus páginas negras cientos de obras europeas consideradas inmortales. Entre los volúmenes que se leían en Yucatán en el siglo XVIII estaban El hijo de David, las Epístolas de San Gerónimo, La vida de Santo Domingo (y otras muchas biografías de santos) y, por supuesto, La Biblia.
Lo que es inobjetable es que el yucateco (el yucateco medio, no el indio o el mestizo con sangre maya predominante) comía abundosamente durante los siglos pasados. La gastronomía era uno de sus gozos. Hay autores (c.f. Yucatán Insólito) que señalan que se hacían cinco comidas diarias (Carlos R. Menéndez, Visiones de Mérida, 1942). Otros, como Manuel Barbachano y Tarrazo (Registro Yucateco, 1945), van más lejos y aseveran que eran seis comidas diarias del yucateco entre las que despuntaban dos desayunos y dos cenas. El primer desayuno se hacía a las cuatro de la mañana, hora de despertar de los yucatecos de entonces, en plena oscuridad.
Ya en el siglo pasado, las cosas sufren alteraciones notables. Gracias a la prensa, y a los movimientos independentistas de entonces, se respiraba mayor libertad en todos los ámbitos de la provincia. La Gaceta de Mérida de Yucatán informa en su entrega del 5 de septiembre de 1824 que se hallan a la venta libros como las Noticias Americanas, de Ulloa, el Panegírico de Plinio traducido al castellano, obras de Lope de Vega y la Historia Crítica de España, de Masdeu, obras que no podían ser adquiridas en los siglos anteriores.
Comienzan ya a instituirse librerías y se incrementa el número de imprentas. Prueba de que había muchos lectores en la ciudad de Mérida es el número de empastadores de libros que se anuncian en los periódicos, varios de ellos extranjeros, como un señor Jackson. También los diarios y revistas proliferan, no sólo en locales, sino nacionales y extranjeros, que los lectores regionales leen con avidez.
El arribo de mercaderes extranjeros a la provincia llama la atención de los ciudadanos. La llegada de un relojero, por ejemplo. En julio de 1947 arriba a Mérida el relojero suizo José Mermin. En sus valijas carga con “un surtido de relojes ingleses y también ginebrinos de los mejores fabricantes.” Anuncia en la prensa que también se encarga de la composición de relojes y que vive en la posada de la Sra. Micaela Lavalle, antigua anfitriona de Stephens.
La cerveza ya se expendía abiertamente en Mérida a quien pudiera pagarla. Había también una fábrica, acaso la primera establecida en Yucatán, llamada “La Estrella de Oro”, la cual también vendía cerveza española y cerveza inglesa, y un tipo especial de esa bebida para las damas. Los meridanos también podían deleitarse con sorbetes (que eran entonces la sensación de Mérida) en los bajos de la casa de don Darío Galera (donde hoy se halla el edificio de El Gallito), hombre impulsor de industrias, ricachón y, en 1865, anfitrión de la emperatriz Carlota (ésta se hospedó en su casa).
Otros pasatiempos de los yucatecos del siglo pasado eran los fuegos artificiales, las peleas de gallos (todavía lo son y, según he averiguado, hay hasta combates de perros especialmente entrenados para tan inhumano espectáculo; estas peleas se exhiben en sitios muy privados y abundan las apuestas), las retretas plazagrandinas y en el parque del Jesús (hoy de la Madre), donde se escuchaban valses, oberturas y cavatinas (hoy estas retretas se han convertido en las serenatas de Santa Lucía los jueves, y las presentaciones de la Banda de Música del Estado en distintos puntos de la Ciudad. También los domingos un conjunto de cuerdas distrae a los meridanos y a los turistas con lindas melodías en el Salón de la Historia del Palacio de Gobierno). ¡No olvidemos la maroma, circo y las ferias que tenían lugar en ciertos viejos barrios de la ciudad como la famosa de Santiago que desafortunadamente fue clausurada!
Respecto de circos, espectáculo que creo nunca pasará de moda, se atribuye a un tal Mr. Clayton, que estuvo en Yucatán en los tiempos de Stephens, hace unos 150 años, haber traído a estas tierras el primer circo completo en la historia de la Entidad. Este circo contaba con toda clase de actores, caballos manchados (¿cebras?) y un teatro portátil con asientos para mil personas. También traía picadores, payasos y monos. Fue la locura en Yucatán al mediar el siglo XIX.
Por esa época arribó a Yucatán, sin hacer gran ruido, un napolitano llamado Biaggio Donnadío, a quienes los meridanos preferían llamar, quizás por comodidad, Blas Díaz. El propio Díaz llegó a ser en corto tiempo un pasatiempo más de los yucatecos de entonces, pues se andaba por las taciturnas calles meridanas tocando un organillo en el que interpretaba las canciones italianas de moda (sin faltar las napolitanas, naturalmente). Lo escoltaba un estoico monito que hacía cabriolas y que también se ocupaba de recoger las monedas que le regalaban los espectadores. Donnadío (o don Blas) trajo también un “panorama”, una remota anticipación del cinematógrafo que enloqueció a los meridanos. Es asimismo el introductor del carrusel en las ferias yucatecas, durante el postrero tercio de la centuria.
La maroma también atraía a mucha gente, lo mismo que los títeres que se presentaba los domingos en una casa de Santa Lucía, especialmente adaptada para el espectáculo. Un titiritero famoso de esos tiempos fue Narciso Mendoza. Poseía algunos asientos en su casa, pero el que gustase podría traer el suyo y colocarlo donde le diera la gana. “La casa donde se verificará la diversión –rezaba un anuncio de la prensa– estará señalada con una bandera y un tambor en la puerta.” Cobraba un real la entrada, salvo por los mestizos y los niños, quienes inexplicablemente tenían que pagar real y medio para poder acceder al espectáculo. Cuanto a las peleas de gallos, ya he dicho que no constituían un éxito completo.
Para las damas y caballeros elegantes llegaban a la ciudad “los últimos figurines de Francia” vía La Habana. Las librerías en Mérida se incrementaban velozmente. Ya para entonces el teatro era una de las pasiones de los yucatecos. Incontables compañías dramáticas y operáticas arribaban con puntualidad a la ciudad, y permanecían en ella largas temporadas. Como siempre, no faltaban los “playboys” meridanos, enamorados de las actrices más guapas.
Ya cerca del presente siglo, estaban de moda los juegos de billar, la temporada de Progreso (que comenzó en Sisal), los primeros fonógrafos, los paseos por la vieja Alameda, la zarzuela, el primitivo cinematógrafo, los viajes al extranjero (para los hacendados y comerciantes), el restaurante de Musset y, por supuesto, las tertulias y veladas “músico-literarias” donde los asistentes daban rienda suelta a la chismería y a abrumar a sus contertulios con las aventuras de su más reciente viaje al Viejo Mundo.
(1992)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…