XLIX
“PROFETAS” YUCATECOS
La circunstancia se ha venido reiterando a través de los siglos: el surgimiento de un profeta (cuyas profecías resultan apócrifas en la inmensa generalidad de los casos) que proclama con grandes voces el próximo fin del mundo, y que repite largos párrafos desenchufados del Apocalipsis de San Juan. No hace mucho he leído la noticia de la aparición en ciertos círculos ingleses de David Icke, un británico que ha hecho muchas cosas en su vida, pocas de ellas sensatas; Icke se ha declarado “el Hijo de Dios” ante el crónico pasmo de los teólogos y de la enorme comunidad religiosa europea. Tal “profeta”, que se hace acompañar de tres mujeres, ha vaticinado la conclusión del mundo para 1997. Añade que ese fatídico desenlace será producido por inenarrables catástrofes de las que no habrá forma de salvarse, y entre ellas enumera vastos terremotos en México, Nueva York, Los Ángeles y Las Vegas, una erupción volcánica en la región de Washington, y la desaparición bajo las bellísimas aguas caribeñas, de la Isla de Cuba. Su propia patria, Inglaterra, también desaparecerá, en parte, debajo del mar. Luego añade otra serie de cataclismos para diversas partes del orbe, y que sabe todo esto gracias a sus contactos divinos.
He dicho que la historia es vieja, repetitiva o reiterativa, desde los viejos augures y los chamanes ignotos, desde Nostradamus (cuyas profecías han sido en parte y por circunstancias del azar cumplidas).
Nosotros en nuestra propia Mérida no hemos adolecido de tipos como Icke, cuyos sibilinos augurios han puesto a temblar no sólo al meridano ingenuo o analfabeto, sino a muchos que se vanaglorian de cultos. El día 3 de abril de 1852 comenzó a venderse en Mérida un curioso libro titulado “El fin del mundo para el año de 1860”. Ignoro si el autor era del patio o fuereño. El libro (cuadernito le llama el impresor) se vendía al “módico” precio de un real el ejemplar y un peso a docena. Como este libro han salido decenas a la venta. En Yucatán los mismos “Chilambalames” están llenos de terribles premoniciones.
Los principales “profetas” yucatecos de este siglo (salvo que nacieron en el pasado) son Lauriano Ojeda, quien empleaba el alias de “Enoch” o “Enoc”, uno de los personajes del Antiguo testamento, y el jardinero de la casa de la familia Regil en el Paseo Montejo, llamado Estanislao, quien en realidad era español, pero pasó casi toda su vida en la ciudad de Mérida.
De acuerdo con el licenciado Santiago Burgos Brito, mi solitaria fuente sobre el asunto, Ojeda se andaba por las calles de Mérida en el primer tercio de nuestro siglo. Era mestizo y, aunque no lo dice don Santiago, Lauriano debió ser alto porque no es posible concebir en la imaginación a un profeta menudo. Llevaba los cabellos como el Cristo (cabellos que Burgos Brito compara con los poetas románticos victorianos) y hablaba con levantada voz ante sus decenas de oyentes que escuchaban con disimulado horror sus fatídicas imprecaciones. Decía (ya lo he mencionado) llamarse “Enoch”, “el último profeta”. La realidad es que Ojeda hablaba con profusión, pero de un montón de asuntos confusos que sus seguidores escuchaban pasmados precisamente por el hecho de no entenderlos. Sus parlamentos se despeñaban por lo histriónico: movía violentamente la cabeza agitando su larga cabellera, levantaba los ojos hacia el cielo y señalaba con un dedo acusador a los blasfemos o a quienes evidenciaban la incredulidad ante sus palabras. Por supuesto que había leído la Biblia, pero las parábolas y las premoniciones se le habían indigestado en grado sumo. De pronto dejó de vérsele por las calles de la ciudad. Pronto se supo que la policía lo había trasladado al manicomio, donde le fue cortada la esplendente cabellera. Se dijo luego que, ya en libertad, había viajado a América del Sur. Pasó por Argentina y se estableció en Brasil, consagrado a su profesión de “profeta”. Ahí lo tomaron en serio y le hicieron varias entrevistas. Más tarde, diversos estudios de su personalidad realizados por doctores sudamericanos lo determinaron anormal.
Concluyo con Estanislao, hombre piadoso y casto que en sus años mozos hacía reír a la gente por su ridícula forma de vestir. Con el tiempo se le volvió místico. Sus largas y tediosas homilías, también colmadas de horrendas profecías, no las decía, como su contemporáneo Enoch, ante las multitudes, sino para sí mismo. Alguien lo descubrió una vez hablándole a las flores. Todavía viven personas que lo recuerdan perorando horas desde los jardines de la casa que cuidaba, sin que nadie se detuviera a escucharlo. Fue un “profeta” sin seguidores, habitante del Limbo, dueño único de su soledad.
(19 de julio de 1991)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…