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Historia de un lunes – XLIII

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XLIII

FIN DE TEMPORADA

Concluyó la temporada veraniega, como conocemos aquí en Yucatán esa época que se gasta la gente en las playas disfrutando del mar, el sol y de la brisa. Generalmente la temporada dura un par de meses al año: julio y agosto, meses de vacaciones de los chicos, días de gloria que ningún niño olvida jamás.

¡Qué momentos!, ¡Qué cambio de vida! En la playa hacen de todo menos estudiar.

En mis pesquisas en viejos rotativos atesorados en la Hemeroteca del Estado, la primera vez que me topo con la palabra “temporada” es en “La Revista de Mérida” del 12 de marzo de 1870. Pero esto no significa que ya antes los meridanos no se pasaran largas o cortas vacaciones en la playa, especialmente en los meses de calor. En aquellos remotos tiempos la costa escogida por los vacacionistas era Sisal. Faltaban años para que Progreso llegara a ser el primer puerto del Estado. El inicial anuncio que me he hallado en lo referente al alquiler de cuartos en Sisal data de 1849 y aparece en el “Boletín Oficial del Gobierno del Estado”. La anunciante, Pilar Elizalde, ofrece “proporcionar lo necesario para recibir a los huéspedes que quieran favorecerla con su asistencia, donde recibirán el mejor trato”.

Ignoro si antes de esa fecha o en los tiempos coloniales los yucatecos pasaban vacaciones en las playas. Pocos meses más tarde aparece en el mismo “boletín” la competencia: los Sres. Castillo y Peniche anuncian su posada en Sisal, asegurando cobrar “precios módicos” a sus huéspedes.

No es sino hasta el 16 de septiembre de 1861 (fecha bastante extraña para vacacionar en la playa) en que el Sr. Agustín Montalvo y Cía. proclama en el “Boletín Oficial del Estado de Yucatán” que cuenta con casa en el Puerto de Progreso donde se encontrará “esmerada asistencia, sin dejar que desear nada a las personas que se dignen honrarla y favorecerla.”

Es, sin embargo (ya lo he dicho líneas arriba), en un anuncio aparecido en la “Revista de Mérida” cuando por primera vez escucho el término “temporada” que hemos adoptado desde entonces.

Un señor, Carlos Sauri, avecindado en Sisal, “alquila magnífica casa con paredes altas y techos de guano (sic.) que consta con una espaciosa sala con suelo de ladrillos y cuarto a la cabeza.” Añade que también cuenta con cocina, patio y pozo, que está situada en una calle buena y que dista solamente dos cuadras del mar. El título de su anuncio reza: “Para la temporada de baños en Sisal”. Un año más tarde, un señor B. Mendezona anuncia la apertura de un hotel en Progreso “media cuadra al poniente de la Aduana Marítima”. Asegura que el establecimiento cuenta con “dos hermosos botes de que pueden hacer uso a cualquier hora del día o de la noche” los huéspedes. Su anuncio se publica en “La Revista de Mérida”.

En este mismo periódico, el 21 de mayo de 1878, un anuncio con el título de “La Temporada” lo que nos da una idea de que el término ya estaba generalizado en el Estado.

Enterémonos del contenido: “Continúa la animación en nuestro moderno puerto de Progreso, y la alegría consiguiente a la aglomeración de familias allí con motivo de la temporada. Pero tienen las más de ellas un sufrimiento que no deja de ser grave para la salud y el gusto, que es el de beber agua muy mala. Allá se lleva agua de tres distintas procedencias: agua llamada de “Ruíz”, agua del “Holché” y agua del “Cenote”. Todas son pésimas o insalubres.” Me ha asombrado, sin embargo, que se hable de “temporada” en el mes de mayo, y no en julio o agosto. En fin, las costumbres pueden cambiar.

Siempre de la misma “revista” he copiado el primer anuncio, no de una renta, sino de la venta de una casa en la playa. Leemos: “Se vende una casa de palmas con un corredor de teja galvánica, situada en la Ciudad y Puerto de Progreso, media cuadra al oriente de la Plazuela del Rancho Yaxactún y una cuadra de la orilla del mar. Es inmejorable para la temporada de baños. Del precio y condiciones informa D. Eutimio Vena, Calle 59 Núm. 577.” (Mayo 11, 1898).

Las jornadas a la playa en aquellos tiempos devenían una odisea. Se viajaba en ferrocarril o en carretones o desvencijados coches por los pésimos caminos construidos por el gobierno o los hacendados. Pero todos estos sacrificios bien valían la pena, sobre todo para los muchachos. En sus inéditas “memorias”, el maestro Gustavo Río Escalante nos habla de los años 80 o 90 del pasado siglo “cuando él contaba con sólo 12 años de edad”. Era un asistente habitual a la “temporada de verano”. De sus experiencias recojo algunos párrafos para solaz del lector: “Después de muerto mi padre, hacíamos la temporada en una casa de paja, en Yaxactún, donde no había más que unas cuantas casas. Progreso era muy pequeño, pero el viaje para nosotros era una gran ilusión.” Más tarde añade: “A las seis llegaba la carreta y cargaba con todo el equipaje para llevarlo a la estación del tren. Nosotros íbamos en un coche y los sirvientes a pie… Como era un viaje que hacíamos cada año, todo él estaba lleno de emociones para volver a ver el camino, la ciénaga que era muy grande… Y cuando pasaba el tren por el puente, nos parecía algo extraordinario… Como dije anteriormente, Yaxactún era un pueblo con unas cuantas casas de paja. No tenía más que dos casas de madera y teja, la de Don Raymundo Cámara y la de Don Manuel Cirerol… Desde luego, todas las calles eran de arena blanca y limpia porque no había tráfico en el puerto… En la esquina de la estación del tren estaba la chocolatería del viejo Pacheco, mestizo, pero de barbas con aire señorial”. Alude don Gustavo a muchos aspectos curiosos de esas remotas temporadas que el espacio me impide transcribir.

Quiero, con todo, concluir con unas palabras suyas más: “¡Ah! Cuando después de la temporada regresábamos a Mérida en el tren de la tarde, y algunas veces llegábamos al obscurecer, causaban impresión las calles de Mérida, angostas y llenas de agua de las lluvias del mes de agosto. Llegábamos tristes y, sobre todo, pensando que al otro día, primero de septiembre, había que ir al colegio, y como yo nunca fui buen estudiante, esto me desagradaba en alto grado.”

Si el maestro Gustavo Río Escalante nos ofrece una pintoresca visión de las temporadas veraniegas de fines del siglo pasado, no menos sugestivas son las impresiones del escritor Leopoldo Peniche Vallado quien en su libro “Teatro y Vida” dedica un artículo al mismo tema bajo el rubro de: Psicología del “temporadista”. Claro, ya ha transcurrido un cuarto de siglo, pues Peniche Vallado comienza por ilustrarnos acerca de las temporadas a partir de 1915. Escribe: “¿Qué hacían los temporadistas de 1915? La vida que llevaban era sencilla y amable. No bien amanecía se reunían en la playa a tomar el imprescindible baño de mar, tras una hora de natación, se concentraban nuevamente en sus domicilios respectivos para ingerir el desayuno.” Añade que después se entregaban los temporadistas a leer los periódicos llegados de la capital “mientras los muchachos se reunían con sus amiguitas a matar alegremente el tiempo en alguna de las casas de la vecindad.” Habla de hamacas y de siestas, de paseos vespertinos por la playa, “un incesante ir y venir de gentes a lo largo de la ribera en el que participaban todos sin distinción de sexos ni edades.” Por último, cuando comenzaba a reinar la obscuridad, el retorno a las casas, “donde a la luz de un quinqué de viento se improvisaban amenas reuniones en las que se jugaba a la baraja y se platicaba sobre cosas frívolas y alegres.” Agrega que en las noches de luna los jóvenes se reunían en la playa a interpretar canciones acompañados de sus guitarras.

Pero esto ocurrió en 1915. Hoy, casi ochenta años más tarde, aunque se conservan algunos hábitos de las viejas temporadas (las señoras entretenidas con sus juegos de mesa, los señores descabezando una siesta en su hamaca colgada en el porch, los jóvenes reunidos alrededor de altas fogatas mientras rasgan sus guitarras y entonan esa infame música de moda que suele alebrestar nuestro espíritu, los paseos por la playa, etc.), nuevas costumbres han irrumpido en la antes tranquila atmósfera de las vacaciones en la playa.

Ahora los muchachos también asisten a las discos, a la “Bin Bon Beach”, llevan sus ruidosos radios a cuestas, conducen motocicletas sobre la misma playa, con peligro de causar una desgracia, y las vacías botellas de cerveza están esparcidas por todos lados.

Sí, porque la helada cerveza es compañera fiel del actual temporadista, al igual que el Bacardí y el coco-fitz. No faltan, por cierto, el pescado frito y el ceviche.

El malecón, por ejemplo, no es nada sino una gran cantina. Ha perdido su viejo aire veraniego de hace unos años, en que era paseo obligado de los jóvenes por las noches.

También nos quitaron aquel tranvía (el “carrito”) que hasta los años cincuenta y sesenta recorría las tranquilas calles progreseñas, los arenales, etc., desde el cual podía contemplarse el mar en toda su belleza.

Pero mucho de esto pertenece al pasado, una época tranquila e inolvidable, a las antiguas temporadas, cuando todo era accesible y barato. Progreso, las playas, y los otros puertos que también reciben veraneantes, son hoy muy otra cosa de lo que fueron en los buenos tiempos.

(3 de septiembre de 1991)

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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