XIII
EL LIMPIABOTAS
Trabé mi amistad con él –viejo de cara compungida– el primero de septiembre de 1978, fecha del Informe Presidencial. Buscaba un limpiabotas y ahí, bajo la sombra de los árboles de la Plaza Mayor, me lo encontré sentado en una banca, mientras que, embobado, parecía ser todo oídos a las palabras que se colaban por los magnavoces camuflados en el follaje espeso de los laureles, que no son tales, a decir del recientemente desaparecido maestro Barrera Vázquez, sino higueras.
En tanto me lustraba el calzado, su plática se me hizo más y más sugestiva por los temas mismos y por la forma en que los abordaba. Nunca, en las múltiples sesiones de conversación que tuve con él, averigüé su nombre ni creo que importara. Andaría por los setenta y en su rostro moreno y de clown entristecido se veía la inconfundible marca de la larga vigilia de la vida.
Las conversaciones eran informales, desorganizadas, sin temas previos escogidos ni cartabones de ninguna especie. La voz cantante la llevaba él, con sólo algunas interrogaciones mías necesarias para estimular su logorrea cuando en ocasiones dejaba de serlo para trocarse en un silencio profundo y seco que parecía apartarlo del mundo. Cuando hablaba asumía actitudes de patriarca, pero su lenguaje no escapaba a la escatología populachera. Con todo, nunca vi en él al lépero consuetudinario o al deslenguado compulsivo y soez, de los que hay muchos en los estratos a que pertenecía.
Los asuntos que trataba eran asaz variados, pero primordialmente enfocados hacia los temas locales o nacionales. Muy de cuando en cuando alguna cuestión internacional. Durante mis múltiples entrevistas con él, habló de líderes obreros corruptos, de los vicios políticos a la mexicana, de los vagos conocidos y los que vegetan día con día en la Plaza Mayor, de los farsantes, de la ineficiencia de ciertos guardianes del orden a quienes no respetan los poltrones plazagrandinos, de la maldad del hombre que se goza apedreando a los pajaritos y que por las navidades se emborracha y se atiborra de ricas viandas sin pensar en la pobre gente. Me dio asimismo su opinión acerca de los impuestos y me aseguró que la solución al problema del hambre está en el campo. Me asombró también saber que hay abogados y doctores (y por supuesto agiotistas) que tienen la Plaza Grande por despacho.
Sus peroraciones poseen la picardía graciosa de la sorna y el picor de la ironía popular tan mexicana o, en este caso, tan yucateca. Cuando se atreve a hablar de su propia vida, me hace una pintura descriptiva un tanto sentimental, siempre tamizada por un humor triste y quejumbroso: “Yo tengo treinta años de limpiabotas y nadie me ha jubilado.” Me dice poco más o menos, pero admite que fue rico y hoy es pobre: que su barco (la vida es un barco y uno es el capitán) se vino a pique y que su negocio se fue a la bancarrota. Afortunadamente no le cortaron las alas y pudo reanudar el vuelo bajo más modestas condiciones: “No soy rico –dice– pero tengo para vivir.”
Me llama la atención una circunstancia del todo singular que he tratado de explicarme en más de una ocasión: sin conocerme, sin saber un ápice de mi persona, me dice “licenciado”. Así lo he visto dirigirse en distintas ocasiones a tres o cuatro oficinistas a los que ha lustrado los zapatos. Esto de llamar “licenciado” o “abogado” a aquellas personas que visten guayabera y llevan calzado, y que andan arriba de la treintena o cuarentena, es costumbre muy arraigada entre las clases socialmente inferiores (los aurigas, los voceadores, los limpiabotas o las gentes sin oficio ni beneficio que circulan por la Plaza Mayor y por los parques). “Buenos días, licenciado.” “¿Le boleo los zapatos, abogado?” “Qué tal, Lic., ¿cómo le va?” son frases de cortesía empleadas por esta clase de personas de humilde rango hacia quienes consideran “gente decente”: el oficinista, el profesionista, el catrín, aquel que está limpio, afeitado, lleva guayabera y pantalón de buen paño y que calza zapato fino. A estos no les llaman “doctor” o “ingeniero” sino “licenciado”. Es algo así como un título nobiliario, una condición privilegiada que merece el respeto de aquellos económicamente desahuciados. Buen tema este para que los especialistas –en este siglo de la especialidad– en estos achaques sociológicos se rompan un poco la cabeza buscándole respuesta al asunto.
Desprendí muchas hojas del calendario conversando con este limpiabotas-pensador, este lustrador de calzado ilustrado en los dolorosos tomos de la enciclopedia del vivir y morir cada día. Un Enciclopedista de cremas y betunes del Siglo de la Frustración. A partir de aquel primero de septiembre de 1978 tuve unas treinta pláticas con él, pero no siempre conté con la emoción de su verbo irónico e histriónico. No pocas veces nos sumimos en largos y soñolientos silencios impuestos por él mismo en los que sólo escuchábamos el estallido de sus trapos lustradores, el cacofónico tronar de los automóviles y camiones circulando por las cuatro calles de la Plaza Mayor, y las lánguidas campanadas de reloj del Palacio del Ayuntamiento. En otras ocasiones olvidé traerme la pluma para mis anotaciones y dejé escapar al viento –lo que no me perdono– alguna frase rotunda, fugada para siempre por el ancho postigo abierto a la intemporalidad. Nunca empleé la grabadora. Simplemente tomaba apuntes en una libreta mientras él hablaba sin descanso. Luego organizaba mis notas en privado y las pasaba a máquina. Jamás pareció darse cuenta de que registraba su conversación. Finalmente, al clasificar mis notas, opté por conservar solo siete conversaciones que he ordenado cronológicamente (incluida la última vez que lo encontré, ya enfermo, en su banca consentida de la Plaza, frente al Palacio de Gobierno) y una más que no es suya, sino de otro limpiabotas que me dio la noticia de su muerte, a poco de cumplirse un año de que yo lo conociera.
Viernes 1° de septiembre de 1978.
El rostro inmutable y las cejas felpudas. Moreno, viejo, viejo él.
Un algo de tristeza y de fastidio. Un algo de esperanza.
Pasa las cremas, los líquidos por encima del cuerpo de botas y zapatos, de “exorcistas canadienses” y de charoles y otras pieles.
Un aire de modorra. Un aire de displicencia.
Un aire de “todo me importa un chingada.”
Me le he sentado enfrente en una banca de la Plaza Mayor para que me lustre los zapatos. Y de pronto ¡pues que tiene una voz!
No somos libres –me lanza las palabras a la cara. Hace una pausa y luego se interroga (o tal vez me interroga a mí) mirándome escrutador; ¿Somos deveras libres?
Hay tantas formas de ser libres como tantas de dejar de serlo.
Le pregunto libres como qué.
–No somos libres en nada –asevera. Hace estallar el trapo y agrega: Ni como hombres. No somos libres ni como hombres.
Pero vuelve a cuestionarse (o a cuestionarme), después de un rato. ¿Pero es que somos libres? Y apostilla: Así lo dijo Miguel Hidalgo. Fue hace mucho tiempo.
Es casi un monólogo. En la Plaza Mayor de Mérida sólo se escucha por las bocinas instaladas en los árboles el informe presidencial. Y los pitazos y los ruidos de los vehículos. El limpiabotas prosigue deshilachando el paño monocorde de su filosofía:
–El mexicano es pendejo para trabajar –espeta–. El mexicano no sabe trabajar.
Le pregunto por qué dice tal cosa. Entonces me larga un cuento:
–Una vez un mexicano se fue al extranjero. Ahí alguien le dio cinco trabucos de mariguana para vender: “Véndelos a cinco pesos cada uno y recibirás tu comisión”, le dijeron. Y él se paró en el parque principal de la ciudad y comenzó a ofrecer su mercancía: “¡Trabucos de mariguana a cinco pesos, trabucos de mariguana a cinco pesos!” En eso estaba cuando se le acerca un policía y le pregunta “Oye tú, ¿qué vendes?”, y el mexicano le contesta: “Trabucos de mariguana a cinco pesos”. Y ahí los tenía apretados en la mano. “Estás loco,” le dice el policía y regresa a sus obligaciones. El otro sigue ofreciendo su mercancía: “Trabucos de mariguana a cinco pesos…” Entonces regresa el policía y le vuelve a preguntar: ¿Qué has dicho que vendes? Y el mexicano responde otra vez: “Trabucos de mariguana a cinco pesos.” “A ver, ¿dónde están?” “Aquí,” le dice el mexicano y se los muestra extendiendo la mano. El policía se fijó entonces que eran en verdad trabucos de mariguana: cinco trabucos de mariguana.
“Vamos,” le dijo al mexicano y lo metió en la cárcel.
Ya había concluido su trabajo el limpiabotas, de modo que le pagué y me despedí de él.
Lunes 18 de septiembre de 1978.
Me dice que lo llamaron a una junta de su sindicato, sindicato de aseadores de calzado.
–Me llamaron a una junta. Una junta a huevo.
Que vino el líder de los aseadores de calzado y lo conminó:
–Hay una junta. Tienes que asistir –le dijo–.
Él le contestó “No voy a ir por que no sé de qué se trata ni me han avisado nada oficialmente.”
El líder le dijo “Pues tienes que ir y ya”. “Yo le dije no me amenaces, mejor nos damos en la madre. Ya deja de andar con parábolas.”
De nada sirvió.
Nos llevaron a una casa de esas donde dan sus himeneos, donde hay tragos y movidas. Pura pendejada. Nos llevaron a una camioneta destartalada. A todos los boleros. Todos fuimos como pendejos. Y él no se presentó. Ahí estuvimos en esa casa muchas horas y el cabrón no llegó. Esperamos hasta las ocho y media de la noche y nada. Y nos volvieron a traer encerrados como perros. Como cochinos. No llegó el cabrón. Nos engañó. Eso es mala política.
Muestra su cara triste:
–Así por siempre ha sido este líder –se queja–. Nomás cobra sus centavos por no hacer nada y nunca se le ve la cara. Es más fácil verle la cara al gobernador que a él.
Alguien le pregunta por un señor de la Liga de Acción Social.
–Ese está en el café –le responde–. Está en una trilogía. Escucha y muy poco da su opinión.
También le preguntan por un doctor que viene mucho a la Plaza.
–Sí viene– contesta. Viene como a las diez. Ya no trabaja. Nomás viene por hábito. Es un golfo.
¿Da consulta? –vuelven a preguntar–
–Sí –contesta–, por costumbre: la profesión lo sigue.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…