VIII
LA CATEDRAL: JUICIOS Y PREJUICIOS DE ILUSTRES PEREGRINOS
He aquí algunos juicios emitidos por viajeros famosos acerca de la Catedral de Mérida: “Posee la masiva apariencia de un monumento de imponentes proporciones.” (escribe Alice D. Le Plongeon por 1873). Charnay, trece años más tarde la trata con respeto. El insufrible Barón de Waldeck, hacia 1834, no le encuentra nada notable, y Stephens, seis años después, proclama que su interior es “majestuoso e imponente”, pero termina confesando que “el gran atractivo consistía en las damas arrodilladas frente a los altares.” Los arqueólogos ingleses Channing Arnold y Frederick J. Tabor Frost, que visitan Yucatán el año de 1906, la registran en su injurioso libro The American Egypt (1909) como “una desvaída construcción denotada por su mediocre emplastamiento” y añaden que en su interior no hay mucho que admirar salvo las doce columnas que soportan el techo. Con rematada saña británica resuelven que los cortinajes y la tapicería son de pésimo gusto, y que para acceder al púlpito, empolvado, sucio y viejo, hay que transitar “por unas escaleras de madera literalmente podridas y con agujeros”: Medio siglo después, un yucateco, el arquitecto Leopoldo Tommasi López, perfecciona esa sucesión de veredictos sobre ese patriarcal edificio calificándolo de “hibridismo arquitectónico, un error de estilo y de uniformidad.” Su conclusión es, en síntesis, que el aspecto general de la Catedral es “pesado, demasiado rígido y monótono.” Aparte sus imperfecciones estructurales, imposibles de disimular, la Catedral de Mérida representa un inmenso testigo (y una insigne intérprete) de la historia de la ciudad.
Por supuesto que hoy no explicaré la biografía del edificio, que es harto sugestiva (y que incluye el truculento episodio de don José Campero en 1662, y el suicidio del pianista Gonzalo Carranza acaecido el 24 de febrero de 1944). Aludiré, en cambio, a ciertos de sus prelados cuyos retratos integran la opulenta galería de obispos existente en la misma Catedral. Observando esos óleos es fácil memorar a dos ilustrísimos irreconciliables: el justiciero Francisco de Toral y el implacable Diego de Landa. Descuellan ahí también el bondadoso obispo Juan Gómez de Parada (paladín de los mayas), Francisco Pablo Matos de Coronado (cuyo insólito apetito le consentía engullirse un pavo todos los días), fray Luis de Piña y Mazo (de muy indócil carácter), José María Guerra y Rodríguez (cuyo enorme e ingenioso sillón de siestas admiró a John L. Stephens al mediar el siglo XIX) y el primer obispo maya Crescencio Carrillo y Ancona (tan leal a la ciencia, tan poco fiel a sus propios hermanos los indios).
(Julio de 1987)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…