VI
EL ESTADO LARVAL DE UNA CIUDAD
La Ciudad de Mérida experimenta el estado larval propio de las ciudades en desarrollo. La Mérida de hoy es distinta a la de hace un par de décadas, y completamente diferente de la de los años cincuenta. La metamorfosis es general: la ciudad se desdobla por todos sus lados y avasalla a sus alrededores, trocándolos en colonias y fraccionamientos cuyos nombres solemos ignorar.
Asentamientos irregulares (los eternos pobres buscando sitio para vivir) usurpan, con el derecho que les otorga su miseria, grandes espacios de terreno por todos los puntos de la ciudad. Sus habitantes (gentes sin rostro y sin historia), ajenos a los servicios de electricidad, de agua y de gas, se hacinan en sus desventuradas chozas, acechados por el espectro de las enfermedades y de las injusticias. De aquí emergen con alarmante asiduidad los homicidas y los ladrones, impelidos por el hambre y por resentimientos inmemoriales. La ciudad, la insaciable ciudad, los devora y los regurgita convertidos en podredumbre humana.
Mérida comienza a padecer las brumas y los males irremediables de otras urbes. Hay un sensible índice de drogadicción, los adictos a la mariguana son infinitos. Por todas partes pululan los alcohólicos y sus proveedores clandestinos: cunden los bares y piqueras, las tabernas y los clubes exclusivos para ricos. Hay homosexualidad y hay prostitución a raudales.
Hará unos tres lustros un gobernador (fallecido en circunstancias trágicas en 1985) clausuró al cuarto día de su gobierno la zona de tolerancia de la ciudad, ‘un ghetto de prostitución bajísima –diría aquel– que servía de jugoso mostrador a las cervecerías’. De entonces acá, la prostitución (y el homosexualismo) han infestado toda la ciudad de Mérida. Los males venéreos, incontrolados, proliferan en ella.
Podría decirse que existen, en realidad, dos Méridas: una rumbosa, preñada de vida nocturna, night clubs, bares, burlesque, boylesque (?), restaurantes para todos los gustos, las inefables discoteques y un Paseo de Montejo (con olor a fritanga, como alguna vez dijo con pungente ironía el querido poeta Humberto Lara y Lara) que los deplorables juniors emplean como sucursal de la pista de Indianápolis para blasonar de sus Phantoms y de sus Lebarons. La otra Mérida (la que no loan nuestros exquisitos poetas) yace en los infiernos (sitio al que toda buena urbe tiene derecho) y consiente casi todos los libertinajes catalogados por Dante. Hay una extensa gama de proclividades homosexuales: concursos gay de belleza, esponsales entre pederastas, travesti show (ya plenamente aprobados por nuestros ínclitos ciudadanos), otros espectáculos exclusivamente para damas, etc. Avalados por las tinieblas de la noche, vultúridos lenones de bruñidos cabellos hacen pactos astutos con antiguos y respetables clientes de prostíbulos en una esquina de la Plaza Mayor; se efectúan arreglos con provisores de mariguana en alejadas casas de la periferia, algún faggot yanqui o europeo prostituye con una generosa dádiva en dólares a cierto menesteroso chico de la raza de bronce en una callada banca de la Plaza; felinescos playboys atrapan extranjeras que ansían ser atrapadas; hay un inagotable consumo de alcohol, se fuman incontables cigarrillos…
Quiero reiterar que Mérida ha dejado de ser la sosegada ciudad de los años cincuenta, que ha logrado exiliar (con inaudita resolución) las buenas y folklóricas figuras del pasado (el panadero y su globo el aguador, el carbonero, los múltiples tipos populares de entonces…) y la ha permutado por una insalubre recua de psicópatas y de rufianes y de viciosos propios de agotadas metrópolis universales. Hoy (en este 1987), esta caterva de delincuentes, signa, con perversas sonrisas, el certificado de defunción de nuestra vieja Mérida.
(Abril 2 de 1987)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…