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Historia de un lunes (V)

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PASADO Y PRESENTE DE LA PLAZA GRANDE

Hace algún tiempo, aludí a nuestra provecta Plaza Mayor: hablé de sus varios nombres y de la dispersión con que ha sido contada una parte de su epopeya (creo que también dije algo sobre el intolerante Waldeck). Hoy retomo esa cuestión y camino (una mañana) sobre las mismas huellas de la historia. Es fácil recorrerla y memorar los hechos que han tenido lugar en ella. Una gran parte de nuestros anales está archivada en esa explanada que ha sido ágora, tianguis, mesón, patíbulo, escenario de huelgas de trabajo y de hambre, de mítines políticos y de hechos de sangre, foco de conciliábulos…

Para instaurarla, Montejo arrasa con venerables edificaciones mayas y emplea las piedras para levantar la Catedral, las Casas Reales, su propia residencia y las de la élite de los encomendadores, nuestros primeros capitalistas.

Así comienza en Yucatán el irrefutable hecho de la propiedad privada y también el nepotismo (que es connatural de Yucatán y de América), ya que Montejo asigna las mejores tierras a su mujer, a su cuñado y a su hijastro. Su misma casa (la casa de Montejo, grávida de símbolos implacables contra la raza maya) es escenario de varios incidentes históricos: ahí vivió, como alguna vez se ha dicho un convaleciente doctor Quijada, nefasto alcalde de la Mérida del siglo XVI, quien en algún sombrío cuarto de esa mansión tocó la vihuela para aquietar sus ansias y reparar las fuerzas que requería para despanzurrar indios. Hasta hace algún tiempo, los Sres. Arrigunaga, propietarios del inmueble, permitían por una cuota módica, que los turistas visitaran una casa que hacía ya muchos años que no era la misma y de la que sólo restaba la agreste fachada. Hoy, el Banco Nacional de México la preserva como el tesoro que es: como “el monumento más importante de arquitectura civil” de la Colonia en América, según ha dicho Toussaint.

El predio a mano izquierda de la Casa de Montejo (cruzamiento de las calles 63 y 62) pertenecía, en el siglo XVI, a Hernando de Bracamonte, uno de los vecinos primordiales de Mérida. El de la derecha (calle 60 y 63) al entenado de Montejo, un bujarrón violador de efebos mayas llamado Juan de Esquivel. De este edificio ya he dicho que perteneció en el siglo XIX a don Darío Galera, imperialista que vendía sorbetes en los bajos de su residencia.

La calle 62, donde ubica el Palacio Municipal, ha alojado durante este siglo boutiques, salas de billar, coctelerías, estanquillos de revistas, restaurantes (el Fililí, por ejemplo) y bares (remember Versalles y Siboney). Memoro el Centro Cubano, el Olimpito y El Olimpo, arrasado sin piedad durante un ayuntamiento del tiempo del difunto gobernador Loret de Mola. Hechos sangrientos se han dejado sentir en esta calle de la Plaza Grande a lo largo de los siglos. Por comienzos de los setenta, unos facinerosos irrumpen en el bar Siboney y ejecutan al propietario con una barra de fierro porque se ha negado a proporcionarles (gratis) una botella de aguardiente.

Hoy el Palacio del Ayuntamiento luce de alguna manera desamparado, despojado de la estructura de El Olimpo que cobijó, entre otros poetas, a Ramón Mendoza Medina, Alberto Bolio Ávila y Humberto Lara y Lara, hoy también desaparecidos.

En la chaflanada de las calles 61 y 62 nos enfrentamos de pronto con otro viejísimo edificio colonial donde hoy ubica el Louvre, que no tiene puertas y que por supuesto nunca cierra. Recién fundada Mérida, Montejo, para documentar su nepotismo, asignó esa propiedad (que era una manzana entera de cuatro solares) a su cuñado Alonso López. Ese mismo siglo cambia de dueño: un tal Juan de Argáiz, seguramente pariente del encomendero de Cisteil. El Louvre es un sitio frecuentado por cafeteros, turistas y suripantas. A la madrugada recalan a sus entumecidas mesas, playboys y bebedores de trago largo emigrados de las llanuras borrascosas del Jaguar, del Chacmool y del Yanaluum (1). Absurdas y demoledoras trifulcas han pernoctado en ese vetusto café. A veces los hechos allí ocurridos merecen ser recordados. Alguna vez me confió don Arturo Abreu Gómez esta anécdota nocturna de 1924: entonces, acostumbraba recorrer (en compañía del pintor Armando García Franchi y del caricaturista Aníbal Gómez) los cafés y cantinas de la ciudad, con el objeto de caricaturizar a los parroquianos. Arriban aquella noche al Louvre y observan que el general Ricárdez Broca ocupa una mesa cercado de sus aduladores. Cena copiosamente. Es un hombre bestial cuyo nagual debió haber sido el chacal. Gómez le hace una caricatura y se la entrega. Ricárdez Broca la mira sin interés y pregunta con insolencia “Oye tú… ¿y esta cosa trae cola?” o, lo que es lo mismo, si había que pagar por la caricatura. Aníbal, indignado, le arrebata el dibujo y huye, seguido de sus acompañantes, por alguna salida del café. Ya lejos de la abyecta cercanía del homicida de Carrillo Puerto, despedaza la caricatura y le mienta la madre al militar”.

Cruzando la calle 62 se hallaba la casa de Cristóbal de San Martín (que en 1950 constituía una cantina: El Regalo), en seguida la Alhóndiga (sitio en que por los cuarenta y cincuenta existían dos cantinas, una de ellas el Beto’s Bar, taberna donde alguna vez, saturado de tragos, escuché a Kanxoc Novelo tañer en su guitarra hawaiana “La que se fue”, una memorable pieza de borrachos), luego el Ayuntamiento (XVI centuria) que en nuestro siglo albergaría billares, puestos, de revistas y al cine Novedades de los años cuarenta y cincuenta. Finalmente, la Casa de Gobierno y un solar, hoy ambos el Palacio del Ejecutivo, que perteneció a Dña. Catalina Arellano, recién instaurada la ciudad.

A un costado del Palacio (60 x 61) ubicaba en los sombríos tiempos de la Colonia la casa de Gaspar Juárez de Ávila, y enseguida el hospital de San Juan de Dios (hoy nuestro sonrojado Museo de la Ciudad) (2). Concluyo con dos edificaciones gigantescas del siglo XVI, la Catedral y el Palacio del Arzobispado, demolido por Salvador Alvarado hacia 1917 para erigir el Ateneo Peninsular.

Exactamente en medio de la Catedral y el Ateneo existía el bar El Águila (de un tal payo Castillo), peña de borrachos que se embriagaban con carta clara de barril, que ingerían charritos de botana y se orinaban a sus puertas a vista y paciencia de los resignados meridanos de hace veinte años.

(1) Hasta donde he podido averiguar, esos tres nightclubs no funcionan hoy (1993) como cabarets.

(2) En 1987 el Museo de la Ciudad había sido pintado de color rojo. Hoy (1993) le ha sido restituido su color original.

Roldán Peniche Barrera

(Marzo de 1987)

 

Continuará la próxima semana…

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