IV
DE MUERTOS Y HUMANOIDES
Se murió la tía Regina (“y se murió todita…” como diría nuestro amigo Nacho Ricalde) transcurridos los ochenta inviernos de su edad. Su muerte no tendría mayor importancia si no fuera porque nos ilustra con propiedad sobre la ruindad de ciertos miserables arquetipos (humanoides) de nuestro tiempo.
La vida de la tía Regina tampoco tendría nada de particular, salvo que la marca el deplorable (o venturoso) hecho de su enajenación mental. De joven era alta y rubicunda. Los años no pudieron despojarla de su rubicundez, pero se ensañaron disminuyendo su esbeltez y su estatura. Sé que a fines de los treinta se desposó con un diputado maníaco de los juegos de naipes que la dejó viuda diez años más tarde.
La vida conyugal resultó homérica y sólo la salvó la inesperada muerte del marido. El hermano de la tía Regina figuraba entonces como político de alto rango y pudo ampararla de las estrecheces de la viudez, hasta que su propia ruina de político honrado le impidió continuar haciéndolo. Entonces la mujer que nunca había trabajado en su vida se vio precisada a tomar su lugar en la lastimosa sarta de pordioseros instalada a las puertas de la Catedral para implorar, con atiplada voz, “la bendita caridad por el amor de Dios” de todos los días.
La expresa mendicidad de la tía Regina encolerizó a varios de sus parientes, aventajados miembros del antiguo Country Club. Hubo un conciliábulo: resolvieron, con maligna generosidad, costear entre todos los gastos de su estancia en el manicomio de la ciudad. Se hicieron los arreglos y Regina ingresó, por los años cincuenta, al asilo “Ayala” donde, en momentos de lucidez, regaba las plantas y tejía amorosos sweaters para sus compañeros. Por tiempos le permitían salir y pasearse por la avenida “Itzáes” y regañar a los gatos vagabundos y corretear a los perros que hacían el amor.
La recuerdo hoy, ahora que ha muerto: hablaba con tonos guturales; era insulza y repetitiva y había abjurado del baño. De pequeño me hacía gracia su torpe verborrea. Con los años reparé en su demencia sosegada que no entrañaba ningún peligro para quienes la circundaban.
Alrededor de unos treinta años padeció la tía Regina las tinieblas del manicomio. Por 1970, el director aconsejó a los parientes el cambio de domicilio de la tía: pasó así a ocupar alguna habitación del asilo Celaráin, hogar de ancianos desamparados de sus familias que contemplan con angustiosa serenidad el epílogo de sus vidas. Allí estuvo hasta la semana pasada, en que supe que falleció de un infarto (o de vejez) y que dos de sus sobrinos, en cuanto les comunicaron la noticia, llegaron a recoger el cadáver y se lo llevaron en silencio. No se molestaron en avisar a ninguno de los demás parientes y procedieron, con prisas culpables, a inhumarlo en la fosa común en un ataúd humilde y remendado. Por supuesto que no pagaron servicios funerarios, no hubo velatorio y tampoco publicaron esquela.
Tardíamente, los otros familiares manifestaron su indignación, se rasgaron las vestiduras y proclamaron que quienes se había atrevido a enterrar a la tía Regina ignorando las habituales pompas fúnebres eran unos hijos de mala madre. Yo creo que la protesta de esos parientes era sincera puesto que, aunque murió intestada, la difunta sólo había dejado (según consta en un marchito recibo) una vieja olla de peltre, cuatro mugrientas mudas de ropa, un inservible Ansonia y la percudida taza de noche de su predilección.
(Febrero de 1987)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…