Opinión
Alcerán
[Alejandro Cervera Andrade]
Especial para el Diario del Sureste
Era necesario que en el cercano pueblo de Chablekal cundiese la epidemia de paludismo, mal terrible por sus secuelas, con sus estadísticas aterradoras, para que el público pudiese apreciar todo el valor que en realidad tiene esa corporación denominada Sanidad, cuyos agentes son conceptuados por la mayoría de los ciudadanos como ejemplares de una raza zoológica inoportuna y molesta o, cuando menos y haciéndoles un gran favor, como los encargados de procurarnos un sueño tranquilo al librarnos de los desagradables piquetes de los mosquitos. Probablemente, después de esta campanada de alarma, los agentes sanitarios serán tratados con más consideración y hasta con simpatía y aprecio, y en vez de indignarnos porque nos vuelquen el apaste de lejía lleno de larvas anofelinas, hasta los ayudemos en su labor a sabiendas, con la fundada esperanza de que en un futuro no muy lejano podremos dormir a pierna suelta, sin necesitar de ese adminículo incómodo y cursi denominado mosquitero, ni de las antipáticas pulverizaciones del maloliente insecticida al que tenemos que recurrir para sustraernos de las caricias con acompañamiento de orquesta de nuestros alados enemigos.
¡Y qué enemigos! Para disimular sus aviesas intenciones nos traen primero una serenata, verdadero orfeón de tiples, al fin hembras, coquetean con nosotros y cuando consideran que comenzamos a dormirnos, con toda delicadeza introducen en nuestra epidermis su aguja hipodérmica para inocularnos el germen patógeno del paludismo o de la fiebre amarilla. Cuando sentimos el dolor ya el piquete está dado. No lo haría mejor ni más fríamente el más hábil de nuestros cirujanos.
Esta transmisión del paludismo por el mosquito fue observada por primera vez en Yucatán por el inolvidable médico don Waldemaro G. Cantón Cámara, cuyos trabajos en este sentido fueron publicados por La Razón del Pueblo en la época del interinato gubernamental del doctor Palomeque.
Atribuir a todas las especies del mosquito esta insana tarea sería una calumnia que no nos perdonarían nunca aquellos cuyo piquete es inofensivo, y por el buen nombre de ellos y en justa reparación, diremos que el anofeles es el transmisor del paludismo y el siegomya es el de la fiebre amarilla, aunque a la hora de emprender la cruzada necesariamente se cumpla el precepto de pagar justos y pecadores por los males que nos han inoculado, resultado lógico de las malas compañías.
Nadie ignora en este siglo de las divulgaciones científicas que el mosquito se cría en los charcos y depósitos de agua estancada, en las aguadas, en los akalchés y en nuestras tinajas; pero sí pocos saben, como no sean agentes sanitarios, que la alimentación de estos insectos difiere con el sexo, pues mientras los mosquitos machos se nutren con los jugos vegetales de flores, frutos y hierbas, las hembras, con inaudito atrevimiento, nos pican para alimentarse de sangre, alimento necesario para ellas sobre todo después de ser fecundadas, y una vez repletas se retiran a los rincones oscuros en donde permanecen inmóviles durante varios días. ¡Y pensar que una sola hembra es capaz de dar en seis meses unos 200 millones! Afortunadamente, muchos de estos son destruidos en las diversas fases de su desarrollo: larvas, ninfas, no sólo por los agentes petrolizadores sino también por sus enemigos naturales: intemperie, libélulas, arañas, peces, batracios. Los adultos machos duran poco pues mueren generalmente después del acoplamiento, pero en cambio la duración de la vida de las hembras se calcula en varios meses.
Hay un hecho que parece tener alguna importancia: para el mosquito es indiferente chupar sangre humana o de otro animal. Es de suponer que el mosquito ciudadano tendrá el gusto más refinado que el mosquito salvaje, y por eso ha de preferir nuestra sangre. Pero mientras en nuestros campos existió ese gran lago de sangre, si es que puede concebirse así, formado por la gran cantidad de ganado que antaño constituyó la riqueza pecuaria del estado de Yucatán, el mosquito no necesitó asaltar los poblados para alimentarse de sangre.
Prácticamente el extermino del mosquito sólo se puede conseguir, en el medio urbano, llevando a cabo las medidas higiénicas que dictan los reglamentos sanitarios; y en el mundo rural cabe el recurso de desviarlo del camino fomentando la industria ganadera.
Diario del Sureste. Mérida, 25 de enero de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]