Inicio Nuestras Raíces Golondrina

Golondrina

24
0

Letras

Joaquín Pasos Capetillo

Al pie de la estrecha escalera que conducía a la boardilla, deteníase la rechoncha ama, todos los amaneceres, y con voz casi gruñona lanzaba el grito: ¡Golondrina! ¡Golondrina…! y se oía en lo alto el crujir del lecho, un remover de ropas y luego se veía bajar aligera, por la escalera, a una gentil muchacha.

Érase aquel caserón una especie de fonda donde los obreros de construcciones vecinas –un hospital y un manicomio– tenían por módico jornal alimento y albergue.

Cuando Golondrina comenzaba las faenas del día, la cohorte de iberos de hirsutas barbas y desgreñadas guedejas, que eran los asilados en la fonda, daba aún al aire los inmelifluos acordes de sus ronquidos y borborigmos; y mientras caía de un cono de lienzo pendiente del techo la auri-negra infusión de achicoria, la chiquilla hacía ponerse en pie a todos los habitantes de la infeliz morada.

Salían entonces éstos –una veintena– y sin más composturas que quitarse con el dorso de la mano los estigmas del sueño y escarmenarse con los dedos el cabello, se sentaban a la mesa, y sin hablarse entre sí, bebían el oscuro y humeante desayuno.

Nada más monótono que la vida de la niña. Levantábase del lecho antes de que el sol brillase para preparar el brebaje que a guisa de café tomaban los trabajadores; después, se los servía en sendas tazas de hierro y, cuando ellos se habían retirado, comenzaba a preparar los sempiternos potajes de coles y garbanza; por la tarde, acompañar las plegarias que rezaba el ama mientras sobaba la mugrienta camándula, y por las noches dormitar en un sillón, en tanto que la desgarbada clientela, a la luz de un mechero, se entretenía en juegos con el naipe.

Cerca de la posada había una casita que era centro de reunión de todas las comadres de la vecindad y ahí se pasaban la velada las moradoras de los contornos, diciéndose, entre chupo y chupo de cigarro, mil chismillos de las vecinas ausentes.

La inocente Golondrina solía asistir a aquellas reuniones y eran tantas las reticencias y tan oscuras las frases que se cruzaban, que la cándida criatura rara vez entendía los misteriosos tratados en los que casi siempre quedaban en jirones las famas y honras de las mujeres comarcanas.

Fue ahí donde la malicia de Golondrina pudo haber despertado, mas era tan blanca y pura, tan infantil su almita, que ninguna de todas las picarescas historias que oía lograba despertar en su imaginación ni aún el esbozo de un pensamiento impuro. Una vez nada más sintió la ola del rubor subiendo por sus mejillas: una muchachuela, casi de su misma edad, asidua concurrente a las reuniones, enfermó y a poco se presentó con un crío en brazos; y no fueron pocas las cuchufletas que las comadres prodigaron a la joven madre.

Era costumbre que el vejete contratista de la cuadrilla llegase todos los sábados y, sacando de una bolsona pilas de plata y balduques de billetes de banco, entregase al ama el valor de lo dormido y yantado por la desgreñada hueste.

Una mañanita de sábado se presentó en la posada un apuesto doncel para hacer la hebdomadaria liquidación. Llegó en un lujoso auto y, al bajar, se fijó en la gentil Golondrina y quedó prendado de su infantil belleza, saludándola con un beso, que ella no pudo esquivar. El apuesto mancebo había ido en lugar de su padre para hacer la liquidación de los jornales.

El ósculo recibido por Golondrina, en pleno carrillo, fue para ella como un bofetón, como una herida. Se atropellaron en su caótico cerebro infantil mil extrañas fantasías y sintió en el fondo de su almita un dolor profundo que no se pudo quitar. Se creyó deshonrada para toda la vida.

Llegó la víspera de Navidad.

En la casuca, los moradores se preparaban para celebrarla. Sabían que el amito traería para todos un aguinaldo y se preparaban para pasar una velada de lo mejor.

Ese día fue de mucho trajinar en la posada. Remangada la ropa y fregando los suelos estaba Golondrina cuando llegó pifpafeante.

El jovenzuelo traía bien provisto de ricos y gargantuescos presentes: un breviario y una camándula para el ama, botellas de vino y mantecosas salchichas para los trabajadores y unos paquetes muy cucos de dinero para todos.

Todos recibieron sus presentes, menos Golondrina. A ella ni ganas, ni extrañeza le causó que hubiese habido regalos para todos, menos para ella. En su dignidad de doncella ofendida no hubiera aceptado nada de quien –ella creía– le había quitado todo.

El doncel había entregado a uno de los trabajadores una caja de cartón, y dando una explicación había montado en su máquina que se fue levantando nubes de polvo y humo de petróleo por el camino.

Esa noche fue de fiesta en la casa. Se descorcharon muchas botellas de vino, se bailaron jotas y se cantaron nostalgias de la patria ausente y todo el mundo se divirtió. ¿Todo? No; Golondrina en su lecho lloraba.

Al otro día, al pie de la escalera, como en todos los amaneceres, la rechoncha ama gruñó: ¡Golondrina! ¡Golondrina!, y nadie contestó. La anciana, sobresaltada por lo inusitado del suceso, subió trabajosamente y acercándose a la puerta del desván volvió a llamar: ¡Golondrina!: y una voz debilitadísima contestó: “Señora, no puedo levantarme… he tenido… un hijo”. El ama empujó la puerta y halló a la pobre niña con el rostro envuelto entre las sábanas, sollozando y llena de aflicción, mientras a su lado se veía, en el lecho, una primorosa muñeca de papel maché.

 

Diciembre 8 de 1909.

 

Diario Yucateco. Edición extraordinaria. Mérida de Yucatán, 1 de enero de 1910., p. 20.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.