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Gloria y popularidad

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Letras

Rosario Sansores

(Especial para el Diario del Sureste)

 

Muchas personas confunden la popularidad con la gloria… ¡craso error, porque no hay nada más distinto! La gloria, aristocrática, refinada, exquisita, no acostumbra prodigarse nunca mientras el artista vive. La gloria gusta de sentarse sobre las tumbas frías de los muertos. Muchos hombres que actualmente son famosos fueron durante su existencia pobres, incultos y desconocidos. Tuvieron que transcurrir años y aun siglos para que su nombre surgiera, aureolado por ese resplandeciente nimbo que corona las sienes de los inmortales.

La gloria no busca nunca a los seres mediocres. Detesta el bullicio y el ruido. La gloria ama el silencio. Aquellos que son sus elegidos no pueden ser comprendidos por todo el mundo. Se cita frecuentemente el nombre de muchos hombres célebres, pero en realidad son pocos los que sabrían decirnos la causa de su celebridad. Infinidad de personas adquieren bibliotecas enteras para adornar los muros de su casa, pero jamás leen las obras que compran. Si acaso toman al azar algún párrafo y se lo aprenden para repetirlo cuando la oportunidad se presenta, buscando la manera de aparecer refinadas y cultas.

La popularidad está al alcance de cualquiera que se proponga explotar la estulticia y la ignorancia humanas. Hay quien sabe llegar a las multitudes no con su arte puro y exquisito sino con efectos y frases de relumbrón, con palabras huecas y ampulosas que nada dicen en el fondo pero que, como los juegos de pirotecnia, brillan un momento en el espacio y lanzan su lluvia de rayos multicolores. La popularidad, en este caso, puede compararse a un cohete luminoso, ¡nada más!

Juan B. Delgado, aquel poeta elegante y sutil, me escribió una vez: “No quiera Ud. ser popular nunca, querida amiga. Es preferible que una minoría selecta la lea a Ud. a que la lean muchos sin comprenderla.” Y estas palabras de un hombre mundano que había vivido mucho y conocido los halagos de la fortuna y de la fama viven constantemente en mi recuerdo.

En La Habana, una muchacha que comenzaba a escribir crónicas sentimentales copiando muchos párrafos de las novelas de Guido de Varona, que entonces estaba de moda, me preguntó una tarde:

-Alondra, ¿cómo se conquista la popularidad?

Yo le repetí las palabras de Juan B. Delgado. Aquella muchacha jamás llegó a ser ni aun popular. Le faltaba el corazón, que es lo único que nos identifica con los demás. ¡El corazón, esa entraña palpitante y roja cuyos latidos encuentran siempre eco en los corazones cuando son sinceros!

Velázquez, el pintor que no tuvo sucesor ni lo tendrá nunca, trabajó por diez reales de vellón al día como pintor de cámara de Su Majestad, gozando este exiguo jornal, pues no de otra cosa puede calificarse tal cantidad, pintó Las meninas, el lienzo inmortal que sobrecoge de admiración a quien lo contempla por primera vez, deslumbrando ante la riqueza del colorido y la bellísima expresión de los rostros.

Beethoven, el atormentado que nos dejó la divina sonata del Claro de Luna, sufrió privaciones de todo género y adquirió la sordera, que fue en él incurable, debido a los trastornos nerviosos que tuvo que soportar dada la estrechez en que vivía.

Sería interminable la lista si nos ponemos a buscar ejemplos; sin ir más lejos, Cervantes, el famoso Manco de Lepanto, autor de la obra más formidable que se ha escrito en lengua castellana, pasó su vida oscura y pobre. Sin embargo, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, copia exacta y fiel de esta humanidad donde el espíritu y la materia viven en lucha constante, ha dejado a sus editores fortunas inmensas, habiendo sido traducido a todos los idiomas y se le cita como modelo en su género, modelo que tampoco tendrá sucesor porque nadie sería capaz de intentarlo.

Para conocer el valor de la popularidad no tenemos más que fijarnos en lo efímero de su existencia. Los que llegan a adquirir popularidad ocupan durante cierto tiempo la atención general, al extremo de llegar a cansarnos, como esos terribles moscardones verdes que zumban desesperadamente en las horas de la siesta junto a nuestros oídos. Después desaparecen y sus nombres se pierden en el remolino del olvido, sin que a nadie se le ocurra resucitarlos.

Habrá quien prefiera ser popular a ser glorioso, y es que lo primero está al alcance del que se lo proponga, y lo segundo no. Los libreros editan, todos los días, libros. Algunos se venden rápidamente como pan caliente. Estos son los libros populares. En cambio, las obras de mérito, las que encierran ideas firmes y sólidas, las que fueron escritas después de pacientes investigaciones y laboriosos estudios, suelen quedarse en los anaqueles polvorientos hasta que algún conocedor selecto de su mérito acude a buscarlas.

¡Gloria y popularidad! A primera vista, quizás puedan confundirse. Sin embargo, al igual que el agua y el aceite, jamás podrán mezclarse.

México, julio 15 de 1935.

 

Diario del Sureste. Mérida, 23 de julio de 1935, p. 3.

 

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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