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Gallinas, Gallos y un Perico

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La vida del campo era de vital importancia para el padre Rafael. Y por ello, tres días por semana los pasaba de manera íntegra realizando tareas de mantenimiento y adecuación. Los gallineros siempre requerían un tratamiento especial, mayormente cuando las lluvias azotaban la región, pues bien saben quienes han visitado el estado de Michoacán que las lluvias pueden ser en extremo abundantes.

Todos los recursos usados para cercar, alambrar, pintar, delimitar, eran donativos que los tenderos y propietarios de ferreterías aportaban para «la obra del Señor». Algunas veces llegaba alguien al rancho con tres kilos de carnitas para la comida, era habitual comer así, más tratándose de la aportación de carniceros y propietarios de restaurantes que amaban y admiraban la labor del siervo de Dios.

Las salidas en su jeep, tres veces por semana, eran una oportunidad para compartir juntos un día entero de recolección. La labor era sencilla: visitar las rancherías para recoger los diezmos, ofrendas y donativos «voluntarios».

Esa mañana llegaron bajo un sol radiante al rancho de don Jacobo Zenón. Diez hectáreas divididas en granjas de pollos, cerdos, gallinas ponedoras, borregos, gallos de pelea y, en un espacio muy amplio, las caballerizas, incluidos los dos caballos que corrían en el hipódromo. Don Zenón era un hombre regordete y tímido, aficionado a la comida y a las mujeres, pero sobre todo a la bebida. Apenas llegaron esa mañana y ya tenía en la mesa una botella de charanda de Uruapan.

–Caray, hijo, ¿no te parece temprano para esa botella?

–Padre, usted sabe que cuando me visita cualquier cosa es poco. Además, es para el desayuno que ya está casi listo.

–Bueno, siendo así, sírveme el primer sorbo. Mientras, que los muchachos vayan acorralando a esas dos gallinas que andan perdidas…

–Ándele pues, padre, ya son suyas si las puede agarrar.

El padre Rafael gozaba de una cordial amistad con muchas de las personas que donaban de sus bienes; sin embargo, don Zenón le había dejado bien claro que nunca tocara ni sus gallos ni sus caballos. Y se lo refrendó categóricamente diciendo: «De ahí en fuera, agarre lo que a Dios le toca por derecho.»

–Y los gallos, hijo, ¿cómo van?

–No le buyga padre, no le buyga, porque ya sabe que para ese territorio Dios no camina…

–Ya lo sé, hijo, yo sólo preguntaba sin ninguna malicia.

Al final del día, volvían al RANCHO DE LA FE cargados de animales provenientes de al menos tres o cuatro buenas almas. O, dicho de mejor manera, como el mismo padre Rafael se anunciaba al llegar a la casa o rancho de alguna familia: «Buenos días, gente de Dios, buenos días».

Los gallos eran un asunto aparte. El padre Rafael se ocupaba personalmente de ellos. Los espacios designados para los gallos eran lugares adecuados para que cada uno de ellos desarrollara la fortaleza y vitalidad que requería para que, llegado el día, pudieran dignamente representar al rancho LA FE.

Su mejor gallo era «el Apóstol», un giro que había ganado sus dos últimas peleas por las cuales el padre Rafael obtuvo ganancias diez veces más que el valor de su gallo. Al final de su más reciente pelea, alguien de Santa Clara se acercó al padre para ofrecerle por su gallo, «el Apóstol», 20 veces su valor. Era una enorme fortuna. Pero a pesar de ello, el padre la rechazó contundentemente.

Esa noche, por aras del destino, el gallo murió. Era un misterio, ya que lo habían revisado como siempre se hacía luego de una pelea. No tenía un solo rasguño en su cuerpo. Al parecer le habían hecho mal de ojo. Desde entonces, después de una pelea, el padre Rafael cubría sus gallos para que nadie los volviera a ver.

Luego de esa fatídica noche, el padre Rafael aseveraba que el mal de ojo existía. Incluso le dedicó un sermón a ese asunto. Habló a la gente de cosas bíblicas que nadie pudo comprender. Sostuvo durante toda su exposición que el diablo usa personas para que penetren en el alma de los demás a través de la mirada. Explicó que eso significaba el dicho «ojo por ojo» y que, al ser un acto de venganza, la misma se efectuaba por medio del ojo; por el ojo entraba la vida o la muerte. Ese día la gente no se miró a la cara. Todos salieron de la iglesia cubriéndose el rostro para no ser mirados y penetrados a través de los ojos.

Cuando volvieron al rancho LA FE, el viejo perico los recibió con una frase que recién había aprendido: «Apóstol marica… Apóstol marica…» casi instintivamente, el padre le lanzó una pedrada que por poco lo manda al otro mundo.

«Pinche perico ignorante, no sabes ni lo que dices…» Y se fue murmurando un montón de palabras altisonantes, tratando quizá de darle salida a su dolor.

Jorge Pacheco Zavala

Continuará la próxima semana…

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