Artes Plásticas
Gabriel Ramírez Aznar, sobre cuya serie Veinte de los veinte escribo ahora por invitación expresa de nuestro amigo mutuo Jorge Roy Sobrino, pertenece a la llamada “generación de la Ruptura”. Como tal, frecuentó la Zona Rosa en su época de oro y expuso, en los sesenta y setenta, en las mismas galerías que sus afamados colegas. No obstante, no eligió quedarse en la ciudad de México, atraído de vuelta a su Mérida natal como un destino al que resulta inútil resistir.
En esta necesidad de recogimiento, tanto psíquico como geográfico, se encuentra quizás una de las claves de su pintura, la cual parece tomar sus raíces no tanto en el mar, sino en la selva baja que caracteriza a la península, y más particularmente al Estado de Yucatán. Esto no significa que Gabriel Ramírez se “inspire” de lo que ve, a la manera de un pintor figurativo, sino revela una afinidad de espíritu entre la profusión generativa de la naturaleza –natura naturans– y el acto creativo al que se entrega como artista, por el simple placer de pintar.
Puede ser que, para el ojo distraído, la pintura de Ramírez se asemeje a una monótona urdimbre vegetal. Lo cierto es que sólo la mirada contemplativa verá la extraordinaria diversidad de esa interminable trama hecha de figuras coloridas que, al amalgamarse aparentemente de forma aleatoria y caótica, obedecen en realidad a una armonía y un orden superior, precisamente como sucede en la naturaleza.
Hace muchos años, Juan García Ponce, en Nueve Pintores Mexicanos, observaba que en la obra abstracta de Ramírez se asomaban “figuras”. Esto es particularmente evidente en la serie Veinte del veintidós que se presenta aquí: en la tela Cowboy versus el gran reptil, por ejemplo, reconocemos, en efecto, la figura de un vaquero con sombrero. En Doña Toña, vendedora de iguana es, al contrario, el reptil el que se asoma con más insistencia en la tela. En otras obras, las ánimas vuelan hacia su alimento, mientras que las tortugas o quelonios huyen de quienes las quieren exterminar, todo ello sobre fondos ocres y blancos que bien podrían evocar los senderos y sacbés milenarios que dan respiro a la compacta selva maya -con su red de ruinas encubiertas-, a la vez que revelan el suelo en que se fundamenta.
Esta tendencia a quebrantar las leyes de la abstracción pura, a la que sin embargo pertenece en general la pintura de Ramírez tanto como la de García Ponce, Rojo, Felguérez o Carrillo, parece confirmarnos el gran amor que tiene por su tierra, así como la gran ternura, a veces teñida de humor, que le provocan sus habitantes, tanto humanos como animales. Estos parecen mezclarse al gran tejido del universo (phusis), como los héroes y dioses de los mitos mayas.
Sea como sea, mucho mejor y con mayor verdad que cualquier tipo de pintura realista o folklorista, la pintura de Gabriel Ramírez Aznar es capaz de hacernos participar del espíritu del Mayab. ¿Acaso no es una de las acepciones de la abstracción el de abstraer -precisamente- la esencia de las cosas?
ESTEBAN GARCÍA BROSSEAU