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Función de Medianoche

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No me tomé la molestia de decirle a ninguna autoridad, ni a la policía, ni a los bomberos ni tampoco a las pocas personas en que confío. Creo que no tiene caso   hacerlo. No fui capaz de salvar el teatro ni a la gente dentro de él. No quedó nada que pudiera probar lo que pasó. Tampoco estoy completamente seguro qué fue lo que exactamente pasó.

Pero me gustaría aclarar algo con mucho énfasis: No fue el teatro. Digo esto porque empiezan a surgir los rumores. La gente siempre inventa toda clase de teorías ante estas tragedias, la imaginación de la gente llena esos vacíos de información con lo que quieran. Tomando en cuenta cuán viejo era el edificio, sería fácil pensar en algún tipo de maldición.

Así que al menos quiero que sea recordado como lo que fue: un simple teatro donde la gente se divertía por las noches durante más de nueve décadas de obras y películas. Imposible negar los muertos y pérdidas, pero debe saberse que el teatro nunca fue la fuente de esa tragedia. Fue ese filme. Ese puto filme.

El teatro –cuyo nombre probablemente ya has visto cientos de veces en los diarios y páginas de noticias– se construyó en 1919, sobre los restos de un antiguo edificio colonial. Su propósito original era servir como hogar a las muchas casas productoras que ponían obras y presentaciones teatrales con las que recorrían todo el estado, algunas llegando a realizar recorridos por todo el país. Nunca fue lo suficientemente popular o icónico, como otros similares que eran frecuentados por estrellas de teatro y de cine, pero era lo suficientemente conocido como para que tuviera casa llena dos fines de semana por mes.

Conforme se perdía el interés por el teatro con la llegada de los filmes, con cierto retraso adaptó una de sus salas en 1987, para comenzar a proyectar algunas películas de temporada. En realidad, fue la suerte la que hizo que esta sala se llenara, pues su conveniente ubicación y horario –abarcaba gran parte del día– hizo que se convirtiera en el refugio de varios estudiantes al salir de clases.

Para 2010, el teatro había sobrevivido dos inundaciones por monzones, una infestación de termitas y el mal manejo de sus numerosos dueños. El último de estos, mi actual jefe, el señor Javier, fue el único que le otorgó la dedicación suficiente para mantenerlo funcional por los siguientes diez años. Había incluso sobrevivido más que mucho de sus competidores, cuyos edificios fueron derribados para dar paso a nuevos comercios que generaron otros empleos.

Para 2019, en el día de su aniversario, el teatro recibió su primer reconocimiento oficial por parte de la ciudad. Fue el alcalde quien develó la placa que conmemoraba los 90 años de existencia que había sumado, frente a una gran cantidad de reporteros y fotógrafos, acompañado del señor Javier y sus asociados, que vieron satisfactoriamente el resultado de sus esfuerzos.

Esa sería la última vez que se recordaría el teatro de esa manera.

A veces me pregunto si es cierto lo que dice la gente, que el mal se deleita más con los que son buenos que con la gente regular. Por mi parte, creo que la moderada fama del teatro, junto con su posición actual, fueron las razones por la que lo escogieron.

La primera vez que vi al señor Adler estaba en mi turno de día. Era encargado de las entradas y de manejar la tienda de dulces, junto con otros tres empleados. En ese momento dos de ellos, José y Eduardo, estaban limpiando un desastre dejado en el baño. Me las había arreglado para ser quien vigilara la caja.

El sujeto entró acompañando al señor Javier. Ambos hablaban muy animadamente. Fue hasta que llegaron a la recepción que observé las características del sujeto. Era un hombre de edad avanzada, con ojos azules, cabello gris, con una frente amplia, nariz afilada y mejillas hundidas. Parecía estar en buena forma, pero su rostro delataba las marcas de una vida de excesos.

El señor Javier me presentó como uno de sus empleados, y Adler me estrechó la mano. No se cómo, pero logré ocultar el escalofrío que sentí al contacto con la mano de ese hombre. Posteriormente, lo atribuí al hecho de que me había tomado por sorpresa: un extranjero, obviamente con mayor agarre y mejor constitución que yo. Ahora sé que era mi instinto que me quería advertir sobre algo.

Por unos días más, el señor Javier y míster Adler siguieron la misma rutina de llegar e ir a la oficina de mi patrón, hablar durante algunas horas, y despedirse en la salida. El señor Adler resultó ser un productor alemán que estaba en la ciudad, como parte de su gira para presentar películas independientes, filmadas en varias partes de Europa del Norte y los Países Bajos.

El señor Javier lo describía como un “festival de cine ambulante” que parecía estar recorriendo varias salas de cine en el país. Pude percibir emoción en su voz. Tenía derecho a sentirla: era la primera vez en mucho tiempo que alguna productora de cualquier clase le daba al teatro la oportunidad de ser el único cine en la ciudad, e incluso todo el estado, de ofrecer una presentación exclusiva. Obviamente atraería una abundante clientela, incluso nueva, que provendría fuera de la región.

La mañana de la noche del estreno –y del incidente– fue la última vez que vi al señor Adler. Esa mañana, después de que tanto yo como los demás empleados terminamos los arreglos para la noche, llegó acompañado, no del señor Javier, sino de alguien a quien nunca había visto: un hombre de lentes, con cabello y bigote blanco, vistiendo un ostentoso abrigo gris que parecía un poco maltratado. Creo que nunca le escuche decir ni una palabra durante todo el rato que estuvo por ahí.

En su mano llevaba un estuche para carretes de rollos de películas. Dentro del cual se encontraba el filme.

El señor Adler se acercó a mí, pidiéndome el favor de llevar a su compañero, a quien solo se refirió como “El Ingeniero”, al cuarto de proyección de películas. El señor Javier me había avisado de antemano sobre ello y dado las llaves. Sin más, le dije que con gusto y llevé a mi silencioso acompañante al cuarto mientras el señor Adler le repetía una y otra vez una frase en alemán con una gran y tétrica sonrisa.  Ahora sé que la frase era “Es muss perfekt sein”, “Tiene que ser perfecto.”

Una vez que le abrí el cuarto, el Ingeniero echó una mirada al lugar. Estando de espalda a él, no pude determinar si estaba decepcionado o complacido con lo que veía, pero fue igual, ya que de inmediato comenzó a preparar el proyector y a encender las consolas para probar las luces. Cuando estuvo a punto de abrir el estuche que contenía la cinta, se quedó quieto y volteó hacia mí. Sin saber cómo interpretar esto, simplemente salí del cuarto, cerrando la puerta detrás de mí.

***

Recuerdo que horas antes del estreno consideré más de una vez si debía asistir. Algo no estaba bien. Podría fingir que estaba enfermo o algo, pero parte de mí se sentiría siempre culpable por no estar al lado del señor Javier en un momento tan importante de su carrera. Ahora me da pavor pensar en lo que hubiera pasado de no estar ahí.

Para las 11:00 PM, todo estaba en su lugar. De hecho, creo que nunca había visto el teatro más pulcro que esa noche. Yo estaba en la dulcería y José en la caja, mientras el señor Javier recibía personalmente a la poca clientela que decidió acudir a la función. Eso no lo desanimó. Se quedó junto al señor Adler y a Eduardo, quien fungía como acomodador en ese momento.

Me pareció extraño que tan poca gente asistiera para ver el estreno, pese a la gran publicidad realizada. José mencionó que no era raro que la gente no viniera a ver una película indie extranjera, sobre todo porque estábamos fuera de temporada de turistas.

Hasta ese momento no me había tomado la molestia de ver qué película iban a proyectar, debido a lo ocupado que había estado con los preparativos, a la repulsión que empecé a sentir hacia Adler y también mi desinterés personal.

Cuando le expresé esto a José, apuntó a la mesa junto a la caja registradora. Ahí se asentaban un montón de volantes sobrantes de la función.

La película se llamaba “Les Vertus du Marquis” o “Las Virtudes del Marqués” y, tal como sonaba, la película era francesa. Contaba la historia del Marqués de Sade, antes de su muerte en el manicomio donde pasó sus últimos días. Hablaba de cómo el Marqués había encontrado una entrada secreta en su celda, que llevaba a unos túneles que conducían hasta lo que era descrito como un templo o ciudadela que servía de hogar de varias creaturas repulsivas que seguían de cerca el trabajo del Marqués, y querían recompensarlo enseñándole el “Arte de la Carne”. La sinopsis entonces continuaba describiendo escenas de asesinatos autoeróticos, violaciones perpetradas por creaturas con múltiples apéndices, y orgías que terminaban en la fusión de tejidos y piel de todas las personas involucradas.

Carajo, con razón nadie venía a la función. Pese a todo, no me parecía tan mala, sonaba como una combinación de Society, de Brian Yuzna, y Videodrome o cualquier otra película de Cronenberg. Pero en definitiva no era una película para la clientela que solía venir.

Estuve a punto de mencionarle esto a José cuando noté algo: en la entrada, al otro lado de la calle, estaba estacionado un automóvil negro. Cuando miré de cerca, vi que el auto parecía uno de esos modelos antiguos de los años veinte. Era demasiado peculiar como para no notarlo al pasar, y pensé a quién se debía matar para obtener un vehículo como ese.

-“Al menos uno para hacerlo arrancar.”

Me di la vuelta de un salto al escuchar la voz detrás de mí. Era un hombre de traje y sombrero negro, pálido y con una sonrisa de oreja a oreja. De dónde había salido era algo que no podía decir.

-“¿D-disculpe?

-“Noche agradable para una velada, ¿no es así?” – dijo, ignorando mi pregunta.

-“¿Es usted… amigo del señor Adler?” – pregunté, sin poder pensar en que más decirle.

-“Socio, es más apropiado. No suelo dar viajes gratis, pero estaba por el lugar y el viejo Adler siempre termina dando alguna que otra sorpresa” –dijo, sin que yo lograra entender a qué se refería. También noté que, pese a parecer extranjero, hablaba un español impecable, sin acento alguno.

-“Honestamente, creo que lo escogió solo porque le recuerda a casa. ¿Este fue hecho durante el Porfiriato verdad? Je… Siempre será un melancólico.”

Estaba por preguntarle a qué se refería cuando escuché el grito.

Era José.

Miré hacia la entrada del teatro y vi que ya no estaba en su puesto. Al dirigirme al extraño, éste había desaparecido.

Un segundo grito me sacó de mi estupefacción y salí corriendo hacia la caja.

Al ver que no había nadie ahí, ni en la dulcería, me dirigí a la entrada de la sala. Y ahí lo vi. El cuerpo de José, sangrando en el suelo por el pedazo faltante de torso, era un espectáculo lo suficientemente atroz como para llamar mi atención.

Mis ojos se posaron entonces en la cosa que se arrastraba por el pasillo, dejando un rastro de sangre que comenzaba desde la entrada del teatro. La masa, hecha de tendones y músculo, se hinchaba y contorsionaba, arrastrándose con su único apéndice libre, retrayéndose y extendiéndose a cada segundo. La boca, o la abertura que servía de boca, estaba llena de dientes y huesos en forma de dagas que emulaban un movimiento de masticación. El pedazo sangrante de José era triturado y se convertía en un chorro de fluido rojo.

Es aquí cuando mi memoria empieza a fallar. Así que perdónenme por no poder decir cómo o cuándo tomé el extintor, o cuándo vacié su contenido completo sobre esa cosa que se arrastraba por el vestíbulo. Lo que si recuerdo es que corrí hacia al otro extremo, a la oficina del señor Javier.

Él no se encontraba ahí. Encima de su escritorio algo atrajo mi atención ¿Fue acaso el tono de gris que impregnaba la triste habitación? ¿El rojo tono de color de la gota de sangre que manchaba la página de esa libreta? No le hubiera prestado más atención de la necesaria si no fuera por las palabras que estaban en ellas. La miré por un momento. Era una lista de nombres o títulos. No pude entender a qué se referían, pero la pongo aquí en caso de que alguien pueda entender algo de esta locura.

Diejenigen, die noch projiziert werden müssen:

Dieu Affamé

La Volonté de Gilles de Rais

The Cry of Cthulhu

Libido Diaboli

Return to Babylon

London After Midnight (gestohlen)

Wieczna Noc Jusef Sardu

Dākusutā

Regresé al vestíbulo.

La cosa continuaba reptando.

Debí estar bajo un golpe de adrenalina, porque no sentí ninguna clase de pánico al escuchar los gemidos viniendo del interior de la sala de cine. Saqué mi propia linterna y abrí las puertas dobles.

Si hay una decisión en mi vida de la que siempre me voy a arrepentir es haber mirado dentro de la sala. Hay veces en la que no puedo ver ni siquiera carne cruda porque empiezo a temblar e hiperventilar. Está de más decir que nunca más veré porno en mi vida.

La sala estaba a oscuras. La única luz se desprendía de la pantalla. Por alguna razón, no había sonido. Tuve suerte al no mirar a la pantalla cuando entré a la sala. Sé que lo que fuera que estuviera pasando en ella me hubiera afectado de la misma manera que a Eduardo y los demás. De no ser por la linterna pegada en su costado, nunca me hubiera percatado que el cuerpo que yacía sobre la alfombra pertenecía a Eduardo.

Quiero creer que no podía ser peor de lo que estaba frente a mí en ese momento.

En medio del pasillo que separaba los asientos en dos grupos, estaba aquello. Tengo problemas para encontrar las palabras para describirlo.

Brazos que se bifurcaban en manos, espaldas cuyas espinas sobresalían en formas que parecían rostros, decenas de ellos, y en algunos de los cuales por boca mostraban…lo siento… solo digamos que mujeres también habían sido parte de su composición.

No me atreví a acercarme más. Me resultó imposible por el terror que recorría mi cuerpo, y por el fuerte olor a sangre que impregnaba el ambiente.

Empezaba a retroceder cuando lo escuché. Entre los gemidos, la familiar voz del señor Javier. Hablándome. Diciéndome que me uniera.

Agradezco que las luces estuvieran apagadas. Creo que me hubiera quebrado de haber visto su rostro en la criatura.

Salí de lugar, no sin antes notar que la luz del proyector empezaba a falsear. Miré hacia el orificio dónde salía y vi que el cristal del cuarto estaba empañado de sangre.

Cuando por fin salí de la sala, evitando el aún convulsionante cuerpo de Eduardo, miré hacia las escaleras que llevaban al cuarto de proyección. Un torrente de sangre caía en cascadas sobre los peldaños. No quise investigar su procedencia.

Lo demás ya lo saben muchos. La policía hizo un decente trabajo de deducción sobre cómo empezó el incendio, aunque nunca pudieron atribuirlo a mí.

Cuando salí del teatro, no vi el auto negro. Estoy bastante seguro de que ni Adler ni el Ingeniero se encontraban en esa sala.

No sé qué va a ser de mí ahora. Estoy libre de cualquier sospecha, pero no hay manera de que mi mente vuelva a la normalidad.

¿Qué cómo sé que fue el filme el que causó esto? No lo sé con seguridad, pero podría apostar que sí. Pudo haber sido otra razón lo que transmutó a la gente en esa cosa, pero no quedaron restos para poder estudiarla.

Lo que sí sé es que las películas tienen un efecto en las personas. Cambian la forma en que piensan y sienten. Algunas incluso te definen de por vida.

Ahora sé que hay otro tipo de películas que te cambian de una manera más radical. Más cruel. Más sádica.

No se las recomendaría a nadie.

HUGO PAT

yorickjoker@gmail.com

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