Letras
José Juan Cervera
La importancia de los medios informativos en las relaciones de poder que se implantan en las sociedades modernas es de tal magnitud que sólo puede soslayarse desde un enfoque ingenuo y miope de los sistemas que las sostienen. Desde la introducción de la imprenta en Yucatán, las motivaciones políticas –basadas en condiciones materiales de vida específicas– son el núcleo de los patrones que rigen las formas y los contenidos distintivos de los periódicos que toman posiciones ante las fuerzas que pugnan por imponerse unas a otras. Buscan el favor de los ciudadanos y su adopción de los valores que promueven con la expectativa de trascender límites generacionales. De estos factores se desprenden las connotaciones simbólicas que sus acciones acarrean.
El Diario del Sureste surgió en 1931, dentro de un clima político agitado, a pesar de los problemas que trajo consigo la depresión económica palpable en el orden internacional. Brotó modesto como una alternativa a la prensa de entonces, que se había propuesto no sólo marcar una línea dominante en las opiniones de la ciudadanía con tonos extremadamente agresivos, sino también fijar como verdadera una interpretación de la historia regional acomodada a los intereses de los grupos que representó y con los que hizo alianza.
Y pese a que con el curso de los decenios y el desarrollo de las instituciones de educación superior el estudio de las disciplinas históricas se profesionalizó, aún persisten nociones sesgadas que inciden en determinados sectores sociales y que emanan de dicho proyecto retardatario, las cuales incluso han pasado a ser legitimadas en actos conmemorativos de los que, como ejemplo, puede citarse el que cada 4 de junio se realiza en Valladolid para evocar una supuesta “primera chispa de la Revolución” en que la figura del militar conservador Francisco Cantón movió los hilos de una revuelta que en 1910 no aspiró a un cambio de régimen sino a recuperar cotos de poder al calor de una lucha entre facciones partidarias de Porfirio Díaz. Pero las versiones periodísticas más difundidas en su época y la historiografía que derivó de ella ocultaron los propósitos de fondo que dieron impulso a los sublevados y, en cambio, los mostró como la avanzada de un despertar cívico ligado con el movimiento revolucionario que se gestaba durante esos días en otras partes del país.
En este punto cabe rastrear por lo menos algunas fuentes y referencias que brindan una perspectiva crítica de esos acontecimientos en particular, pero también las que describen las circunstancias en que apareció el Diario del Sureste. En el primer caso, estudios del maestro e historiador Fidelio Quintal Martín (1926-2014) ponen en evidencia las versiones apócrifas del levantamiento de Valladolid traído como ejemplo, en tanto que para situar los orígenes del periódico que nació un 20 de noviembre son útiles las memorias del escritor Leopoldo Peniche Vallado (1908-2000). Para acceder a una apreciación más amplia de los vínculos políticos afianzados en el contexto de los intereses de la prensa en Yucatán se cuenta apenas con textos como el anticipo, publicado en noviembre de 2000, de un libro de Hernán R. Menéndez Rodríguez (1944-2013) que habría llevado el nombre de Yucatán, la otra historia. La construcción de la hegemonía menendista en Yucatán. 1918-1924, pero no llegó a imprimirse. Los valiosos archivos del autor nutrieron una investigación que se truncó como proyecto editorial.
Tras referir estos antecedentes, es oportuno recordar que si bien el Diario del Sureste fue considerado siempre como un órgano de orientación gubernamental por la manera como surgió y por las asignaciones presupuestales que le permitieron perdurar como medio impreso hasta los primeros años del presente siglo, también tuvo un rasgo que le brindó un signo de identidad muy sólido: el hecho de que desde su advenimiento incorporó a su planta de empleados y colaboradores a intelectuales que defendieron una visión progresista de la sociedad. Que su primer director haya sido el ingeniero Joaquín Ancona Albertos –cuya memoria fue opacada posteriormente por motivos ideológicos menospreciando su calidad profesional– es en sí mismo un dato elocuente. La lista de los sucesores suyos en el cargo refuerza este punto de vista.
Los jóvenes intelectuales que se formaron en las tareas de redacción del Diario del Sureste demostraron, con el paso de los años, que era posible forjar un núcleo colectivo de pensamiento capaz de contrastar las actitudes mojigatas y el fariseísmo de quienes optaron por mostrarse ante ellos como antagonistas acérrimos en la esfera en que se dirimían los asuntos públicos. Mientras estos insistían en cultivar un discurso grandilocuente y mesiánico, acorde con la línea editorial adicta a estilos plagados de figuras retóricas de la vieja usanza, aquéllos –si bien en algunos casos adoptaron las fórmulas enunciativas de las autoridades (el Maximato y, poco después, la política cardenista de masas)– lograron surcar vertientes personales con recursos expresivos renovados que se acoplaron con su identidad de grupo y que habrían de reflejarse en sus creaciones literarias. Además, aprovecharon la experiencia de la generación inmediata anterior que ostentó banderas afines.
La presencia de los intelectuales parece diluirse en el análisis de las corrientes políticas actuantes en los periodos relevantes de la historia vernácula; en tanto agentes de ideas se desenvuelven también como correas de transmisión que enriquecen las fases subsecuentes de reemplazo generacional. Aunque hoy se siga hablando del quiebre de las ideologías, de la interpenetración de voces como sello de la posmodernidad, del tiempo líquido y de los posicionamientos pragmáticos que dejan de lado el examen profundo de los problemas compartidos a lo largo del orbe, cobra sentido tener presente que las innovaciones tecnológicas que distraen –y en cierto modo enajenan– a sus usuarios tuvieron como base saberes transmitidos en un proceso civilizatorio que parece refutado por hábitos autodestructivos, impuestos por corporaciones de alcance global que privilegian la acumulación material y el desprecio de la lucidez y del pensamiento crítico.
La experiencia local entreteje sus fibras con la dinámica en que fluyen corrientes de trascendencia universal, pero hay pulsiones vitales con capacidad de seguir animando el suelo originario.