Letras
Parsifal
[Serapio Baqueiro Barrera]
(Especial para el Diario del Sureste)
Esta vez Mónico Neck no tiene la culpa de que yo hable porque puso su dedo cordial sobre mi corazón que es un fruto tan maduro ya para el sepulcro; porque puso su dedo atizado, cargado de emoción, sobre mi corazón sanguíneo y sangrante… –tan sensible– cuyos latidos se precipitan y difunden por esos rinconcitos del pasado, que son los sepulcros en que duermen los muertos dilectos. Mónico Neck ayer habló con acento conmovido del pasado; el pasado que es para él como un gran espejo lleno de lejanas visiones y de paisajes ateridos, un espejo enorme como aquellos viejos espejos ovoides del “Olimpo” cuyas cristalinas superficies, semejantes al agua de lagos congelados, tantas veces se abrieron, para ahogar, para tragarse nuestras quiméricas figuras de visionarios hiperestesiados.
Y hoy me toca hablar a mí, porque el árbol de mi sentimentalidad inmarcesible se ha conmovido hasta en sus más íntimas fibrillas. Mucho he vivido yo en esta vida transitoria; porque he podido –perdonadme la gasconada de decirlo– ir superponiendo imágenes de mí mismo con fuerza inagotable; con voluntad indómita, hasta el grado de que resulte exacta la definición que de mí hiciera poeta gentil de los de la hora de ahora dijo: Este Parsifal, que es siempre tan él mismo delante de todos los espejos, es un viejo abrumado de juventud… porque pensaba seguramente el joven portalira, en mi sinceridad intransigente, en mi entusiasmo y decisión.
Y hablo… Nosotros hicimos una revolución incruenta: sin balas, pero escandalosa… Nosotros pusimos en movimiento una gran columna de ideas que aplastó muchas cosas absurdas tradicionales; muchas cosas viejas e inútiles. La trituración produjo un gran escándalo. Fue verdaderamente demoledora e irreverente para con los fetiches que se desprendieron de sus altos altares en desdoro… Esto sucedía en el año de 1905 a 1906. El programa de la revolución quedó estampado en las páginas de La Hora, periódico que le puso casa Francisco Gálvez Torre, que no tenía dinero, pero que era un gran señor dadivoso; empresario de toda noble empresa; él nos regaló una pequeña imprenta que tenía una vieja prensa de palanca que movía jadeando, como un esclavo, un viejo que por ironía se llamaba Napoleón.
Después de imprimir quinientos ejemplares del periódico, Napoleón se desmayaba. Entonces, Pedro Caballero Fuentes, que era un mocetón atlético, compadecido de aquel pobre viejo, empuñaba la palanca y para infundirse fuerzas a sí mismo improvisaba sonoras arengas de espíritu redentivo que nos contaminaban de entusiasmo. En una mesita colocada en un rincón penumbroso de la redacción, Mimenza y Castillo escribía sus primeras estrofas, llenas de novedades rítmicas, en aquel momento en que todos nuestros poetas viejos escribían versos engolados. Y después se presentaba Alvino J. Lope, el Caballero del Cisne, con algún cincelado soneto que parecía una resplandeciente custodia. Y luego Pepe Sobrino Trejo, el valiente, el cultísimo, trayéndonos algún editorial en que esbozaba los primeros cuadros de una sociedad futura.
Y aturdido y aturdiente llegaba Mónico Neck, siempre cantando, y nos hacía entrega de algún artículo crítico flagelante, cruel por la forma, pero justiciero en el fondo; y Joaquín Pasos Capetillo con un cuento a la manera de Catulle Mendes; cuentos para leer en el baño que parecían que estaban impregnados de un polvo de cantáridas; y también allí los irónicos hermanos Julio y Augusto Río.
Y por último se presentaba Rafael Albertos, el bueno, el incondicional amigo “Manteca”, lleno de admirativa comprensión, y que algunas veces nos dejaba atónitos con un repentino chisporroteo de ingenio, abriendo como un surco de relámpago.
Muertos están ya casi todos estos dilectos hermanos, pero su obra, aunque escasa, perdura como testimonio de belleza, de arte exquisito. Todos ellos hicieron algo, ¡que fue mucho!
Diario del Sureste. Mérida, 15 de junio de 1935, pp. 3, 6.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]