Letras
XXII
En la película Estrategia matrimonio, filmada a principios de los setenta, hay una escena en la que Silvia Pinal aparece como empleada de una librería. Ahí llega una nueva rica y le dice que está por inaugurar su mansión y necesita llenar la biblioteca. Le pide que le venda libros «por kilos, por tamaños, por colores, para que se vean bonitos los armarios.” Silvia la manda por un tubo.
Todo lo contrario sucede con la biblioteca particular de Federico Acosta, que alberga libros y revistas de artes plásticas en escenográfico desorden porque sus actividades como profesor y artista no le han permitido el tiempo suficiente para realizar una catalogación. Lo importante es que él sabe –no cuántos son, porque ha perdido la cuenta– en dónde están unos y otros. Entre cuadros y caballetes pueden aparecer los tomos dedicados a los museos del mundo, ediciones en inglés y español. Entre esculturas, cajas, herramientas pueden surgir los de historia de las artes, biografías de los grandes pintores, los de técnicas (que son varios cientos), ensayo, critica, y colecciones de revistas de diversas nacionalidades.
Yo sabía todo esto por otras personas. Con las ganas que tenía de conocer su biblioteca, el maestro no me lo permitió porque le daba pena el desorden; yo le decía «no importa, casi todos los estudios de los artistas se parecen”, pero nada que me dejaba. «Entonces cuénteme», le decía, pero tampoco. Así que le he hablado por teléfono varias veces para sacarle a cucharadas la información de cómo se convirtió en bibliófilo pues, aunque gran conversador entre amigos, suele ser reservado con los demás.
Su carrera como comprador comenzó cuando se abrió la Librería Iztaccíhuatl en esta ciudad, de la que se considera el primer cliente porque cuando el propietario apenas comenzaba a descargar a puerta cerrada, desde la vitrina don Federico le hizo señas para entrar y preguntó si traía libros de dibujo. El señor José Luis González no estaba seguro, pero su instinto de comerciante lo hizo buscar entre todas las cajas y aparecieron tres tomos de Ilustración creadora, de Andrew Loomis. El precio era de ciento veinte pesos, que en aquellos años representaba una suma importante para el joven artista, pero al notar su interés por los libros, el dueño le dio oportunidad de irlos pagando con diez pesos semanales. La colección era de seis tomos, y luego se las arregló para conseguir los restantes, dos en Monterrey y uno en la Ciudad de México.
Se sabe que cuando la Biblioteca de la Universidad de Texas, en Laredo, va a tener descarte, antes de que se abran las puertas el maestro Acosta ya está esperando para ser el primero en husmear en lo relativo a las artes plásticas y compra todo lo que le interesa. Buscando por aquí y por allá, ha conseguido reunir cerca del total de los trescientos títulos de la colección Walter Foster, especializada en técnica del dibujo, que a partir de los años veinte se comenzaron a publicar a precio de un dólar cada uno.
Entre sus libros más preciados está el que contiene todas las portadas que durante cuarenta y siete años ilustró Norman Rockwell para la revista Saturday Evening Post, y otro del mismo artista con la característica de ser voluminoso tomo de sesenta centímetros de alto, cuarenta de ancho y ocho de grosor de lomo.
Muy querido por él, también de grandes proporciones (noventa por cuarenta) es el de litografías con vistas de México, editado en mil ochocientos cuarenta, que trata del primer viaje a nuestro país del pintor británico Daniel Thomas Egerton. Durante su segunda estancia, dos años después, Egerton fue asesinado junto con su esposa, sin tenerse noticias de la causa. El político mexicano Mario Moya Palencia escribió El México de Egerton, 1831-1842, editado por Porrúa en mil novecientos noventa y uno. Es de las pocas referencias bibliográficas que existen acerca del gran viajero inglés.
Una de sus posesiones preferidas es México y sus alrededores, de J. Decaen, un facsímil de litografías de mil ochocientos sesenta y cuatro que constituye un estudio de la perspectiva, ya que el autor realizaba viajes en globo para efectuar sus apuntes.
Federico Acosta se describe como un soñador que, en la medida de sus posibilidades, ha invertido en libros con el afán de ampliar sus conocimientos y considera que una vida no es suficiente para todo lo que desearía saber un lector minucioso y reflexivo como él.
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…